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Análisis de Déraciné

El alma negra.

From Software nunca ha regalado nada: en esta ocasión el premio es la narrativa, y la penitencia lidiar con todo lo demás.

Estar encasillado es jodido. Es un fenómeno especialmente ingrato porque suele tener que ver con la implicación, con los resultados, con el fruto inolvidable de un trabajo bien hecho y su huella en la memoria del público, un público que sigue empeñándose en echar por tierra tus trabajos más serios porque eres Jim Carrey y a las películas de Jim Carrey uno va a echarse unas risas. Por eso todos seguimos buscando trazas de Forrest Gump en cada papel que interpreta Tom Hanks, por eso Joe Pesci parece haber nacido exclusivamente para perder los papeles de manera violenta y por eso Jennifer Aniston lleva doscientas comedias románticas siendo Rachel; por eso, de vuelta a los videojuegos, los firmantes de un título tan rompedor en lo conceptual como fue Mirror´s Edge siguen siendo conocidos como esos suecos que hacen Battlefields y motores gráficos. Es un ejemplo cualquiera, pero desgraciadamente no es el mejor.

Y digo esto porque From Software es, probablemente, el estudio más encasillado del mundo.

Es una fama que se han ganado a pulso, esto no lo duda nadie, pero también el precio a pagar cuando te atreves a crear algo nuevo. Una escuela, un referente, una manera distinta de entender el rol, la narrativa, la acción y el castigo cristalizadas en una serie de sombra demasiado larga como para escapar. A veces incluso dudo que quieran hacerlo porque el equipo de Miyazaki parece encontrarse a gusto refinando su propia fórmula hasta el extremo, pero cuando aspectos a priori tan granulares como el sistema de respawn de tu próximo proyecto se convierten en un asunto de estado las alarmas de la bancarrota creativa deberían empezar a sonar. Quizá la palabra bancarrota sea demasiado dura, porque sus juegos siguen siendo catedrales y no dudo que Sekiro mantendrá el nivel, pero un creador honesto solo puede plagiarse a sí mismo un número finito de veces y llega un momento en la vida en que te hartas de tocar Creep.

Déraciné es ese momento, o al menos estaba llamado a serlo. Condiciones las tenía todas, o al menos sobre el papel: Miyazaki a la batuta, una ruptura total con ese bucle de hogueras, almas y espadas bastardas al que el estudio parecía inevitablemente ligado y la posibilidad de explorar una frontera tan jugosa en lo narrativo como la Realidad Virtual. De ahí, quizá, una declaración de principios tan contestataria, tan militantemente alejada de los conceptos que el fan daría por supuesto; de ahí un documento de diseño que ignora pilares como la acción, el reto o la propia muerte, y los sustituye por niños correteando por un colegio. Déraciné es un juego de exploración, una experiencia pausada y amable que sin duda tiene más que ver con Tacoma o Gone Home que con las fauces abiertas del estómago de un dragón, pero cuando uno a sobrevivido a ciertos infiernos se hace condenadamente difícil no obsesionarse con las referencias. Como sucedía con Forrest Gump.

Adelanto desde el principio que soy el primer culpable. De hecho he de reconocer que me había planteado el pequeño reto estilístico de terminar este análisis sin mencionar a la saga madre una sola vez, una empresa que iba tornándose más y más complicada con cada acorde de piano, cada nuevo acertijo en la forma de una nota garabateada con prisa y cada figura mortecina pero pacífica, de esas que siempre parecen esconder un terrible secreto. Déraciné, es cierto, exhibe una refrescante ausencia de esqueletos blandiendo armas oxidadas, pero Dark Souls es mucho más que eso. Y como ya lo he dicho, por qué parar: hay Dark Souls en su arquitectura, en su manera de conectar espacios y otorgar presencias, aunque sean las de una ominosa sala de música o un inocente comedor colegial; lo hay también en su ambientación, en su lejanía, en esa aparente calma que hiela la sangre y en el lento palpitar de un mundo que parece muerto aunque lo recorran niños que persiguen a un gato; hay Dark Souls, ante todo y por encima de todo, en la cadencia al narrar una historia rota a pedazos que no está dispuesta a regalarnos nada. Una historia, una narración, una búsqueda constante de partes que le den sentido al todo que se erige pronto como el pilar de la experiencia entera, y que explota al final con un golpe de genio ante el que solo cabe arrojar los controladores de movimiento al suelo y aplaudir enfervorecido. Ojalá todo lo demás estuviera a la altura.

Pero ya habrá tiempo de hablar de malas noticias. Sentemos primero las bases: Déraciné, además de lo anteriormente citado, es una historia de espíritus, o de un espíritu en particular, un jugador cuya espectral figura y su capacidad para alterar sutilmente el mundo de los vivos se convierten en la pieza pivotal de las vidas de los habitantes del internado, un grupo de huérfanos y un viejo director que se abren a nosotros con ritmo pausado, desvelando puzzle a puzzle y pieza a pieza su papel en los acontecimientos. No es un esquema esencialmente nuevo, y en lo jugable sería relativamente sencillo mencionar de carrerilla unos cuantos ejemplos de juegos construidos alrededor de una localización, un ambiente y los ecos de quienes lo habitaron, pero el juego sabe labrarse una personalidad a golpe de personajes que dejan huella y sobre todo de particularidades que lo alejan de la aventura de exploración promedio.

