Análisis de Death Stranding
Vivir para siempre.
"Vamos a morir, y eso nos convierte en afortunados. La mayor parte de la gente nunca morirá porque nunca llegará a nacer. Las potenciales personas que podrían haber estado aquí en mi lugar, y que sin embargo nunca verán la luz del día superan en número a los granos de arena del Sahara. Ciertamente estos fantasmas no nacidos incluyen poetas más grandes que Keats, y científicos más grandes que Newton."
Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow.
Siempre le he tenido miedo a la muerte. Desde que tengo uso de razón la he sentido cercana, como una certeza amenazante y macabra que tan solo esperaba el momento oportuno para destruirlo todo y acabar dándome la razón. He tenido la suerte de no cruzarme en su camino demasiadas veces, pero cada una ha supuesto un peso, un fantasma, el recordatorio cruel de que más tarde o más temprano todo se acabará. La he sentido acecharme en cada pinchazo en el pecho, en cada sacudida a miles de metros de altura, en cada visita rutinaria al doctor. Siempre le he tenido miedo a la muerte, aunque quizá solo tenga miedo, sin más. Quizá simplemente sea un cobarde.
O quizá solo me asuste estar solo, porque la muerte es la soledad, infinita y hasta el fin de los tiempos. Dejar de existir implica, supongo, echar demasiadas cosas de menos, y abandonarse a una nada que simplemente no sé procesar. Esta misma mañana leía la historia de una anciana que había muerto hace quince años y cuyo cadáver había sido descubierto sentado en el baño, a solas, sin que nadie hubiera reparado en su ausencia durante todo ese tiempo, y en el fondo eso es lo que más me aterra: no haber hecho suficiente, no haber tocado a suficientes personas, ser olvidado.
Supongo que por eso Death Stranding me ha golpeado de esta manera, agarrándome de lo más profundo del alma y dejando un inmenso vacío al final. Un final que por supuesto no revelaré, porque es lo que toca y porque odiaría arrebatarle un momento así a nadie. Por supuesto que hubo lágrimas, pero sobre todo un inmenso y eterno agradecimiento. Es lo que pasa cuando alguien te da esperanza.
Pero no es una esperanza vacía, no es esa vida después de la muerte con la que juguetean el misticismo y la religión. Aquí no hay promesas del más allá ni un cómodo salvavidas al que agarrarse, y si el texto se adentra en lo sobrenatural con la frecuencia con la que lo hace es solo para tender puentes, para establecer paralelismos, para demostrarnos de una y de mil maneras que lo importante es pasar a la acción y poner nuestras cosas en orden. Para hablarnos de la vida, de la muerte, de la pérdida, de la culpa, de la paternidad y el inexorable paso del tiempo, retorciendo sus significados constantemente y vomitando conceptos de una profundidad salvaje con una frecuencia que en sus primeros compases incluso llega a abrumar.
Y eso es lo formidable: que no pierda el hilo nunca, que de alguna manera se las arregle para conectar todo lo que propone, que aterrice idea tras idea durante decenas de horas (cuarenta y seis en mi caso al alcanzar los créditos finales, y podrían haber sido muchísimas más; que nadie sueñe con dar carpetazo a esto en un fin de semana) sin que ese inagotable torrente de creatividad de señales de agotarse nunca. Death Stranding es, ante todo, una muestra más de que su padre no está donde está por casualidad. Y van unas cuantas.
Como es natural todas estas ideas se organizan en torno a una trama con todas las señas de identidad que uno podría esperar de un tipo como Kojima, y quienes se aproximen al juego esperando un nuevo culebrón de tintes filosóficos protagonizado por personajes estrafalarios e inolvidables no deberían dejarse asustar por todos esos chistes sobre repartidores de Glovo. Esta vez no hay vampiros ni ninjas, pero todo lo demás está ahí, y aunque resulte entretenido jugar a identificar los paralelismos con Metal Gear (el diseño de algunos menús, su insistencia en diseminar información crítica a lo largo de decenas de emails que bien podrían haber sido cintas de cassette o esa aparente fascinación por lo militar que solo sirve de vehículo a un furibundo antimilitarismo, por ejemplo), nada de eso es verdaderamente importante. La trama serpentea cuando debe serpentear, las revelaciones se van sucediendo a buen ritmo y sobre todo de cara a su tercio final el juego no duda a la hora de plantear cinemáticas de las de sofá y mantita, pero lo realmente deslumbrante es su manera de manejar los símbolos.
