Avance de Detroid: Become Human
Niños, niños, futuro, futuro.
David Cage la ha vuelto a liar. El creativo francés no es nuevo en esto de recoger tempestades, y la presentación en sociedad de ese tercer androide que debería terminar de apuntalar la carga narrativa de su fábula sobre autómatas autoconscientes ha servido para dibujar una nueva línea en la arena. Una, además, bastante más peliaguda que aquella que dividía a partidarios y detractores de convertir al videojuego en una sucursal del star system hollywoodiense, o a quienes supieron o no perdonar los profundísimos agujeros de guión del por otro lado soberbio Heavy Rain: en esta ocasión se trata de malos tratos, de violencia doméstica, de abuso infantil y de una pequeña pieza promocional que reúne todos estos elementos tan feos en un intento, asegura uno de los bandos, de hacer caja con la polémica. El otro habla de arte, de un medio supuestamente maduro y de la libertad del creador, y en el centro del huracán se sitúa un Cage que ante el estrecho marcaje al que le sometían nuestros compañeros de eurogamer.net respondía a la gallega, poniendo en duda que un director de cine o un escritor de ficción tuvieran que enfrentarse a las mismas preguntas en una situación similar. No dudo que muchos verán aquí un torpe intento de escurrir el bulto, pero creo que es una cuestión pertinente y que lo que aquí se cuestiona no es (válgame Dios) la posición del francés respecto a estos temas sino la capacidad, la legitimidad incluso, del medio para tratarlos. Resultaría fácil darle la razón y citar aquí unas cuantas películas de Lars von Trier, pero quizá sería mejor no ir tan rápido: si el cine está en posición de meterse en según qué berenjenales es porque se lo ha ganado. Porque ha dado cientos, miles de ejemplos de saber hacerlo con responsabilidad y apuntando donde se debe, y hace ya mucho tiempo que abandonó esa adolescencia tontorrona y esa irrelevancia en lo cultural que por estos lares hay incluso quien reivindica.
Pero andando se hace el camino, y por eso me gustaría comenzar con un mensaje de calma: creo que necesitamos estas escenas, estas temáticas, esta intención de arriesgarse y trabajar con material espinoso para poder evolucionar, y puede que en este caso nos estemos poniendo la venda antes que la herida. Vista en su totalidad, lejos de los mandos pero bien cerquita de un miembro del estudio que aseguraba "haber jugado ese mismo episodio diez veces esta misma mañana, y cada una de una manera diferente", la escena impresiona, pero los motivos son diferentes. Es desagradable, incómoda y dura de ver, pero es precisamente la verosimilitud y su lejanía con cualquier tipo de provocación barata lo que surte el efecto. Es tan dolorosamente real como el retrato de ese padre de familia en plena espiral descendente que, tras encontrarse con sus efectos personales en una caja de cartón y un raquítico cheque del paro, culpa de su suerte al otro (a los androides, al inmigrante, lo mismo da; no es el único paralelismo claro que Cage dibuja en una historia que supuestamente solo quiere hablar de robots), se refugia en la bebida y las drogas y termina cavando su propia tumba. Es un cobarde, un perdedor, un despojo humano que aun así se cree en posición de mirar por encima del hombro al pedazo de plástico que le está sirviendo la cena. El único comensal que parece retener algo de humanidad es su hija, y puede que sea ese jirón de inocencia el que termina de encender la mecha: la vida no es tan sencilla, este tugurio apesta, tú tienes la culpa de que tu madre se fuera. Los platos vuelan, y la niña corre asustada al piso de arriba mientras el desalmado se desabrocha la hebilla del cinturón. Tú no te metas, nos amenaza, o acabarás peor que la ultima vez. No es una escena pensada para abrir telediarios, sino para despertar conciencias.
Porque hay que meterse, por supuesto que hay que meterse. Supongo que hubiera sido más divertido disparar a unos cuantos alienígenas, pero quizá hubiéramos aprendido menos sobre lo que sucede con los malvados cuando los buenos guardan silencio. Cage se arriesga tratando el tema, sin duda, pero porque alguien tiene que pintar la mierda del color de la mierda, y por eso es de agradecer que el tono acompañe: los diálogos son cortantes, el ritmo es plomizo, y todo transmite un ambiente absolutamente malsano. Es todo lo contrario a una banalización, y buscando referentes cercanos la única escena que recuerdo vivir con semejante desasosiego es aquella en la que un Ethan desgarrado por el dolor intentaba dar la merienda a su hijo en los primeros compases de Heavy Rain. Particularmente es lo que espero de Quantic Dream, aunque no es ese particular talento para el mal rollo la única seña de identidad que permanece: en lo mecánico, la interacción con personajes y objetos del escenario sigue respetando ese mantra del propio Cage que habla de crear vínculos a través de la mímica, esto es, un rosario de medias lunas, pulsaciones rítmicas y gestos sobre el panel táctil que buscan reproducir en la medida de lo posible lo que el personaje ejecuta en pantalla. Más interesante sin embargo es la escena en la que Kara debe decidir, en la que lucha contra su código fuente servil y aséptico para lanzarse (o no) escaleras arriba. No es la única decisión que tomamos en este breve episodio (de hecho, y aquí una novedad importante, cada escena individual incluye la posibilidad de consultar un diagrama de flujo con todas las ramificaciones que hemos tomado y un bonito candado en las que hemos dejado atrás, gasolina para los completistas y, supongo, un intento de cerrar unas cuantas bocas) pero el juego sabe hacerse cargo de la gravedad de la situación y la encarna en una barrera física, un muro de color rojo duda que demoler a golpe de gatillo mientras tratamos de decidirnos.
