Avance de Detroit: Become Human
Paranoid Android.
Tras liberar a un grupo de androides destinados al trabajo doméstico alunizando con una furgoneta en el escaparate de una boutique tecnológica del centro de la ciudad, Marcus, uno de los tres protagonistas de Detroit, da un discurso sobre la libertad. Sus nuevos camaradas le jalean enardecidos, con la rabia de quien acaba de descubrir que de hecho no es libre. De fondo, sobre los paneles de vídeo que rodean la tienda, la publicidad también habla de libertad, aunque de una manera diferente: hablan de cómo comprar uno de esos electrodomésticos con rostro y número de serie supone romper con las cadenas de las tareas cotidianas y volver a conquistar nuestro tiempo de ocio. Libérate. Recupera tu tiempo libre. No sé hasta qué punto se trata de una coincidencia casual, ni en qué medida Cage intenta plantar aquí unas cuantas cargas de profundidad en nuestra acomodada visión del mundo, pero nadie podrá negar que la escena es poderosísima. Puede que no ofrezca respuestas, pero si la intención era plantear preguntas el éxito es absoluto.
No son los únicos paralelismos que se pueden trazar. Es cierto que el tema principal parece seguir siendo la humanidad y esa frontera difusa entre el objeto y el ser que ha alimentado tantas y tantas obras de ciencia ficción, pero el juego parece guardarle un par de recados bien calentitos al mundo real. Puede que no sean androides, pero en pleno 2017 también hay manifestantes jugándose el tipo en la calle, fuerzas del orden que disparan a matar y minorías que podrían verse obligadas a lucir un símbolo bien visible que indicara su condición. Todo esto sucede en Detroit, y por eso no resulta difícil empatizar con sus protagonistas, tres humanos artificiales en extremos opuestos de la balanza moral, ni con un creador que se empeña en seguir siéndolo y en explorar las posibilidades del medio para algo más. Es cierto que ha cometido errores, pero sigue siendo esperanzador ver como lo intenta una y otra vez. Y que sea por muchos años.
Puede que esta vez sea la definitiva. Por ambición al menos no quedará, porque el equipo habla con orgullo de la mayor cantidad de ramificaciones que ha manejado simultáneamente hasta ahora, y esa siempre ha sido la divisa que ha medido el alcance de los juegos de Quantic Dream. A tenor de lo visto, una presentación doble centrada en el propio Marcus, parece que la cosa va en serio: desde que ponemos un pie en la calle la misión está clara, pero la manera de llevarla a cabo y su ramillete de consecuencias posibles parece bifurcarse a cada paso que damos. Hay decisiones más evidentes, como la que tomamos molotov en mano a la hora de optar por el buen rollito o por mandar un mensaje contundente a la humanidad, pero también cientos de pequeños pasos más sutiles. Sorprendidos por un dron de vigilancia podemos huir por una callejuela, buscar un escondrijo o tomar la ofensiva y acallar la alarma por las malas, y cuando llega la policía podemos enfrentar la situación de otras tantas maneras o simplemente poner pies en polvorosa y perdernos gran parte de la misión. Hablábamos antes de plantear preguntas, y una estructura así hace resonar las mismas de siempre: ¿Hasta qué punto todo es un juego de manos?. ¿Es realmente factible encadenar todas estas bifurcaciones sin restar significado individual a cada una de ellas?. En resumen, ¿Dónde está el truco?. Como siempre en estos casos la respuesta está en los números, tanto los que gobiernan el número de permutaciones posibles como los que hacen lo propio con la contabilidad del proyecto. O más concretamente en ignorar estos últimos y optar por algo tan sencillo como generar mucho más contenido, aunque implique volcar recursos en escenas que solo llegarán a un porcentaje reducido de jugadores. Al menos es lo que afirma un David Cage que se muestra confiado ante la pregunta, pero también sabe mantener los pies en la tierra: habla de espacios narrativos, de posibilidades y de trabajar a fondo perdido, pero acepta que contar un número infinito de historias es una quimera imposible. Y sobre todo, habla de no engañar a los jugadores y de desterrar los trucos de humo y espejos. Aunque su número sea finito cada decisión tendrá consecuencias reales, algunas tan serias como la propia muerte. Ningún protagonista es imprescindible.
