Análisis de Destiny 2
Que vienen los rojos.
Una de mis piezas favoritas de todo Youtube es este pequeño montaje de cerca de ocho minutos y medio de duración que demuestra más allá de cualquier duda razonable que todos los tráilers de grandes producciones de acción son esencialmente el mismo. Destiny 2 sin duda quiere pertenecer a ese club, y supongo que por eso su propio tráiler de lanzamiento cumple absolutamente todos los vicios del libro: ahí están los planos de la ciudad en llamas, los cortes a negro, las sentencias vagas leídas en tono ominoso, e incluso el crescendo final seguido de un silencio, un chiste y una fecha de lanzamiento. No es un mal tráiler, pero como acabamos de ver tampoco uno especialmente memorable, y por eso en su momento me costó ignorar cierto regusto amargo al recordar el Destiny original y un montaje promocional del que recuerdo haber escrito que era el mejor de todos los posibles. Si aquella pieza en la que tres guardianes anónimos sacaban las pipas grandes y arrasaban la superficie lunar al ritmo de Led Zeppelin triunfaba era por entender el juego, o más concretamente a sus comunidad: las historias épicas sobre planetas vivientes y malvados imperios galácticos pueden estar muy bien, pero en el calor del multijugador real nadie tiene tiempo para prestarle atención a esas cosas porque está demasiado ocupado haciendo chistes terribles y masacrando marcianos. Era, como digo, una pieza genial porque atravesaba su propia ficción de manera transversal, porque la protagonizaban sus personajes pero los encarnaban sus jugadores; era la realidad, algo que se nos había perdido entre tanto punchline barato y tanto golpe de sintetizador. Por suerte me equivocaba: el mejor spot posible viene de Japón, y lleva el mismo concepto hasta sus últimas consecuencias mostrando una incursión nocturna y un grupo de francotiradores que acaban resolviendo sus diferencias mediante un multitudinario duelo de bailes. Esto es Destiny, esto nos representa. Hay alguien al otro lado.
Que en Bungie han estado escuchando resulta evidente, y de ahí esa historia de éxito que comienza en el barro, como todas las que merecen la pena. El original no fue bien recibido, o al menos no de manera unánime: la sombra de Halo era alargada, y el peso de las expectativas y de los millones terminó lastrando un lanzamiento que muchos recibieron de manera tibia, afeándole al juego lo innecesariamente opaco de muchos de sus sistemas y encontrándolo culpable del crimen más espeluznante, la ausencia de respeto por el tiempo del jugador. Y así era en su forma original, una obtusa maraña de tareas repetitivas condenada a ser carne de horca en una industria tan poco proclive a tolerar los errores, pero Destiny se resistía a morir. Entonces llegaron las raids, las pruebas, las expansiones. Entonces llegó la luz. Llegaron los cambios, los ajustes, sutiles al principio y determinantes por pura acumulación, porque Bungie se negaba a tirar la toalla. Porque supo ver que había creado algo especial, y más importante aún, porque supo entender que un universo así solo puede ser de los jugadores. Su juego, un organismo vivo moldeado día a día por quienes habitaban en él, ya no les pertenecía, y en lugar de pecar de soberbia supieron ser generosos y alimentar a esa masa crítica con más de lo que importaba, con los bailes y los misterios y ese aire de sociedad secreta en la que cualquiera es bienvenido. El resultado lo conocemos de sobra: el juego había fracasado, pero todos conocemos a cinco, diez, quince personas que acudían religiosamente a su cita semanal con Xur e intentaban disimular el sonrojo al confesar su cómputo total de horas. El resultado es Destiny 2.
Por eso es importante bailar. Porque de alguna manera hay que celebrar un regalo que sí, es extremadamente similar a ese coloso que era Destiny en su forma final, pero solo porque así lo hemos querido nosotros. Destiny 2 no busca contentar a quienes estaban fuera, sino que predica para los creyentes que simplemente querían continuar su viaje. No será por falta de aviso: el estudio se ha cansado de pregonar por activa y por pasiva que este ciclo iba a durar diez años, y por eso, porque últimamente sobran ejemplos de franquicias que abandonan a sus bases ante la perspectiva de ampliar horizontes y hacer más dinero, me cuesta entender las críticas de quienes parecían esperar que esto ahora fuera de ninjas o de carreras de Nascar. En Destiny 2 no hay nada de eso porque no busca la revolución sino el perfeccionamiento, y aunque no seré yo quien desautorice a quienes se quieran calar el gorrito de los entendidos haría falta estar ciego (o no haber jugado un minuto) para no apreciar la inmensidad de una obra colosal que conserva lo inmejorable, matiza lo necesario y vuelve a regalar entornos y mundos a borbotones, manejando un sentido de la escala con el que otros no pueden ni soñar. Solo hace falta darse uno, diez, mil paseos por sus laberinticos corredores, recorrer los inagotables kilómetros de su subsuelo, descender con un salto de fe hacia ese bellísimo abismo que parece no tener final y activar en el último segundo ese pequeño propulsor que nos deja dulcemente en el suelo, y efectivamente, continuar. Solo hace falta jugar para estar convencido.
