Análisis de Deadlight
Gimme Shelter.
No es casualidad que en los títulos de crédito de Deadlight los componentes del estudio madrileño Tequila Works den un agradecimiento especial a Eric Chahi, Jordan Mechner y Paul Cuisset. Hay quien verá en él la alargada sombra de Limbo (uno de los juegos indie más destacados de 2010 y un referente también en Xbox Live Arcade), pero lo que realmente se respira en este apocalipsis zombi es una auténtica devoción por el mítico triunvirato que encumbró a esos tres desarrolladores a finales de los 80 y principios de los 90: Another World, Prince of Persia y Flashback, respectivamente.
Con ellos y con el nunca suficientemente recordado Heart of Darkness comparte esa cinemática combinación de plataformas y puzzles basada en una pura mecánica de ensayo-error, que requiere un ejercicio de paciencia por parte del jugador para aprender dónde están las trampas y cómo superarlas hasta llegar al siguiente checkpoint. No es especialmente frustrante ni difícil (excepto en alguna secuencia del segundo acto), pero sí que provocará que veas la pantalla de carga en más ocasiones de las que te gustaría. Lo que sí varía respecto a toda esa amalgama de influencias clásicas es un mapeado completamente lineal carente laberintos y casi sin exploración, algo que se echa ligeramente en falta.
Deadlight es, ante todo, la historia de Randall Wayne, un superviviente a una hecatombe apocalíptica que recorre una ciudad de Seattle reducida a escombros evitando a grupos de muertos vivientes (aquí llamados 'sombras') en busca de su familia. Es también una introspectiva historia de tintes trágicos ambientada en 1986, que desemboca en un final algo previsible (especialmente si ya has visto cierta película de Frank Darabont) pero que igualmente te pega un puñetazo en el bajo vientre antes de que echen a correr los títulos de crédito.
Aunque el componente principal son las plataformas y los puzzles (menos complejos de lo que nos hubiese gustado, la verdad), Randall también se verá obligado a echar mano de algunas armas en momentos determinados. Tanto el hacha, que podemos usar para el cuerpo a cuerpo (poco recomendable, puesto que las sombras no sólo son bastante resistentes, sino que hay que cercenarlas cuando caen al suelo), como la pistola y la escopeta se pueden usar para romper algunos elementos del escenario y abrir el camino. El caso es que el combate está muy bien medido: te mantiene en un constante estado de nervios y consigue con éxito transmitirte una incómoda sensación de impotencia cuando te rodean tres o más enemigos.
El control es por lo general bastante fluido, aunque en ocasiones los saltos para agarrarse de los salientes no acaban de ser completamente fiables; puede que sea consecuencia del paso de la precisión al pixel de Prince of Persia a los polígonos del Unreal Engine 3, pero es casi inevitable sufrir alguna que otra muerte estúpida por culpa de ello. Lo que sí se implementa con más acierto son algunos de los conceptos que introducía el I Am Alive de Ubisoft para enfatizar la sensación de supervivencia, como el cansancio (tanto para correr o mantenerse colgado de una cornisa como para blandir el hacha) o la escasez de munición. Son pequeños detalles que no sólo le sientan de maravilla la fórmula original, sino que además contribuyen a aumentar un poco más la tensión al jugar.
En lo audiovisual también hay influencias variopintas, pero es imposible no caer rendido ante los encantos de un trabajo excepcional por parte de los diseñadores de Tequila. De Limbo recoge el peculiar juego con sombras y siluetas, mientras que en los fantásticos y detallados fondos parece haber algo de la poco saturada fotografía de Javier Aguirresarobe en The Road (cinta y libro -de Cormac McCarthy- con los que comparte paralelismos en cuanto a su ambientación post-apocalíptica). Lo verdaderamente importante es, quizás, que todo ello se adapta como un guante a la narrativa: los tonos fríos y apagados no hacen sino remarcar lo depresivo y solitario de un mundo hecho añicos. La música pasa más desapercibida, aunque también hay que reconocerle un nivel francamente alto.
Es una lástima que todo eso acabe sabiendo a poco, porque Deadlight es un juego corto, muy corto. La primera partida apenas superó las dos horas, y después de eso me bastó con dedicar hora y media más para encontrar los pocos coleccionables que me había saltado y conseguir los cuatrocientos puntos de logros para el Gamerscore. Llegados a este punto queda el recurso del speedrun para reducir tiempos y subir puestos en las clasificaciones globales, pero en la práctica es un elemento anecdótico que atraerá a pocos jugadores. Los coleccionables, al menos, son bastante interesantes: los retazos que recoge Randall durante la aventura contienen bastante información adicional sobre la historia, y también hay tres maquinitas LCD con minijuegos retro (una de ellas, por ejemplo, se basa en Greenhouse, una de las mejores Game & Watch de dos pantallas que lanzó Nintendo a principios de los 80).
Pero pese a su corta duración Deadlight es una experiencia bastante recomendable. No es que sea precisamente un renovador soplo de aire fresco, pero sí un sólido videojuego que recupera mecánicas clásicas con acierto y las envuelve con un fantástico componente audiovisual y una historia atractiva. Su brevedad y algunos defectos lastran el resultado global, pero aún así es probablemente lo mejor que nos va a dar esta temporada del Summer of Arcade de Microsoft.