En Detroit David Cage que se muestra confiado, pero también sabe mantener los pies en la tierra: habla de espacios narrativos, de posibilidades y de trabajar a fondo perdido, pero acepta que contar un número infinito de historias es una quimera imposible.
Habrá que ver como gestiona el juego estas defunciones, porque a nivel narrativo cada vértice del triángulo representa un pilar imprescindible de la historia que quiere contar (Connor es el establishment, Marcus lo opuesto, y Kara parece estar atrapada en el fuego cruzado), y porque en lo jugable Detroit insiste en mostrar distintas caras de la misma moneda. Ya habíamos visto como las escenas de investigación del cazador de IAs díscolas nos permitían juguetear con la reconstrucción de los crímenes remitiendo a los Batman de Rocksteady, y en el caso de Marcus esos mismos principios vuelven a aplicarse, aunque con un ligero matiz: en esta ocasión el rebobinado temporal y las secuencias holográficas nos permiten explorar el futuro, analizando todas las posibles consecuencias de una acción en concreto antes de que esta suceda. Es la Preconstrucción, una herramienta de análisis de valor incalculable que nos ayuda a decidir con cabeza y de propina permite lucir un poquito más a todo ese ramillete de posibles soluciones que alberga cada situación. Algunas serán más apresuradas, aunque siempre contaremos con la ayuda de unas cuantas siluetas que nos muestren las rutas de fuga o las diferentes maneras de esconderse de una patrulla. Otras, sin embargo, funcionan por acumulación: es el caso de la mencionada escena del coctel molotov, y de una sucesión de actos vandálicos que van inclinando la balanza entre el azul pacifista y conciliador y el rojo de quien ha decidido dejarse de tonterías. Parece que a Cage no le importa mojarse, aunque el asunto de las pancartas y los estandartes de energía sigue sonando igual de naíf que en el tráiler.
Pero la cosa va de tecnología loca, y por eso supongo que toca hablar de los otros poderes de Marcus, los que le permiten enredar con el tendido eléctrico para desactivar una alarma y colarse educadamente en un comercio, o hacerle un puente del futuro a un camión de basura y presentarse sin llamar a través del escaparate. Es un tipo de recursos, una suerte de Jesucristo cibernético al que le basta posar una de sus manos sobre el hombro de cualquier androide para liberar su conciencia y ganar un nuevo adepto para la causa. Aun así, estos pequeños episodios de conversión exprés dejan alguna duda: no sabemos quién es Jericho, pero puede que no sea buena señal habernos hartado de escuchar su nombre pronunciado dentro de la misma frase en una secuencia de apenas quince minutos de duración total.
De la otra tecnología, esa de la que el estudio siempre ha presumido a la hora de recrear sus mundos, poco que decir: es un juego deslumbrante, pero también lo suficientemente controlado como para poder permitirse ciertos lujos de los que no gozan la mayoría. Sí que es verdad que en esta ocasión se permite el lujo de coquetear con los espacios relativamente abiertos, y sin ir más lejos el escenario de esta versión de prueba reproducía un puñado de callejuelas que recorrer con relativa holgura, pero esto no es un sandbox. Cada escena, tenga lugar en una azotea o bajo la nieve en una pequeña plaza, está planificada al dedillo y muestra exactamente lo que quiere mostrar. Puede resultar chocante porque al fin y al cabo estamos hablando de un juego sobre la libertad, pero elegir un camino debería ser al menos tan importante como caminarlo. Esa es la prueba, la cruz a la que se enfrentan todos los juegos de Cage desde el mismo momento de su concepción. Eso es lo que tienen que demostrar. Ya se ha equivocado otras veces, pero también ha acertado, y ahí radica la esperanza tras este Detroit: la esperanza de que estos androides sepan entender que lo que nos convierte en humanos tiene mucho más que ver con prepararle la cena a tu hijo que con nada que venga de Hollywood.