Son los hilos, los palos, las cuerdas, la lluvia, la muerte, la playa. Es la explosión que arrasa con todo pero también puede significar un comienzo. Es una mano recortándose contra otra, son los espejos, el paralelismo y las sombras, es ese cordón que une a la madre y al hijo y esa cicatriz que le niega su forma a un ombligo. Es, en definitiva, esa coraza que todos llevamos para impedir que nadie nos toque, y también para protegernos del paso del tiempo. A un nivel puramente formal el juego es arrollador, y sin duda cuenta una historia fantástica, pero es al observar como encajan todas estas piezas, todos estos símbolos, cuando nos damos cuenta de su verdadera grandeza y de su ambición sin medida.
Death Stranding es una historia sobre la conexión en la que todo está conectado, es un manojo de significantes desbordante de significados y es, sobre todo, una prueba muy dura para quien venga después, porque tras terminarlo cuesta no ver el resto de guiones a los que nos ha acostumbrado el medio como las fantasías de un puñado de críos. A nivel narrativo Death Stranding es la obra de un genio, uno desesperado por hacernos entender que las segundas oportunidades existen: están en nuestra capacidad de crear vida, y en los vínculos que seamos capaces de formar con quien nos rodea. Por eso hablaba antes de esperanza, y siento en el alma no poder contaros aún más.
"En el mundo más frio, con el corazón más cálido,
Have Heart, The Unbreakable.
él se avergüenza de lo que tú consideras difícil.
Él es la persona que no ves en el espejo."
De ahí su fenomenal impacto en mi caso, aunque entiendo que no procedería del todo pararme a explicar los motivos personales por los que un mensaje así me ha abierto el pecho en canal. Sí diré que no es la primera vez que me pasa, y por eso no he podido evitar acordarme de Journey, otro juego que me cambió la vida. Puede que suene grandilocuente, pero ese tipo de cambios no tienen por qué tener que ver con raparte la cabeza y donar todas tus pertenencias terrenales al Ejército de Salvación; también es posible influir en la vida de las personas de manera sutil, poquito a poco, y siempre he pensado que el arte que realmente tenga intención de merecer tal nombre debe funcionar así, como una sucesión de pequeños impactos con los que el artista deja una huella en cada persona a la que consigue alcanzar.
Como una serie de vínculos, de conexiones. Como enseñanzas pequeñas o grandes que van a acompañarte para toda la vida, que en el caso de Death Stranding no hacen sino reforzar las que ya nos dejara el título de Thatgamecompany. La primera, y quizá la más importante, es que no hay que tenerle miedo a la muerte. Es muy complicado vivir de verdad pensando en cuando dejarás de hacerlo. Es muy difícil disfrutar del camino cuando solo piensas en su final.
Porque en el fondo a este mundo venimos a intentar dejar un recuerdo bonito y mientras tanto, si se puede, a disfrutar de las vistas, dos filosofías de vida que Kojima hace carne en la forma de un componente jugable que constantemente trabaja al servicio de su mensaje, y que si resulta arisco, si se toma su tiempo, si apuesta de una manera suicida contra la paciencia del jugador es solo porque lo necesita: porque tenemos que haber sufrido, porque tenemos que estar implicados, porque esa América reunificada tiene que haberse construido sobre nuestro sudor y las suelas desgastadas de nuestras botas para que lo que intenta transmitir funcione. Para que la recompensa llegue. Nadie se acordaría de Forrest Gump si solo hubiera corrido hasta el final de Greenbow, Alabama.
Y aun así es inútil negar la evidencia: Death Stranding es, en la abrumadora mayoría de su tiempo total de juego, un simulador de repartir paquetes. También veo ridículo centrarse en ello, de la misma manera que sería absurdo reducir Braveheart a una película sobre gente que se lava poco el pelo y queda en descampados para partirse la cara. Es cierto que somos un mensajero, y también que nuestra principal misión es ir alcanzando distintas instalaciones con nuestra carga a cuestas en un eterno viaje hacia el oeste con el que volver a coser los pedazos de los extintos Estados unidos, pero el destino solo es un pretexto.