La intención es transmitir desasosiego, incluso materializarlo de manera física. Es un recurso como otro cualquiera, y como parece que será tónica en Detroit su valor hay que buscarlo más en la efectividad narrativa que en la jugable.
La intención, de nuevo, es transmitir desasosiego, incluso materializarlo de manera física. Es un recurso como otro cualquiera, y como parece que será tónica en Detroit su valor hay que buscarlo más en la efectividad narrativa que en la jugable. Sea como sea, y volviendo a ceñirnos a nuestra sesión de prueba, la inevitable carrera en pos de la niña terminaba de dos maneras, y a la vez de una sola: en la primera vuelta el responsable del estudio consiguió esquivar los golpes del agresor y escapar con la pequeña por la ventana para acabar dándose a la fuga en un autobús urbano, y en la segunda el punto final fue el mismo, pero Kara encontró una pistola y esta acabó disparándose en un forcejeo. Como era de esperar hay ramas del árbol que confluyen y otras que se separan porque Detroit no puede ser un juego infinito, pero al menos nos ahorramos cargar con la culpa del otro final claramente posible: el que implicaba obedecer nuestra programación.
Supongo, porque así se ha cansado de asegurarlo el estudio, que en alguna otra sesión Kara terminaría siendo la víctima. La muerte de los protagonistas es una posibilidad muy real, y tanto es así que en mi segundo contacto matutino con el juego (esta vez manejando a Connor y con un pad en las manos) mi experto negociador acabó mordiendo el polvo dos veces consecutivas. Sabemos por cientos de tráilers y presentaciones que esa caída al vacío es solo una de las posibles conclusiones a la escena de la azotea, y una vez superada de primera mano lo mejor que puedo decir es que, sabiendo de buena tinta que otros compañeros obtuvieron resultados diferentes, el hecho de buscarle las cosquillas al juego y aun así terminar en el mismo punto resulta extrañamente reconfortante. Quizá recuerda un poco al destino, o quizá los personajes están lo suficientemente bien dibujados como para hacerte cuesta arriba elegir el cuadrado en lugar del círculo en los momentos realmente cruciales. A fin de cuentas la vida de una niña estaba en juego, y de hecho me gustaría terminar hablando un poco de ella.
Porque la niña de la azotea quería a su androide. Lo llamaba por su nombre, David, y en ese vídeo casero que todos hemos visto un millón de veces aseguraba que era su mejor amigo, su "bestie", y que estarían juntos para siempre. Incluso al borde del precipicio, cuando ya todo se había ido al carajo, parecía seguir confiando en él. Es algo que descubrimos investigando, cosa que no es necesaria en el caso de Kara: la conexión entre la cría y el androide es evidente, el último rayo de esperanza en un hogar que se derrumba a pedazos. Y ahí está el tema, en los niños. Dos de las tres grandes escenas que hemos visto hasta ahora giran en torno a ellos, un eje temático que quizá se nos había pasado desapercibido, centrados como estamos en nuestras cosas de adultos. A lo largo de ellas hemos visto robots que no se fían de los humanos, y humanos que odian a los robots, pero quizá el verdadero mensaje esté aquí. Quizá Cage quiera hablar de lo cínicos, de lo desconfiados, de lo viles y miserables que nos volvemos con la edad, y quizá necesite compararnos con la mirada inocente de un niño para hacerlo. Al preguntarle por ello se encoge de hombros, pero sonríe, y vuelve a hablar con pasión de la capacidad del medio para transmitir ideas, para abrirse a interpretaciones, para generar debate. Un debate que ha vuelto a situarle en el centro del huracán, aunque merecerá de sobras la pena si por el camino su juego sirve para recordarnos un par de lecciones fundamentales: que nadie es superior a nadie y que quien se atreve a levantarle la mano a un niño no se merece vivir. No es agradable tratar estos temas, no debería ser necesario, pero los androides de Detroit no son los únicos que viven en un mundo de mierda.