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Análisis de Demon's Souls - El Souls más difícil ya no es el primero

Hay una epilepsia que es demonio, que es espírito.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Un remake espectacular, un clásico que sigue vigente, y un desafío al que los años y la experiencia quizá han hecho perder pegada.

Pasen los años que pasen dudo que olvide nunca el momento en el que me enamoré de los juegos de Hidetaka Miyazaki. Sucedió en lo más alto de la parroquia de los no muertos, sobre la irregular pendiente que formaban las tejas del edificio y frente al que yo creía el oponente más formidable que los videojuegos me habían arrojado jamás. Digo que tan solo lo creía porque la saga me enseñó más tarde, por las malas, que aquello era solo un aperitivo, y porque esa grotesca gárgola que me cortaba el paso en aparente soledad no era más que una broma pesada y unos ruedines de principiante. Todos sabréis lo que sucede un par de minutos más tarde y la manera en la que el juego parece disfrutar pisoteando tus ilusiones y haciéndote creer que has vencido, pero para quienes lleguen vírgenes a este texto solo diré que primero tocó fracasar. Una muerte, dos muertes, diez, veinte. Y tras cada una, un camino de vuelta colmado de vergüenza y de excusas, porque treinta años largos delante de una pantalla me habían educado a pensar así. Por eso no entendía nada. Porque no había una salida fácil, porque el juego no parecía dispuesto a mostrar piedad, porque una y otra vez se limpiaba el culo con mi rabia, mi angustia y mi frustración y me respondía con una sonrisa de suficiencia. Git gud, o la cosa se acaba aquí. No hay atajos, no hay clemencia. No puedes pasar.

Pero pasé. Pasé, y entonces toda esa rabia y toda esa angustia y toda esa frustración se convirtieron en júbilo y en un orgullo infinito. "Acabas de descubrir el verdadero significado de Dark Souls", sentenciaba mi compañero Jaime mientras me derrumbaba, exhausto, sobre la silla. Y no le faltaba razón. Dark Souls es eso, y todo lo demás es un decorado.

Dark Souls, Demon's Souls, Bloodborne, Sekiro, quien sabe si el futuro Elden Ring, deberían ser ante todo un desafío, un puñetazo en la cara y una catarsis, en ese orden inalterable. Deberían retarnos y llevarnos hasta el extremo, hasta un estado de foco y comunión con el juego que luego pueda explotar cuando por fin se termina el baile. Saber que lo que acaba de pasar ha sido mérito tuyo, que lo has conseguido a solas cuando ni tú mismo dabas un duro por la victoria, es una de las sensaciones más bonitas que puede proporcionar este medio, y por eso he decidido empezar por aquí. Porque Demon's Souls, o el Demon's Souls de Bluepoint, es un portento técnico, una lección de diseño, un fenomenal trabajo de restauración y en general es un montón de cosas que merecen reivindicarse, pero encierra muy pocos de estos momentos. Y no quiero decir con esto que sea un juego fácil, pero sí que intenta ser razonable. Y ese es su error.

Un error comprensible, en cualquier caso, porque es lo que tiene llegar el primero y porque la experiencia del jugador aquí no hace más que jugar en su contra, pero el asunto es que en Demon's Souls sí existen las salidas fáciles, o como poco sí es posible negociar una tregua que nos permita avanzar. Es el caso, por ejemplo, de esa estructura no lineal en la que profundizaremos más adelante, o de ese arsenal de hierbas curativas aparentemente sin límite, o de un sistema de magia del que, en un acertado homenaje al original, sigue siendo relativamente sencillo abusar. Cuando un jefe friega el suelo con nuestra cara no hay absolutamente nada que nos impida regresar un par de horas más tarde con una varita nueva y decenas de ungüentos o simplemente decidir tomar otro camino y dejarlo para la merienda, y ninguna de estas cosas sería un verdadero problema si al menos eso, lo de que frieguen el suelo con nuestra cara, sucediera con más frecuencia.