En la aventura de Sam, en su constante enfrentamiento contra el territorio y los elementos, lo importante siempre es el trayecto. Ese trayecto que otros juegos y otras franquicias se han empeñado en ningunear, presumiendo siempre de vastísimos mapeados que no pasaban de funcionar como un inmenso menú que conecte los tiroteos y las carreras de buggies. Como una colección de trámites que superar antes de que llegue la acción, pero aquí el viaje nunca es un trámite. Death Stranding no es un mundo abierto, es un mundo, con todo lo que ello implica, y es la posibilidad de recorrerlo lo que te intoxica, lo que te obsesiona y lo que hace que siempre quieras volver. Supongo que por eso no he utilizado el viaje rápido una sola vez. La posibilidad está ahí, pero siendo sinceros me parece una ordinariez.
Y me vais a perdonar que hable de nuevo de sensaciones, pero creo que es lo que toca cuando hablamos de un juego que trabaja de esta manera la introspección y los momentos de calma, las vistas espectaculares y las pausas para meditar. Death Stranding se juega así, a fuego lento, caminando y pasando tiempo a solas con uno mismo, y aunque es indudable que en este sentido el apartado técnico aporta lo suyo (y no hablo solo de gráficos de escándalo, sino de una inteligentísima iluminación de tono absurdamente realista que en ningún momento se deja tentar por la sobresaturación, el colorín fácil y el efectismo barato; visualmente es ante todo verosímil, y por eso resulta tan impactante), existen referentes menos avanzados en lo tecnológico. Son pocos, eso sí: Shadow of the Colossus, el mar en Wind Waker, quizá Zelda Breath of the Wild.
Y por los mismos motivos habrá gente a la que le resulte aburrido. Vaya por delante que lo comprendo, y que no quisiera que esto se confunda con algún tipo de elitismo ridículo: Death Stranding, o más bien los trayectos de Death Stranding, es decir, el núcleo central de su jugabilidad, es tan divertido como madrugar un domingo para irse a hacer senderismo, o como intentar vadear un río en verano acompañado de unos amigos. No es una cuestión de entenderlo o no. Simplemente no es para todo el mundo.
"Fallas el cien por cien de los tiros que no intentas.
Michael Scott
- Wayne Gretzky"
Aun así, permitidme una aclaración: cuando hablo de senderismo, hablo del tipo de excursión por la montaña que implica de cuando en cuando lidiar con campamentos de terroristas o con explanadas atestadas de espíritus. Son solo dos de las maneras con las que el juego intenta construir su tensión, y en este sentido diría que lo interesante está en las segundas. Y digo esto porque la acción en sí, porque esos encuentros con tipos armados que intentan robarnos la carga para seguir alimentando su insana dependencia a la aprobación (al fin y al cabo transportar cosas de un lado a otro es una fuente constante de likes, una nueva carga de profundidad de Kojima), no pasan de la anécdota y el aprobado ramplón.
Y aquí uno podría estar tentado de ser más papista que el papa, porque el asunto es que el juego gana con ello y no sería del todo marciano pensar en una cierta intencionalidad: Death Stranding no es un shooter, no quiere serlo, e incluso llega al extremo de plantear una justificación argumental más que convincente para que evitemos por todos los medios matar a nadie. Así, convertir los enfrentamientos armados en un mero trámite consigue de hecho que el jugador intente evitarlos, transformando esas zonas controladas por oponentes humanos en una pieza más del gran puzzle que implica todo desplazamiento. Sea como sea, se trata de situaciones que dudo ocupen más de un uno por ciento del tiempo total de juego; sea intencional o no, su impacto es muy olvidable.
Afortunadamente cuesta decir lo mismo de las segundas, de esos páramos y esas cumbres de montaña que acaban de concretar su sensación de amenaza constante cuando el Odradek, ese trasunto de parasol y mano robótica que llevamos fijado al hombro, comienza a girar de manera descontrolada avisando con sus pitidos de que ellos están muy cerca. Son los BTs, los Entes Varados, los espíritus de los muertos, y como es natural no vamos a desvelar el importantísimo papel que cumplen en el gran esquema de los acontecimientos. De lo que sí hablaré es de su fenomenal peso en el apartado jugable, de su manera de pintar este mundo con un tono especialmente oscuro de resignación, olvido y derrota, y de cómo su diseño y su mera existencia vuelve a sacar petróleo (de manera literal, a veces) de ese principio del terror que dice que nada es tan aterrador como aquello que no puedes ver.