Destiny 2 no busca contentar a quienes estaban fuera, sino que predica para los creyentes que simplemente querían continuar su viaje.
Que Destiny sabe manejar lo inabarcable está fuera de discusión, pero lo que realmente sella el hechizo es su forma de tratar lo pequeño. Hablo de una atención al detalle que está presente en cada textura, en cada diseño y en cada mecánica, y que alimenta la que sigue siendo sin duda su mejor carta de presentación: lo inmensamente satisfactorio que es apretar el gatillo. Es algo que ni el más apasionado de sus detractores pudo echarle en cara al original, y en esta nueva encarnación vuelve en la forma de cientos de pequeños detalles que interactúan constantemente con lo que sea que gestione el placer y la gratificación en nuestro cerebro. Es una suerte, porque si algo vamos a hacer durante el próximo par de miles de horas es disparar: Destiny 2 se juega en inmensas superficies lunares y en galerías que descienden durante kilómetros, pero su bucle fundamental es el cara a cara, la esquiva, el culatazo y el disparo a quemarropa, ad infinitum. Al conectarlo correctamente los numeritos siguen brotando con esa cadencia mágica, y de acertar en plena cabeza el premio es también sensorial, de la mano de algunas de las animaciones más satisfactorias que servidor recuerda en el medio.
Y luego llegan los engramas, y ese par de rodilleras moradas con las que seguir alimentando una carrera armamentística que ahora, con el nivel de poder como verdadero protagonista y los niveles tradicionales ejerciendo de convidado de piedra, comienza desde el minuto uno. Llegar a veinte no es ni por asomo el final, aunque afortunadamente la barra de experiencia sigue funcionando en segundo plano para regalarnos un nuevo punto de habilidad y un nuevo manojo de diseños para la nave y poses graciosas (de nuevo, lo han entendido todo) cada vez que la rebasamos. Ya que hablamos de las habilidades y de las subclases, decir que en esta ocasión tocan tres por cabeza, que su proceso de desbloqueo se basa en un par de ítems de aparición aleatoria (una nueva recompensa) y en otro par de misiones bastante tontas, y que sus efectos son absolutamente espectaculares. En cuanto a las nuevas, a ese Capitán América de imitación que nos hemos hartado de ver en tráilers y a sus compañeros de la vara y la espada flamígera, por exigencias del guión y fidelidad al único rol verdadero solo he podido experimentar de primera mano con el primero. A los demás los he sufrido en mis carnes, y todos encajan como un guante en ese bucle que comentaba, en esa rutina de levitaciones y tiros entre los ojos que queda acentuada al final con una orgía de destrucción de unos pocos segundos y vuelta a empezar. El propio Halo se basaba en los mismos principios, y no me tiembla la mano al escribir que el simple hecho de apuntar y disparar es incluso mejor aquí, que Destiny 2 es el mejor juego de Bungie, y que difícilmente veremos más shooters así en consolas. ¿Repetitivo?. Sí, tanto como comer pipas en un banco del parque rodeado de unos cuantos amigos, y tengo muy clara la puntuación que le pondría a eso.
El propio Halo se basaba en los mismos principios, y no me tiembla la mano al escribir que el simple hecho de apuntar y disparar es incluso mejor aquí, que Destiny 2 es el mejor juego de Bungie, y que difícilmente veremos más shooters así en consolas.
Quizá el banco del parque no sea una analogía exacta. Quizá sería mejor sustituirlo por decenas y decenas de escape rooms que alteran sus normas constantemente, porque si de algo puede presumir Destiny 2 (a excepción hecha del mejor gunplay del mundo) es de arrojar al jugador en mitad de hasta cuatro junglas repletas hasta la bandera de, sencillamente, cosas por hacer. Los titulares serán para las novedades, para esos Lost Sectors de localización endiablada que recompensan al aventurero paciente con una pequeña mazmorra y un jefe al final o para esas Aventuras que literalmente pueblan el mapa y que profundizan en un componente argumental del que no hablaré sin la presencia de mi abogado, pero hay más. Los contratos han desaparecido, por ejemplo, y a cambio cada planeta nos ofrece un paquete de desafíos renovables semanalmente y algo parecido a un líder del sector que nos recompensará generosamente por las chapitas que acreditan nuestra labor dentro de sus dominios. Quizá la manera más rápida de hacer caja aquí sean los eventos públicos, que vuelven en mejor forma que nunca y refuerzan esa sensación de complicidad constante al ofrecer cada uno una serie de condiciones para tornarse en heroicos, destruyendo una nave de transporte o dando buena cuenta de un par de generadores camuflados en el entorno para multiplicar la dificultad de la última oleada y con ella el premio final. Y luego llegan los asaltos, y las patrullas, y los cofres secretos y esos ocasos con anillos flotantes y limitación temporal que insisten en el ensayo y error y se vuelven inexpugnables para quienes no conozcan todos y cada uno de sus secretos. Secretos, de nuevo, que pasan de boca a boca constantemente, igual que sucede con el uso correcto de los modificadores, o con la localización de esas armas moradas que sería buena idea conservar para siempre. Resulta portentoso, casi intimidatorio, lo que se puede saber de Destiny. Todo lo que hay por saber. Y es buena idea hincar codos, porque todas estas actividades no son más que un calentamiento para la hora de la verdad. Es el momento de hablar de Leviathan, la nueva Raid: no recuerdo que melodía suena en su pantalla de carga, pero le iría fenomenal el himno de la Champions.
