Avance de Devil May Cry 5
Llorando en la limo.
No sé si habíamos tocado ya esta cuestión por aquí, pero dada su condición de asunto de estado creo que es el momento: Nero, el joven y talentoso cazador de demonios que a muchos os sonará por disponer de un brazo biónico sobre el que puede hacer puto skate, también lleva una espada cuya empuñadura funciona como el manillar de una motocicleta. Hablo de una de esas de alto octanaje, de las que devoran galones de combustible y suenan como las calderas del mismísimo infierno, una preciosidad que solo podría conducir alguien que escapa de la justicia o un miembro de los Manowar. Como declaración de intenciones es una de las más bonitas que recuerdo, porque la cosa es así de gloriosamente literal: una sonrisa de suficiencia, la mano buena a la espalda, brum, brum, un medidor con la forma de un tubo de escape se calienta al rojo y listo, a achicharrar a los malos. Una cosa fenomenal.
Suena muy loco, porque lo es. Como saga, Devil May Cry siempre ha tenido las prioridades claras, y en el fondo es bonito que sea precisamente una de esas enormes motos americanas la que sirva a su modo de carta de presentación, de santo y seña de una franquicia a la que le importa muy poco encontrar sitio para aparcar en el centro, porque aquí lo importante es petarlo. Es el estilo por encima de todo, entendido como un torrente de ideas, de soluciones fundamentalmente estéticas para las que la verosimilitud solo es un estorbo; Devil May Cry 5 quiere conquistarnos a golpe de gif, de "no hay huevos", porque por supuesto que siempre los hay. Por eso sube la apuesta a cada plano, como lo hacían las cintas de acción de cuando el género merecía la pena, con esa mezcla de confianza e irresponsabilidad suicida. Es como Blade, es como Depredador, es un paraíso del one liner y el gesto desafiante, y también, por qué no decirlo, uno de los últimos reductos del videojuego donde tienen cabida las motos que se convierten en dos espadas o, de nuevo, el brazo-monopatín. Por cierto, lo hemos probado y resulta divertidísimo.
Es una actitud que queda bien clara desde el comienzo, en una secuencia de introducción que casa los títulos de crédito del juego con una furgoneta que da vueltas de campana a cámara lenta tras un volantazo, como no podía ser de otra manera, completamente intencional; una secuencia como para ponerle su nombre a una calle en la que Nero sale por una ventana, da matarile a media docena de abominaciones haciendo que sus balas reboten contra las señales de ceda el paso y regresa al asiento del copiloto sin un rasguño mientras su compañera, ojo al dato, atrapa un cigarrillo al vuelo. Porque esa es otra: Nico, la partenaire femenina, no para de fumar. Fuma mucho, constantemente, como si tuviera un hijo en la cárcel. Estando como está el patio con este asunto, que nadie dude del compromiso del juego con molar sea como sea y caiga quien caiga.
De ahí el contraste, porque tras semejante centrifugado toca tomar el control y sorprenderse, quizá para mal, por la aparente ausencia de alternativas de inicio que reserva el set de movimientos de Nero para el jugador más experimentado. Que un tipo tan capaz solo sea capaz de repartir unos cuantos tajos machacando el botón correspondiente, hacer lo propio con la pistola y esquivar de manera bastante imprecisa parece decepcionante, y es en este momento cuando entra en escena el mencionado brazo biónico, un implante sobre el que ya se ha escrito mucho, aunque quizá no lo suficiente. Si sois veteranos de la demo ya sabréis del potencial del primer par de piezas, pero es un aperitivo que el juego final dinamita muy temprano, mediante un goteo de novedades constante que va transformando el combate de manera radical cada vez.
La simpleza inicial solo es un espejismo, porque ni el brazo ni la espada ni la pistola tienen una lectura y ya está: para algo están los cristales rojos, esa moneda de cambio que tras pasar por la trastienda de la furgoneta de Nico permitirá tanto hacerse con upgrades más aburridos, como las imaginables prolongaciones de la barra de energía o unas monedas doradas que nos permitirán resucitar si es que mordemos el polvo en mitad de un nivel, pero también adquirir nuevas técnicas para las armas tradicionales y ante todo nuevos prototipos de Devil Breaker, que así se llama la prótesis en cuestión. Siempre hay un juguete nuevo, un nuevo tajo en caída, un brazo que se convierte en látigo, un especial que permite consumirlo a cambio de un chorro de energía letal o una nota a pie de página que implique esquirlas rebotando contra los enemigos si es que utilizamos tal poder en tal callejón; siempre estamos progresando, aprendiendo, creciendo en habilidades pero también en pericia y conocimiento. Devil May Cry 5 es un juego excesivo, pirotécnico y sumamente espectacular, pero la palabra que mejor lo define es generosidad.
