Dark Souls: Matrícula abierta
Nos adentramos en la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de Lordran.
La Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de Lordran debe estar un poco vacía. En sus pasillos, iluminados por una luz raruna filtrada por vidrieras en las que dragones de colores imposibles decapitan a trolls de cristal, no deben escucharse risas ni conversaciones sobre la situación política en Anor Londo. La diplomacia no es algo que se estile mucho en Dark Souls.
Llevo pensando mucho tiempo en qué escribir sobre Dark Souls, cómo empezar a hablar de él, qué enfoque dar al artículo. Cómo describir un videojuego en el que acabas teniendo pánico de ranas es ciertamente complicado, más aún si es uno que ha cambiado para siempre tu forma de entender la idea de jugabilidad, los videojuegos en sí mismos y tu propio concepto acerca de la estética medieval y de lo que significa el concepto de aventura.
Para ser un juego que no es, per se, un survival horror (aunque sí es un survival, desde luego; quizás el survival más survival de todos los tiempos), Dark Souls ciertamente consigue dar miedo. Y si no dar miedo, desde luego provocar paranoia. Sensación de peligro. Claustrofobia. Se ha escrito muchísimo sobre Blightown y la sensación de ahogo que provoca estar ahí, a cientos de metros de la escalera más próxima, rodando por limo corrosivo para evitar que te abran la cabeza ogros que lanzan piedras sin ningún motivo especial para ello, pero creo que muy poca gente se acuerda de otro momento bastante peculiar. Ese en el que desciendes por el interior del tronco de una seta gigante aún más hacia las profundidades de Lordran, hacia una especie de cueva de techo infinito y aguas no muy tranquilizadoras en la que Digimons con cabeza de ostra intentan arrancarte la tuya. Ese lugar es, genuinamente, el sitio más horripilante en el que he estado nunca: no sólo estás lejísimos de la salida al aire libre, sino que la sensación de estar en una playa caribeña le da un toque de uncanny valley que hace que sea aún peor ver cómo el agua se extiende en todas direcciones y el techo parece no existir más que como una lápida conceptual enorme y asfixiante.
Tampoco ayuda el hecho de que tu imaginación, algo estimulada a esas alturas por, digamos, los dragones hechos de dientes (en serio, alguien debería hablar con los creadores... normal, lo que se dice normal, no lo es, la verdad), las setas que también parecen Digimons y una mariposa gigante que lanza rayos mágicos por las antenas, empiece a imaginarse las maravillas biológicas que deben esconderse bajo esas aguas infinitas, oscuras y de un azul del color que en Dark Souls se entiende como 'azul agua'. Peces que harían que los peces abisales se subieran a un ascensor, esto... rapidito. Pero RAPIDITO. Peces que harían que tuvieras que volver a buscar en la Wikipedia la definición de la palabra 'pez'. Esto es Lordran, un lugar en el que la evolución parece no haber seguido la adaptación al medio como guía sino haberse alquilado la colección completa de monster movies serie B de los años 80 y haber dicho: 'Vale, pues de esto voy a ir tirando, ¿eh? Porque eso de variar la forma del pico en función del alimento no es nada cool'.
"Dark Souls ciertamente consigue dar miedo. Y si no dar miedo, desde luego provocar paranoia. Sensación de peligro. Claustrofobia."
Pero divago. Normal, por otra parte, porque Dark Souls es un juego de divagar bastante. Crees que todo va bien y de pronto... ¡JÁ! Hombres-cobra hechiceros. Hidras. Las ranitas de las que hablaba antes, de las que me niego a escribir porque nada más pensar en ellas ya me entra el pánico. DE VERDAD. Gigantes de cristal. Lobos con espadas entre los dientes rollo Princesa Mononoke pero con bastante más maldad. Árboles asesinos. Gigantes herreros (a los que puedes matar por accidente y quedarte sin la posibilidad de fabricar armas legendarias. Que es una posibilidad. No, yo no lo he hecho. ¿Por qué?). Un clan de asesinos vestidos con túnicas blancas salidos de un videoclip de Bonnie Tyler que te retan a un combate mortal sobre las vigas de una catedral gótica. Divago otra vez.
La verdad es que resulta harto complicado hablar de Dark Souls de forma coherente. Podría hablar de cómo este juego es la aventura definitiva, de cómo consigue hacer que olvides el mundo real y sólo intentes que no te arranque la cabeza por trigésimosegunda vez un Caballero Negro. De cómo pasé 60 horas de mi vida jugando y aún hoy pienso en él y me doy cuenta de lo mucho que me apetece volver a jugar. De cómo no tiene historia... ni la necesita.
Podría hablar de hasta qué punto el Mundo Pintado de Semiramis es un lugar terrorífico. De por qué los bugs, glitches e irregularidades en el framerate al final no tienen ninguna importancia. De la genialidad del sistema de control. Del soberbio diseño artístico. De los gráficos opresivos y de El Greco. Podría hablar de Dark Souls durante horas. Sin embargo, al igual que una noche tomando unas cervezas con un grupo de amigas y amigos nos dimos cuenta de hasta qué punto era genial Pulp Fiction tras estar hablando sobre ella casi toda la noche, creo que lo mejor que puede decirse del Dark Souls es precisamente esto. Y eso sin ni siquiera haber llegado a mencionar que me parece el mejor juego de esta generación. Palabras mayores, existiendo Portal 2.
La Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de Lordran quizás no sea el lugar con el ambiente más universitario, pues. Pero que esté vacía es lo que hace que jugar a Dark Souls sea una experiencia tan tremendamente satisfactoria. Porque... ¿Qué gracia tendría debatir con los Caballeros Negros acerca de por qué no tienen que matarte otra vez?