Como es natural me doy cuenta de que el asunto de la dificultad siempre es subjetivo, pero lo que intento decir es que hay literalmente cientos de horas de metraje publicado que atestiguan que servidor no es ningún virtuoso de todo esto, con lo que imaginaos mi sorpresa al completar el juego con un abultado contador de bosses despachados a la primera, un enfrentamiento final que me duró tres asaltos e incluso el primer no hit de mi vida en uno de estos enfrentamientos. Quizá por eso, por la ausencia de un desafío a la altura, me cuesta recordar muchos de ellos, y ese es el verdadero problema de la nómina de bosses de Demon's Souls: que casi ninguno se puede considerar memorable. Que no hay sorpresas ni giritos ni tipos que se levantan del suelo y te saludan con una nueva barra de vida y una nueva forma definitiva, algo con lo que ya contábamos y que vuelve a justificar de sobras su condición de pionero, pero tampoco sets de movimientos verdaderamente emocionantes o incluso diseños que se fijen en la retina. Hay muchos jefes, pero hay muy pocos recuerdos.

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Y es una pena, porque lo que desde luego sobran son las ideas, la mayor parte de ellas levantadas sobre una filosofía que bien podría ser la causante de esta agridulce falta de pegada: la del puzzle antes que el rival verdaderamente temible, la de levantar un muro de ingenio antes que otro de habilidad. La de querer ser una aventura gráfica a ratos, y plantear situaciones que realmente son irresolubles a no ser que estudiemos el escenario o deduzcamos que ítem en concreto equipar. Muchas de estas situaciones son realmente ingeniosas, por descontado, pero qué queréis que os diga: cambiaría cualquiera de estos acertijos por un Midir o una Friede enseñándome lo que vale un peine. Quizá el Flamelurker retenga algo de esa magia, de ese desesperado duelo entre iguales que se temen y se respetan, pero en definitiva hablamos de un bestiario que como mínimo demuestra que en este sentido la serie ha avanzado una barbaridad.

Pero no está todo perdido, porque esa tensión que no acaban de conseguir sus enfrentamientos de final de fase se ha extendido ahora a todo lo que viene antes y a todo lo que llega después. Salvando el nexo, ese remanso de paz y mercadeo de pedruscos que ejerce de vínculo entre los niveles, es muy complicado encontrar aquí un solo momento para la calma. Porque la fórmula Souls también es exploración, descubrimiento, entornos fascinantes que sin embargo están diseñados para matarte y pasillos angostos que recorrer con el culo muy apretado hasta atreverse a doblar la esquina, y en ese sentido el juego es un festival. Un festival, debo decir, por el que sorprendentemente parecen no haber pasado los años, y me atrevería a decir que el mérito no es solo de Bluepoint Games, sino de un dibujo inicial tan vigente como el primer día. Y de ahí la sorpresa: a Demon's Souls le precede una fama, la de ser tosco y obtuso y profundamente cabrón, que cuesta reconocer en lo delicioso de sus mapeados y en la vigencia de todas y cada una de las mecánicas que este remake se limita a traernos de vuelta. De hecho es relativamente frecuente sorprenderse con ejemplos de lo contrario, de conceptos que ya estaban aquí en febrero de 2009 y que otros títulos del estudio han copiado tal cual, incluso de maneras menos elegantes a veces. Ejemplos concretos no creo que deba dar, pero el asunto es que, llegando de nuevas y sin haber jugado en su momento el original, no me hubiera extrañado encontrarme un Dark Souls 4 serigrafiado en el lomo del juego. Y creo que es tranquilizador: quien esperase encontrarse aquí un juego roto, un torpe prototipo y una pieza con mero valor arqueológico puede respirar tranquilo.

