Análisis de Daemon X Machina
Súbete al robot.
Cuando estoy agobiada o estresada tengo un sueño recurrente que, por lo general, me deja aún peor. Consiste en que tengo que coger un autobús para llegar a un sitio importante, pero cuando estoy a punto de subirme a él pasa algo terrible que me lo impide, y tengo que ir corriendo a la próxima parada. Cuando llego allí, algo se topa en mi camino de nuevo, y vuelta a repetir el proceso innumerables veces. Daemon x Machina me ha hecho pensar mucho en este tipo de pesadillas de ansiedad, en esas en las que, hagas lo que hagas, sabes que nunca va a salir nada bien. Su trama, que se nos va contando conforme vamos avanzando en las misiones, adolece un pelín de esto mismo. Nuestro protagonista es un mercenario en un mundo futurista y postapocalíptico en el que las máquinas se han vuelto en contra de los humanos, y los pocos humanos que quedan vivos y libres de la opresión tiránica de estas máquinas se dedican a ejercer de asesinos a sueldo de estos bichos, a cambio de unas recompensas ofrecidas por las supercorporaciones que manejan el cotarro del universo.
No es ni remotamente spoiler - os van a bastar unos minutos de juego para verlo vosotros mismos - si os digo que estas misiones, que se nos ofrecen a través de nuestra consola de mandos, tienen en general fijados uno u dos objetivos, pero antes de que podamos completarlos siempre sucederá algún evento extraño que hará que nuestras prioridades cambien por completo. Y si ya decíamos en el avance que publicamos que, durante las primeras horas de juego, el mayor defecto de Daemon x Machina parecía ser indudablemente la cantidad de información y la intensidad con la que se nos presentan todos sus elementos, podemos afirmar ahora con muchísimas menos dudas que el principal problema del que adolece es ponernos siempre más comida en el plato de la que podríamos terminarnos en un millón de años. La omnipresencia de estos giros de guión es sólo uno de los aspectos en los que esto sucede, pero es particularmente idiosincrático de cómo un concepto que podría funcionar a la perfección no acaba por saber brillar como debería precisamente por acumulación excesiva de elementos.
Mediante extensísimas conversaciones - antes, durante y después de cada batalla - se nos van planteando, sin prisa pero sin pausa, las peculiaridades del mundo en el que nos movemos. Lo mismo sucede con los personajes, nuestros compañeros mercenarios, que tienen una personalidad muy marcada y unas motivaciones y traumitas perfectamente definidos. Dan ganas de quererlos a todos, de verdad que sí. Lo que nos separa de hacerlo es que el juego aprovecha cada minuto de exposición en maltratar a todos estos personajes constantemente para dejarnos intuir que tanto ellos, como las corporaciones para las que trabajamos, como la medio simpática, medio pasivoagresiva IA que nos acompaña a las misiones esconden algo sucio. Podría funcionar como un recurso para mantener nuestro interés, pero lo cierto es que la vigesimotercera vez en un lapso de treinta misiones en la que se nos oculta información, se nos deja intuir de forma descarada que alguien nos miente o se nos obliga a enfrentarnos con alguien que hasta ese momento creíamos nuestro amigo, la cosa termina por perder impacto emocional y acaba por no interesarnos en absoluto.
Por fortuna, y aunque la historia no esté bien llevada, el gameplay corre una suerte un poco mejor. Es cierto que vamos, a la fuerza, a tardar un poco a acostumbrarnos a los controles, pero termina por sorprender lo intuitivos que nos resultan después de un tiempo jugando. Cuando no necesitamos mirarnos las manos para ver qué botón hace qué, o usar la interfaz para recordar qué arma llevamos equipada en cada extremidad de nuestro robot gigante, las cosas fluyen muchísimo mejor: arma izquierda con el gatillo izquierdo, arma derecha con el gatillo derecho, cambiar a las secundarias con la cruceta, acelerar con la R y saltar con la B y con esto ya podemos tirar para delante en cualquier situación. Un pelín más complejo es, eso sí, el manejo de la cámara. Para apuntar automáticamente a nuestros objetivos tendremos que encuadrarlos en la parte central de la pantalla, y a veces manejamos situaciones tan complejas o escenarios tan amplios que será un verdadero reto quedarnos mirando a lo que tenemos que mirar. No digo esto como algo negativo, claro: al final, si algo nos gusta y nos encandila del concepto del mecha, además de su diseño - de eso hablaremos más adelante - tiene casi todo que ver con la escala. Pilotamos un robot gigante que hace parecer diminuto incluso al rascacielos más pintón, y para meternos bien en el papel necesitamos que esas dimensiones gigantescas en las que nos movemos se sientan en nuestras manos. A ese respecto, ninguna pega: jugar Daemon x Machina es una réplica extraordinariamente buena de lo que significaría ponernos a los mandos de un robot gigantesco, y eso es una de sus mejores cualidades.