Porque los Entes Varados en esencia son invisibles, y cada nuevo pulso de ese dispositivo que nos permite echar un fugaz vistazo tras la cortina de nuestro plano de la existencia revela además que no son particularmente agresivos. Raramente se mueven, casi nunca nos buscan activamente, y su papel suele reducirse a levitar sobre el terreno en una agonía infinita, delimitando los lugares por los que es mejor no pasar. Y aun así lo hacemos, porque la responsabilidad pesa y el destino está al otro lado. Lo hacemos sufriendo como sufren ellos, con el corazón en un puño y conteniendo la respiración (sí, también hay un botón para eso) incluso cuando las horas pasan y el juego nos brinda algunas maneras de hacer más llevadero el tormento.
Incluso cuando defendernos es una posibilidad real, incluso cuando esas granadas y esos proyectiles que en el fondo son la propia sangre de Sam (el simbolismo, de nuevo) permiten abrir un camino, la sensación de amenaza nunca pierde un ápice de intensidad. Y si lo hace es solo porque los BTs funcionan como los cuchillos recortados contra la mampara de una bañera, como la sangre perdiéndose por un desagüe; porque solo pierden presencia cuando aparecen de verdad en el plano, cuando metemos la pata y una marea negra de manos desesperadas nos hace tambalear y transporta a Sam a una suerte de combate final contra entidades algo más burdas que desde luego podrían haberse resuelto mejor. Por lo demás, estos episodios a medio camino entre el sigilo y el horror más visceral no son solo un contundente acierto, sino un nuevo vehículo al servicio de todos los temas que el juego quiere tocar: a fin de cuentas hablamos de almas atadas al mundo de los vivos por lo que no puede interpretarse de otra manera que como un vaporoso y malsano cordón umbilical. No creo que haga falta decir mucho más.
Como mucho, detenernos en un detalle: las sombras solo aparecen cuando se pone a llover, y en Death Stranding la lluvia es una sentencia de muerte que llena de arrugas la piel, carcome estructuras y contenedores y hace crecer y marchitar las flores en cuestión de segundos, porque la lluvia es el paso del tiempo. Entrar a analizar las implicaciones de todo esto a nivel de discurso es exactamente el tipo de berenjenal que quizá correspondería a otro tipo de texto, así que volvamos a centrarnos en lo eminentemente jugable: la lluvia atrae a los muertos, los muertos son un peligro, tras la tormenta siempre llega la calma. Y por eso hablaba de puzzles. Porque la meteorología también es cambiante, porque echar un vistazo a la previsión sobre el mapa es casi tan importante como elegir con cabeza la carga, y porque todos estos factores conforman una capa de estrategia, de planificación, que nos obligará a trazar rutas que aprovechen la orografía y a plantearnos si de verdad es posible cruzar sobre aquellas montañas. La alternativa bien podrían ser las minas de Moria.
Siempre lo es. Siempre podremos encontrar un camino, el mismo camino que recorrerán los que vengan después; paso a paso, zancada a zancada, nuestro progreso dibuja una senda en el barro que solo podrá borrar, de nuevo, la lluvia. La influencia en los otros, el paso del tiempo. Creo que fue el primer momento en el que no pude contener un aplauso.
Y así, con un plan más o menos factible dibujado en nuestra cabeza y la certeza de que todo se torcerá, ponemos un pie delante del otro, dando paso al hallazgo más relevante del que puede presumir Death Stranding: si el juego encierra una revolución jugable, si hay un género nuevo aquí, es el del walking simulator que realmente se preocupa por el hecho de caminar. Y la manera más sencilla de comprobarlo es volver durante un par de minutos a cualquiera de esos juegos en los que el personaje flota sobre el terreno, convirtiendo a este en absurdo ruido de fondo. En Death Stranding todo es peso, todo es tracción, y el simple hecho de progresar pesadamente por una ladera llena de piedras y barro, o el de plantar ambos pies en tierra al límite de tus fuerzas para evitar que la corriente te lleve río abajo sitúan al juego a un millón de kilómetros de sus supuestos parientes.
Pero no es solo la física, o la importancia del viento, o factores como la climatología extrema o la conservación del calor; son los momentos que Death Stranding construye con todo esto. Insisto en que habrá mucha gente que lo considere un coñazo, y eso está bien, pero en lo personal no cambiaría aquella hora larga que pasé combatiendo contra una cumbre con la nieve hasta la cintura por todos los tiroteos del mundo. Ni siquiera estoy seguro de que la persona que descendió después, con el sol en la cara y la música inundándolo todo, fuese la misma que comenzó el ascenso.