Quizá la más evidente sea su tratamiento del tiempo, un asunto capital del que no revelaré demasiado (la cosa tiene su miga, sobre todo de cara al sobrecogedor final) pero que por lo pronto define la jugabilidad al situarnos en un plano diferente, un lugar en el que nada transcurre, un devenir de pasillos y dormitorios poblados de figuras congeladas y también de siluetas incorpóreas que representan el pasado inmediato, aportando contexto e información: uno de los pequeños puede yacer febril en la cama, pero a la vez mostrar su figura unos metros atrás, acarreando unos cuantos libros o mirando despreocupado por la ventana, y saber leer adecuadamente estas cadenas de acontecimientos es clave para el progreso.

Por otro lado, y creo que hay un hallazgo mayor aquí, los habitantes del colegio son plenamente conscientes de nuestra intervención. Somos una presencia que todos sienten, una entidad de la que se habla en voz alta y a la que se le confían secretos, un espíritu gentil que ha venido a ayudarnos, por utilizar sus propias palabras, y aquí es donde la realidad virtual golpea como una maza: dividiendo el mundo a ambos lados de una pared de cristal, permitiéndonos interactuar solo hasta cierto punto, convirtiendo el teletransporte de punto a punto en algo natural y lógico, sellando el sortilegio de estar sin estar. Hay pocas maneras de aprovechar mejor una tecnología imperfecta.

Es, como decía, solo uno de los detalles de clase de un juego furiosamente experimental que cuando acierta lo hace con todas las consecuencias, y que siempre saca rédito narrativo. En lo temático, en lo emocional, en las dudas que plantea y las lecturas que facilita Déraciné es un tour de force que trata con la misma falta de reparo temas como la pérdida, el duelo o la responsabilidad por los propios actos, y que hace todo esto poniendo en solfa convenciones como la agencia del jugador y lanzando guiños a otros pilares temáticos de la saga Souls que no revelaré porque no soy ese tipo de malnacido. Es algo así como un Edith Finch gótico, un juego obsesionado con la muerte y las consecuencias al que apetece escribirle cartas de amor, salvo por un pequeño detalle: Déraciné falla con la misma contundencia que acierta, y el resultado es, también, un juego mortalmente aburrido.

Entiendo que son dos posiciones difíciles de casar, pero es lo que sucede cuando edificas tu rascacielos de la narrativa de vanguardia sobre las bases de un videojuego mediocre. Los cimientos son importantes, y en este caso lo que hace tambalearse al conjunto es la repetición ad infinitum de una mecánica tan trepidante como perder las llaves del coche: Déraciné cuenta un montón de cosas, pero lo hace siempre tomando como vehículo la batuta que alguien olvidó en un rincón, la notita que sobresale de un bolsillo apenas visible, la pieza crucial que por algún motivo uno de los niños esconde bajo el sombrero. Es la otra cara de la moneda de su coqueteo con lo virtual, la interpretación ahora tosca y fallidamente efectista de una tecnología que debería sorprender porque podemos abrir cajones con las manos o frotar un arco contra un violín y que este, en efecto, suene. Así, y pese a tener sentido en lo conceptual, sus puzzles se convierten en un eterno ir y venir a la caza de la pieza que nos falta, algo especialmente grave cuando el juego decide que sería buena idea hacernos localizar cinco botecitos de especias con los que arruinar el estofado, u ocho monedas que los niños han escondido en los sitios más peregrinos. En un momento concreto, y tras dar por fin con la manera de acceder a una caja de música clave para progresar, dos de ellos comentan entre susurros que faltan un par de engranajes para que funcione, y que esperan que eso no enfade al espíritu. Siento decepcionarlos.

Y ya está. No hay nada más. De cuando en cuando el juego plantea tímidas alternativas basadas en un par de anillos que el espíritu lleva siempre consigo y que permiten manipular las energías de la vida y el tiempo, pero suena más impactante de lo que es: son momentos totalmente anecdóticos desde el punto de vista jugable, y en el fondo no dejan de basarse en la búsqueda, otra más, del objeto exacto sobre el que interactuar. Buscar, buscar y volver a buscar: así es Déraciné en lo estrictamente mecánico, un carísimo y extremadamente repetitivo escondite digital que además tiene que lidiar con la paupérrima implementación de un control por movimiento (el uso de un Playstation Move en cada mano es obligatorio) que hace las mismas aguas que siempre y de un sistema de movimiento limitado basado en ángulos de giro y puntos de avance automático que, insisto, consigue justificar en lo narrativo, pero que pese a no marear sigue sonando a capitulación.

Y si suena durillo, imaginad enfrentaros a esto una y otra vez, porque salvando alguna excursión estrechamente ligada a acontecimientos que no revelaré la mansión es el único escenario disponible. Un escenario por el que progresamos temporalmente, saltando a una fecha distinta con distintas puertas cerradas cada vez que alcanzamos un hito en lo argumental, pero como decía al principio también llega un momento en la vida en que te hartas de buscar en la misma mesilla o bajo el mismo sombrero.

El asunto es que hasta aquí cala la narración: la reiteración es brutal, pero como es costumbre en la casa la paciencia y la observación calmada consiguen darle sentido a todo. From Software sigue creyendo en el jugador, sigue confiando hasta la locura, y no es raro que los tiempos se acorten para el jugador paciente, para quien se toma su tiempo en entender lo que está pasando realmente y no se limita a dar tumbos por los pasillos esperando que la suerte esté de su lado. Por eso el veredicto es de los peliagudos: por lo que cuenta y sobre todo por cómo lo cuenta Déraciné es un digno hijo de sus padres, un juego que deja huella y una nueva ocasión para teorizar en base a susurros y a descripciones de objetos, pero en esta ocasión se hace difícil justificar todo lo demás. Y es que hacer siempre lo mismo es muy aburrido, y eso From Software debería saberlo mejor que nadie.

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