A cambio, lo que tenemos es un Souls con su propia personalidad, y una colección de sistemas que se encargan de resaltarla y de asentar los cimientos de todo el fenómeno. Tenemos, por ejemplo, un juego en el que la muerte, el hecho de morir, es quizá más relevante que nunca, e implica consecuencias a corto y a largo plazo. Como de costumbre todo tiene su explicación desde el punto de vista de una narrativa y un lore quizá algo menos opacos que en los títulos que seguirían su senda, pero que vuelven a exigirnos prestar atención y apechugar con las consecuencias de nuestros actos. Como en Sekiro, como en Dark Souls 2, perecer tiene un impacto directo en el mundo y en nuestra propia barra de vida, y no saber gestionar con cuidado esa forma espectral y más débil que llega tras morder el polvo puede traernos verdaderos problemas. Así funciona el sistema de tendencias, un balance de luz y sombra que afecta a aspectos como la dureza de los enemigos y que llega a transformar físicamente los mapeados: quienes acepten la muerte y su precio prosperarán, mientras que insistir en burlarla a fuerza de ítems que nos devuelvan la forma humana podrían caer en una espiral de derrotas muy difícil de remontar. De nuevo la posibilidad de tomar atajos existe, pero el juego se encarga de recordarnos de una manera sumamente elegante que a veces no compensa optar por la salida fácil.

Pero estábamos hablando de personalidad y de cómo las mecánicas ayudan a moldearla, y de entre todas las que le son propias a esta primera aventura diría que la más determinante es la oscuridad. Menos explícita, menos basada en medidores, números y estadísticas, la oscuridad es simplemente un manto que inunda cada nivel construyendo un mundo opresivo y amenazante en el que frecuentemente la única línea que nos separa de la locura es la pequeña linterna que llevamos colgada del cinto. Demon's Souls entiende como pocos y trabaja como ninguno aquella máxima que dice que el enemigo más terrorífico es siempre aquel que no puedes ver, y por eso alcanzar esas siluetas que se recortan contra una antorcha o ese mar de ojos rojos que nos observan en lo más profundo de un pozo suele ser reconfortante a su modo: incluso el más cruel de los enfrentamientos es referible a la incertidumbre.

De vuelta a la exploración, esa casi omnipresente penumbra imprime al juego de un ritmo plomizo y malsano que se lleva de perlas con el diseño intencionalmente laberíntico de algunos niveles, caso de las galerías mineras de Stonefang o de una torre de Latria que sin duda merece su fama. Si Demon's Souls quiere transmitir algo es ante todo desorientación, es la sensación de verse superado desde el principio por un mundo en el que somos un cuerpo extraño, y quizá por eso ofrece siempre una escapatoria.

Una, dos, tres, y hasta cinco, porque así funciona una estructura no lineal que ya trabajaba con lápidas y puntos de teletransporte años antes de que Bloodborne fuera siquiera un boceto. La idea, un mundo fragmentado en niveles temáticos a los que el jugador puede acceder de manera directa desde un nexo que de nuevo recuerda en estructura y disposición al santuario del enlace de fuego, funciona a la hora de plantear varios frentes abiertos en todo momento y deja en manos del jugador elegir una ruta óptima en cada caso, aunque como ejercicio de diseño en bruto no puede compararse con la proeza que más tarde fue Lordran. En este sentido, en el de la percepción espacial prodigiosa y los pasadizos que se conectan como un milagro, a Demon's Souls vuelve a pesarle su condición de pionero, y donde Dark Souls maravillaba él se limita a cumplir. Es más fragmentado, menos ambicioso, más tradicional. Es el último corto resuelto a base de elipsis y contraplanos antes de atreverse con un largometraje en plano secuencia, aunque esto no quiere decir que no se aprecien ya brotes verdes, porque se nos olvida un detalle crucial: en Demon's Souls no hay hogueras.

O al menos no existen las intermedias, esas que sirven de respiro, parada y fonda antes de seguir aventurándose en el nivel. En Demon's Souls, o mejor dicho en cada uno de sus niveles, existe un principio, un final, y un formidable laberinto que los separa. Y saber aterrizar algo así no es fácil. Que el juego pueda manejar esto, que sus mapeados sepan absorber semejante órdago y vayan desdoblándose como lo hacen, que su inteligentísimo juego de atajos sepa hacernos avanzar casi de la misma manera hace que resolver esto a base de puntos de guardado discretos casi parezca una ordinariez, y sin duda es un presagio de lo que estaba por venir más tarde.