La otra de sus mejores cualidades es la forma que tiene de atraparnos y querer que sigamos jugando mediante su sistema de progreso. Si el combate es relativamente sencillo - disparamos a los enemigos, esquivamos los disparos que nos mandan de vuelta - todo lo que respecta a la mejora de habilidades y la construcción de nuestro mecha está en el extremo diametralmente opuesto. Mil millones de posibilidades, la necesidad de estar horas delante de tablas llenas de números y sopesar muy bien en qué invertimos nuestros recursos probablemente podrán echar para atrás a quien no esté muy familiarizado con el tema, pero seguramente sean también el sueño húmedo de un buen puñado de fans.
Por cada misión que vencemos obtenemos, como ya hemos dicho, una recompensa en forma de dinero. Pero también tenemos la posibilidad de obtener mejores botines, por ejemplo, quedándonos con las armas de los enemigos o los jefes caídos en combate. Es con estas piezas con las que iremos o bien construyendo nuestro robot, o bien poniendo a trabajar a nuestro equipo de ingenieros, que por un módico precio y una cantidad razonable de recursos pueden transformarlas en otra cosa, generalmente más potente. Como suele ser habitual en estos casos, no hay arma definitiva o equipamiento perfecto: todos tienen ventajas y desventajas, y equilibrarlas de la mejor manera posible mientras las adaptamos a nuestro estilo de juego será uno de los retos principales. Además de eso, el sistema de construcción es tan exhaustivo que nos deja personalizar individualmente cada pieza, no sólo añadiéndoles mejoras o modificadores sino cambiándoles el color o incluso poniéndoles pegatinas.
Antes de querer darnos cuenta, estamos encadenando una misión tras otra porque el querer probar las armas o armaduras nuevas que hemos desbloqueado pesa más que los defectos que ya hemos mencionado. El aspecto de creación de nuestro mecha es sin lugar a dudas lo más satisfactorio del juego, y lo que ofrece mejor recompensa. Es un vaivén constante de nuevas opciones que ni siquiera se nos habían ocurrido, de tener más escopetas que nos gustan que brazos en las que utilizarlas.
Si el diseño de misiones no fuese tan deficiente, probablemente podríamos perdonárselo todo al juego únicamente por esto. Pero es que al final acaba siendo demasiado. Las veces en las que el diseño funciona bien, los jefes que son divertidos y están bien diseñados y cumplen su papel de forma razonable, aunque sin alardes; pero las veces en las que tenemos que enfrentarnos a misiones pensadas de forma deficiente son estrepitosas. Y, además, con algunas decisiones totalmente incomprensibles, como lanzarnos a una misión de sigilo sin habernos dado antes absolutamente ningún elemento para realizar tareas de sigilo, ponernos delante a jefes con movimientos repetitivos cuya única dificultad reside en no quedarnos sin munición o hacernos manejar un mecha exactamente igual que el nuestro solo que sin armas, más grande, más pesado, más lento y más aburrido durante un agónico nivel de derrotar hordas de drones que no sería capaz de justificar ni por todo el dinero del mundo.
Con todo, es un juego que he disfrutado. Simplemente me parece francamente difícil recomendarlo más allá de su nicho concreto. Aquellos a quienes les llame la atención el concepto, la temática, o a quienes le gusten los juegos de mechas en general sabrán apreciar los elementos de él que están bien hilados, y seguramente se sentirán menos molestos con sus defectos. Para el resto, es una experiencia demasiado irregular como para poder defenderla de forma enérgica.