O al menos de hablar de ella hasta donde llega nuestro conocimiento, porque como era esperable se trata de un hueso demasiado duro para roerlo a las primeras de cambio y de una nueva demostración de la confianza y el cariño infinito que Bungie deposita en sus jugadores. Es un cariño severo, ceremonial, como el de ese viejo mentor que te golpea la cabeza con una vara de fresno cada vez que tu puño no atraviesa el madero porque sabe que puedes hacerlo. Desde luego su confianza es mayor que la mía, porque uno de los episodios más terroríficos en mi vida como jugador sucedió anoche, cuando un compañero ligeramente más experimentado intentaba meternos en la cabeza el complicado esquema de apoyos, señas y relevos con el que había conseguido superar la sala de las cadenas. Él mismo reconocía que la estrategia no era perfecta, y que quizá el sexto jugador debería servir de refuerzo en ambas esquinas, con la escopeta cargada para darle lo suyo a El Gordo. Aun es pronto para saberlo con certeza, y de ahí que la ejecución del plan fuera caótica, absolutamente fallida y quizá el momento más memorable que he vivido este año con un pad en las manos. Otro serio candidato tuvo lugar unos metros atrás, en una defensa numantina de dificultad absurda organizada alrededor de un trio de banderines ante los que recuerdo haber proferido obscenidades que no reproduciré aquí. Es, por lo pronto, una experiencia que todo el mundo debería vivir, y un desafío solo comparable a la visión de esa inmensa pirámide rematada en oro que nos saluda al llegar, y que sitúa interminables filas de guardias inmóviles a ambos lados de la pasarela porque Bungie te conoce mejor que nadie y sabe que tarde o temprano vas a abrir fuego. Es todo un juego mental, un misterio, es la isla de Perdidos. Puede que por eso no deje de repetirme que debemos volver.
Es Destiny puro, sin adulterar, en su forma más pulida y perfecta, y el juego que hubiéramos soñado con jugar de críos. Es, de nuevo, la prueba definitiva de que en Bungie no firman así sus cartas por casualidad.
Mi abogado ya está por aquí, así que toca atacar la patata más caliente de todas, esto es, la campaña principal y sobe todo la historia que pretende contar. La he dejado para el final porque creo sinceramente que es la relevancia que le corresponde, así que seré breve: es bastante mala, y las voces que hablan de un salto de gigante en lo narrativo parece que se contentan con poco. En lo jugable pocas pegas, porque la narración sabe obedecer a su papel de mero hilo conductor arrastrándonos de planeta a planeta con soltura y sentido del ritmo y dejando por el camino la suficiente variedad de situaciones como para olvidar bochornos como el episodio del tanque. Hay lluvias de radiación solar, y secciones de plataformas resueltas con inteligencia, y en general todo funciona estupendamente hasta que a alguien le da por abrir la boca. Sucede con bastante frecuencia, y ese es su verdadero problema: pese a lo que digan las postales de Mr. Wonderful en el caso de una experiencia como Destiny es peor intentarlo y fallar que no intentarlo en absoluto. Es lo que hacía el original, quitando en medio una historia que no le interesaba a nadie y centrándose en hacer el asno por el micrófono (entendiendo a los jugadores, una vez más), y es lo que esta secuela intenta enmendar con una colección de personajes manidos, de desahogos cómicos evidentes y de lugares comunes de la sci-fi de garrafón que parece querer contar algo y lo hace hasta el punto de hacerte callar al grupo durante las cinemáticas, pero finalmente se va como vino, con una molesta sensación de vacío.
Algo tenía que fallar, aunque afortunadamente sea solo el aperitivo. Aun así, no deja de resultar deliciosamente irónico que lo poco que llegamos a retener hable de esa horda roja que va a venir a arrasarlo todo, la cantinela favorita de quienes buscan asustar a la gente y sacar rédito personal de su descontento. No aciertan. Han venido, qué duda cabe, pero lo que llevaban en el zurrón es otra desproporcionada ración de diseño, de contenido, y de mundos en los que perderse. Es Destiny puro, sin adulterar, en su forma más pulida y perfecta, y el juego que hubiéramos soñado con jugar de críos. Es, de nuevo, la prueba definitiva de que en Bungie no firman así sus cartas por casualidad. Es evidente que nos quieren.