Suena despiadado porque lo es, y de ahí que toque celebrar que se haya reunido el valor de conservarlo tal cual. En otras manos, y con la presión de echarse a la espalda un catálogo de lanzamiento obligado a gustar a todos, este remake bien podría haberse convertido en un rosario de metas volantes artificiales y demás guiños a los jugadores menos pacientes, y en su lugar lo que Bluepoint ha entregado es un trabajo de actualización valiente y profundamente respetuoso en el que el santo y seña parece haber sido simplemente el sentido común. El buen juicio a la hora de preservar lo que ayuda a construir una filosofía y un tono, sí, pero también el de cortarle la cabeza sin miramientos a limitaciones que solo eran eso: limitaciones. Mal que le pese a determinado tipo de fans, la necesidad de regresar al nexo para desprenderse manualmente de los objetos que nos sobran en el inventario no aportaba absolutamente nada más allá de un quebradero de cabeza absurdo, y por eso está fuera: porque estos juegos se basan en el desafío, la severidad y en un particular sentido de la justicia, no en putear al jugador porque sí. De la misma manera dudo que nadie eche de menos las hitboxes imprecisas y ocasionalmente injustas del original más allá de la pose, y por eso me veo obligado a volver a detenerme aquí. Porque hay un motivo por el que hasta ahora no he hablado de gráficos.

Que son deslumbrantes es algo que salta a la vista, y en absoluto quisiera desmerecer el mérito que tiene plantear algo así sobre la base de un juego en el, de nuevo, se ve tan poco. Demon's Souls es todo lo contrario del espectáculo, es un juego de pasillos angostos y torreones quemados, es charcos, ruinas, decadencia y oscuridad, y aún así el estudio se las arregla para convertir todo esto en una ventaja, en un motivo sobre el que crear. En un constante juego de contrastes en el que la iluminación es siempre sutil, en el que los rayos de luz se cuelan por una grieta y perfilan al enemigo, en el que las imponentes escalinatas abandonadas de una capilla nos conminan casi físicamente a volver sobre nuestros pasos. En lo técnico y sobre todo en lo artístico el Demon's Souls de Bluepoint es un juego de otro planeta, pero sería un error quedarse solo en el decorado. La nueva generación debería ser algo más, y si este remake es un paso en la dirección correcta lo es, ante todo, por poner su tecnología al servicio de las sensaciones.

Y con esto no estoy hablando exclusivamente de DualSense, aunque el dispositivo milagroso de Sony aporta lo suyo y no sabría determinar con exactitud hasta qué punto mis ganas de comenzar ahora mismo una nueva partida se deben a esa deliciosa vibración que recorre toda tu mano cada vez que conectas un tajo. Supongo que es un mérito compartido con el sonido del metal retumbando contra un escudo, con el eco perdiéndose en las paredes de piedra, con una detección de impactos deliciosamente precisa y con unas animaciones cuidadas hasta el extremo que saben transmitir peso sin limitar nuestros movimientos. Supongo que, como siempre, todo está en el combate. En ese uno contra uno que puede suceder en lo más alto de una torre o en lo más profundo del mismísimo infierno al son de una música atronadora y con lenguas de fuego resquebrajando la arena, pero que también puede darse en un patio cualquiera y contra un soldado cualquiera.

Es una lástima que en esta ocasión el juego no haya sabido crear más momentos como los primeros, pero en el fondo toda la épica que necesitamos está en los segundos: en estudiar al rival, en esquivar, rodar, buscar un hueco en la guardia y atreverse a atacar con todo. Demon's Souls, o este Demon's Souls en concreto, es el juego que mejor ha sabido capturar ese momento y la cumbre a nivel de game feel en toda la historia de la franquicia, y por eso reducir su valor al de una mera pieza de museo me parecería una falta de educación.

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