Tanta como para no saber cuando detenerse, porque lo verdaderamente impactante es que un sistema de combate, el de Nero, con el que muchos edificarían sagas enteras, es aquí tan solo una de las patas del banco. En este caso son tres, y ninguna se arruga en cuestión de profundidad: si los ocho brazos intercambiables de Nero marean a la hora de pararse a plantear sinergias, esperad a reencontraros con el incomparablemente más puñetero Dante. Quizá su caso sorprenda menos, porque los estilos intercambiables llevan un par de entregas convirtiendo al personaje en un desafío de coordinación importante, pero para los profanos decir que hablamos de cuatro posiciones seleccionables mediante la cruceta que potencian alternativamente el disparo, el ataque físico, la movilidad o la defensa, y de un arsenal también cambiante que permite alternar entre armas blancas con el gatillo derecho y reserva el izquierdo para gestionar el arsenal de pipas. ¿Un buen follón, eh? Pues intentad combinarlo con un quinto estado potenciado aplicable a los otros cuatro y con un esquema de habilidades desbloqueables para cada, y subrayo cada, pieza de armamento que tiene poco que envidiarle a los brazos del propio Nero. Total, que si pensáis en un Nioh jugado a velocidad absolutamente suicida estáis más o menos encaminados. Bienvenidos al infierno.
Hasta aquí, sin embargo, navegábamos terreno más o menos conocido; la incógnita radica en V, ese estudiante de las artes arcanas del que hasta ahora solo conocíamos su bastón, sus ínfulas de adolescente intensito y su compulsión para con los tatuajes de dudoso gusto, y del que ahora podemos confirmar que reparte de manera más que solvente. O reparten, más bien, porque aquí el amigo es un profesional del outsourcing y el trabajo sucio se lo deja a otros, un escuadrón de subordinados del más allá que comprende algo parecido a una pantera, algo parecido a un halcón, y algo parecido a una montaña de mala ostia y roca volcánica. Así, con el par de botones que tradicionalmente asignaríamos al ataque físico y a distancia controlando al primer y el segundo bicho, el papel del propio V se limita a vagar por el campo de batalla ladrando órdenes, a leer de cuando en cuando de un libro que le permite rellenar los medidores de invocación pero le impide defenderse, y a atribuirse todo el mérito al final, como cualquier directivo español: los animales a nuestro servicio hieren y debilitan, pero no matan, y tras alcanzar cada enemigo un estado blanquecino y lechoso nos tocará teleportarnos hasta el infeliz para dar el golpe de gracia en persona.
Obviamente es solo el principio, porque la famosa furgoneta también nos permite invertir en habilidades desbloqueables para un personaje que implica, a la postre, la manera más radicalmente distinta de jugar a este Devil May Cry. Hablamos de un combate con otro ritmo, de una experiencia posicional y estratégica dentro de lo que cabe (la velocidad de la acción no afloja en ningún momento, por supuesto), y quizá de una demanda algo menor a nivel de input puro que sin embargo nos va a exigir estar atentos siempre a un montón de focos de conflicto a la vez. Nada nos obliga a concentrar el fuego en un solo enemigo, y es algo que se preocupa de demostrar pronto el primer boss que nos encontramos calzando los zapatos del hechicero, aunque me temo que no contaré mucho más, ni de este ni de sus compañeros. Baste decir que en cuanto a diseño y patrones son excelentes, y por tanto una sorpresa que no deberíais dejaros arrebatar.
O al menos lo serán la primera vez; Devil May Cry 5 brilla ahí, en la primera partida, en la campaña más o menos lineal y en la narración de una historia sobre árboles demoniacos y reyes del inframundo que solo parece aspirar a ser un marco adecuado para el festival de sopapos, pero enamora de verdad en la segunda. En la tercera, en la cuarta, en las vueltas y vueltas que vamos a necesitar para aspirar a esa triple S que haga retumbar la música (menudo musicón, rediós) en la habitación y nos permita mirarnos al espejo por las mañanas. Sí, el juego está obsesionado con el estilo, pero a ambos lados de la pantalla, y lo mínimo es devolverle el favor y aprender a jugar como es debido. Es, otra vez, ese tipo de juego.
Y por eso tranquiliza comprobar que el control sigue siendo el centro de todo. Que lo visual está ahí, que Devil May Cry 5 es un juego obsesionado por la estética y que semejante despliegue gráfico (es morrocotudo, por si a alguien le quedaban dudas) no se ve todos los días asociado al bendito género de los combos y los espadazos, pero que todo eso es una propina; que cuando estás ahí dentro, cuando la banda sonora retumba y la memoria muscular intenta hacer su trabajo, lo único que cuenta son los modificadores, la cadencia y el trance. Explotar esa parada en seco que convierte un combo en otro distinto, recortar distancias con el gancho o con la pistola según vengan dadas, fluir, mantener esas ondas bien alto. Eso es lo que convence, el videojuego puro que se esconde bajo lo que podría ser tentador considerar como un mero ejercicio de estilo; eso es lo que ilusiona, tanto como para que no sea necesario mencionar a su competencia una sola vez.