"Lo que las grandes compañías hacen es crear cosas muy pulidas que alcancen una audiencia lo más grande posible. Y la manera de conseguirlo es alisando todos los baches. Si hay una esquina afilada, te aseguras de que no vaya a hacerle daño a nadie si llega a toparse con ella. Esa creación de productos extremadamente resplandecientes y comerciales es lo opuesto a hacer algo personal."
Jonathan Blow, Indie Game: The Movie
Fue otro momento de esperanza pura, una sensación en la que el juego insiste una vez tras otra. No estamos solos, nunca vamos a estarlo, por más cumbres a las que nos arroje la vida la esperanza siempre estará en los demás. En esa estación de carga que encuentras cuando a tu exoesqueleto le fallan las fuerzas, y en el pequeño techito que alguien dejó en el camino para que esperes hasta que la tormenta se aclare. Esa es la esencia de un multijugador cuyo diseño de base derrocha ese tipo de elegancia que puede ser resumida en la servilleta de un burguer: América está rota, aislada, desconectada, ha perdido los vínculos que unían a unos con otros, y por eso el primer trayecto, el más duro, siempre vamos a hacerlo solos, meditando en lo que sucede cuando te alejas de los demás. Entonces finalizaremos un nuevo encargo, conectaremos un nuevo nodo, y esa red que debería unirnos a todos de nuevo se expande y te deja ver lo que te estabas perdiendo: las cuerdas, las escalinatas, los puentes que ahora vadean el río en el que casi te dejas la vida e incluso las carreteras que cambian por completo el entorno y convierten el viaje de regreso en una cuestión trivial. Y todo es obra de la gente, eso es lo mágico.
También es lo que te impulsa a tomar parte activa en un proceso de reunificación que tiene menos que ver con el argumento en sí y más con lo que está sucediendo ahí fuera, en su mundo, en la realidad. De nuevo narrativa y mecánicas entrecruzándose, peloteando sin descanso en un fuego cruzado en el que lo natural es querer implicarse. Nada nos obliga, y sería perfectamente posible transitar por el juego limitándose a aprovechar el trabajo de los demás, pero Death Stranding, como Journey, vuelve a demostrarnos que esa gente no existe.
Esa es la otra gran lección que comparten ambas obras maestras: la confianza, la fe ciega en el género humano, el poner todas las fichas en la casilla que dice que el mismo desinterés y la misma bondad elemental que lleva a alguien a construir un refugio es la que te obligará a devolver el favor, aunque en ocasiones implique llevar un poco más de carga (cada uno de los gadgets, desde una simple escalera hasta los módulos de construcción de estructuras, implica un sacrificio considerable en este sentido) y pelearse un rato con unos menús quizá demasiado ariscos que solo llegaremos a domar del todo con el paso de muchas horas.
El multijugador de Death Stranding simplemente no podría funcionar si no llevara razón, si esa confianza en sus jugadores fuera un error, y precisamente por eso lo hace a las mil maravillas. Porque se puede confiar en la gente. No hay otras motivaciones que la solidaridad, no hay ninguna recompensa explícita. Salvo una. Es el momento de hablar de los likes.
Un incentivo que se podría antojar ridículo, porque a todos nos gusta mucho echar pestes de Twitter y teorizar sobre esa aniquilación de todo lo que es bueno y sagrado a la que nos abocan las redes sociales, las mayores herramientas de comunicación que ha conocido la humanidad. Pero Death Stranding no es el cumpleaños de Dulceida. Death Stranding es un experimento, una tabula rasa, un espacio de colaboración en el que la vanidad queda fuera y ese pulgar arriba solo significa eso, el más puro y simple agradecimiento.
Es algo que llega de manera natural cada vez que un cordel de escalada te salva el pellejo y no puedes evitar recordarle al tipo que lo instaló que es una persona maravillosa, pero sus verdaderas implicaciones son mucho más ambiciosas. También recibiremos likes cuando decenas de personas decidan aportar materiales para hacer aún mas grande nuestra carretera, o cuando ese símbolo que reza "¡sigue adelante!" permita a un desconocido no solo recuperar el aliento con una sonrisa, sino también rellenar de golpe su barra de resistencia. Los recibiremos de otros personajes, por descontado, porque a Kojima sigue gustándole hacer ese tipo de diabluras con la cuarta pared, y también nos llegarán algunos cuando BB, ese pequeño bebé probeta que llevamos amarrado al pecho en más sentidos que el literal, se recupere de un susto o encuentre divertida la canción que tarareamos.
Y en ocasiones es complicado no emocionarse, porque al final estamos hablando otra vez de puentes, de vínculos más grandes o más pequeños, y de fugaces punzaditas de gratitud como la que sentimos al descubrir que ese paquete que en una ocasión perdimos ha pasado por siete manos y acaba de llegar a destino, o que esa escalera que nos jugamos la vida por instalar ha ayudado a tantísima gente. Esa es la escala, esa es la medida de todo el sistema, y esa parece la opinión de Kojima sobre la posibilidad de mantener conectada a toda la humanidad. Esperanza, esperanza, esperanza.
"Los compromisos y las votaciones por mayoría han privado al mundo de demasiadas grandes ideas. Mi intención no es crear algo que no pueda ser odiado; es crear algo que sea amado apasionadamente."
Hideki Kamiya, The Eyes of Bayonetta.
Aun así, no creo que sea necesario andarnos con paños calientes a estas alturas. Todo esto puede sonar fenómeno, pero según a quien le preguntes también podría resultar en una receta para el desastre, al menos en términos comerciales. Diría que Kojima lo sabe, es más, diría que parece disfrutar con ello, y precisamente eso es lo que más sorprende: su reticencia a la hora de aceptar compromisos, su sonora negativa a cualquier tipo de cordón de seguridad, y su predisposición a morir con su idea y las botas puestas. Como el propio Sam en muchas de sus travesías, aquí el creador se arroja colina abajo empujado únicamente por la esperanza de que habrá alguien al otro lado dispuesto a frenar su caída, e incluso llega al atrevimiento de plantear una estructura casi suicida.
Un reparto del tiempo que sitúa los momentos más áridos justo al principio, en un primer puñado de capítulos que parecen estar pensados para poner a prueba nuestra paciencia. Lo que quiero decir con esto es que el Death Stranding que ronda las treinta y cinco horas es mucho más amable y cómodo de jugar que el que ronda las dieciocho, y aunque insisto en que todo tiene sus motivos y sus porqués, creo que como poco hay que agradecerle a quien lo firma el compromiso y la valentía. El plantarle cara a los números. O al menos el hacerlo hasta su tercio final, un crescendo imparable en términos narrativos que sin embargo también nos hará lidiar con una selección de enemigos finales totalmente prescindibles y absolutamente mediocres. Es duro enfrentarse con ciertas cosas con el recuerdo de The End o Psycho Mantis en la cabeza. Aun así, y aunque sea tentador pensar en imposiciones externas, a la vista del resto del juego resulta difícil pensar en señores trajeados saliéndose con la suya.
Pero son solo anécdotas. De vez en cuando toca vivir una mala, porque es lo que tienen los viajes con los colegas. Me gusta pensar que en el fondo Death Stranding es eso, un amigo y kilómetros de carretera, la excusa perfecta para sacar brillo a ese CD que has grabado y pasarte la estación de servicio hablando de los actores y las películas que te molan. Kojima nos trata así con cada cameo, con cada canción de Low Roar que comienza a sonar mientras la luz se pierde por las montañas, y lo hace con el orgullo de quien nunca ha escondido que su propia obra es la suma de sus influencias.
De quienes han tocado su vida en unos momentos u en otros, ya sea con un libro, con una canción, con un consejo, con un mensaje de agradecimiento. Ese es su mensaje, que somos la suma de los demás. Eso es lo que hace que la rueda siga girando. Y por eso, porque somos el resultado de quienes nos han enseñado el camino, he querido apoyar mis propias palabras con las de aquellos que alguna vez me enseñaron algo. Otros genios que como Kojima han influido en mi vida, aunque al más importante lo dejo para el final. Alguien que nunca morirá, porque tocó demasiadas vidas. Alguien que dejó un vínculo que ni la lluvia podrá borrar. Va por ti, amigo mío.
"Quizá la nuestra sea una industria todavía en plena pubertad, pero los destellos de la excelencia y la profundidad empiezan a ser frecuentes, y quienes se empeñan en mantenerla encerrada en su cuarto lleno de pósters, entradas de conciertos y figuras de acción no podrán seguir ignorando este hecho por mucho tiempo más."
Fran Pinto, Pinjed.