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Avance de Dirt Rally

Ídolos de barro.

En su juventud, mi padre fue piloto de rallies. Es una extraña pirueta de la genética, porque un servidor se sacó el carnet a la sexta, pero en fin, mi madre también pintaba y deberíais ver mis dibujitos de Pokémon. La cosa es que pese a haber sentido desde pequeño un nulo interés por los coches y el mundo del motor, los rallies me llamaban de una manera especial, y aun hoy sigo mirándolos con cierto romanticismo. Era una relación de amor odio, pavimentada por muchos domingos a la intemperie, esperando durante horas en una curva cualquiera mientras los bocadillos se empapaban y nadie conseguía explicarme por qué ver pasar un coche cada tres cuartos de hora era una cosa formidable, pero también por muchas visitas al trastero. Allí guardaba sus trofeos, compartiendo polvo con muebles y enciclopedias de los setenta tras una vida dedicada a currar y a dejarse de tonterías. Cada vez que tocaba subir allí dedicaba un rato a enseñármelos y a contar batallitas, y pocas veces le brillaban los ojos de la misma manera. Había orgullo ahí. Había pasión. Más mayor, aproveché unas navidades para llevar a cabo mi plan maestro: regalarle un volante, y intentar utilizar todo el asunto de los rallies para que viera con mejores ojos los cientos de horas que yo mismo pasaba jugando a los marcianitos. El juego que lo acompañaba, claro, era un Colin McRae, y el buen hombre pasó semanas enteras encerrado, con esa expresión ensimismada que ponen los padres cuando descubren su videojuego. Con el tiempo, sin embargo, se le pasó, y el volante terminó acompañando a sus trofeos. El otro día, jugando a Dirt Rally, me acordé mucho de mi padre.

No creo que a estas alturas decir que Ken Block no es un tipo especialmente popular entre los aficionados a los simuladores de conducción sea una novedad. Y probablemente no sea culpa suya, porque no parece mala gente, pero de un modo u otro el devenir de la saga de simuladores de Codemasters ha ido convirtiendo a Block en una especie de estandarte de algo que tiene muy poco que ver con los rallies y mucho con el espectáculo vacío, los narradores que te llaman "colega" y las tracklist de rock alternativo y electrónica de garrafón. Así, bajo la imagen pública de un señor que posee una marca de zapatillas de skate y ha competido en eventos internacionales de snowboard, la saga ha ido abandonando el paraguas del mito para descender durante años en una espiral completamente alejada de la visión romántica de esos pilotos llenos de barro que se bajaban del coche ciscándose en todo porque, bueno, había que tratar de arrancarlo. Es una etapa oscura que hubiera llenado de orgullo a Poochie, el perro surfero de Los Simpson, y que tras unas cuantas partidas y una breve conversación con Paul Coleman, su jefe de diseño, parece alejarse con la velocidad de un drifter por las callejuelas de Tokio. De nuevo, solo hace falta mirarle a los ojos.

Y es una ilusión que se contagia. Porque si algo saqué en claro de aquellos años de curvas y bocadillos mojados, es que lo que hace especial al rally no sucede en la cuneta, sino dentro del coche. Es la conexión con la carretera. Es plantarse en una pista helada con una máquina de potencia descomunal y domar un trazado que no está ahí para el piloto, ni ofrece las garantías de un circuito cerrado diseñado para correr. Un diálogo basado en inercias, en agarre y en tonelaje que obsesiona a su diseñador hasta el punto de aprovechar los fines de semana para enfundarse un traje de competición, y que convierte el juego en un pequeño curso de choque que busca transmitir las sensaciones de una carrera de verdad. En este sentido, es tremendamente reveladora su particular manera de entender los tutoriales: un conjunto de pequeños vídeos que ignoran por completo el juego para ofrecer consejos y lecciones teóricas sobre el deporte real. No se me ocurre una declaración de intenciones más contundente que esa.

El problema, claro, es adaptar todas estas buenas intenciones a un motor con más de diez años a sus espaldas, y que en los últimos tiempos había sido hogar de un festival de gymkanas y carreras de sacos que relegaba al realismo al último lugar de la lista. Y la solución, como no podía ser de otra manera cuando la cosa se pone seria, ha pasado por tirar la mayor parte a la basura y reescribir desde cero un nuevo motor de física que traduce a código esa obsesión por hacer del coche algo más que una cámara con ruedas. Más allá de ecuaciones y mecánicas de fluidos, lo que modela el nuevo sistema es esa conexión que mencionábamos antes, de manera literal: la penetración del neumático en cada superficie, su profundidad, la densidad de cada capa de gravilla y los movimientos laterales de cada rueda que intenta escapar. De vuelta a la pista, el resultado es una omnipresente sensación de peso, y una predominancia absoluta de la tracción y el agarre como piezas básicas de la jugabilidad. Dirt Rally es un juego duro, sin duda, pero su principal triunfo está en cada curva errada, en cada trompo, y en poder identificar exactamente el momento en el que la tracción se pierde y vamos a hacer el ridículo. Es implacable, pero es tremendamente justo.

Pero el diablo está en los detalles, y si Dirt Rally es un simulador espectacular es porque sabe no quedarse en la ciencia, y repara también en la magia. Coleman habla de conversaciones con los comisarios y pintas de cerveza tras la carrera, y aunque es comprensible que quizá era apuntar muy alto, todo el juego está salpicado de pequeños detalles orientados a que uno pueda oler la gasolina: desde la manera en que el sonido se amortigua al activar la vista interior, hasta un motor de daños que sabe contenerse y recompensa nuestros primeros episodios de ineptitud con pequeñas grietas en la luna delantera, Dirt Rally es una carta de amor. Un amor que sabe ser suficientemente sutil como para intercalar la lectura de curvas del copiloto con un "tranquilo, no fuerces", y que también sabe ser comprensivo: es innegable que el hábitat natural del juego está en los volantes de 900 grados y otros cientos de euros, pero el mimo del estudio a la hora de traducir la experiencia a los pads de One y PS4 acerca el juego al común de los mortales.

Y no deja de tener su parte triste, porque mucho me temo que es una declaración de amor que se va a encontrar con un par de portazos en la cara. Porque el PC es un mundo aparte, pero el mercado de consola está hoy demasiado acostumbrado a la fuerza bruta y el contenido a granel, y una selección de 39 coches y 70 etapas a repartir entre tres modalidades principales (Rally, Rallycross y Hillclimb) podría saber a poco a un tipo de usuario más acostumbrado a competir en minijuegos de derrape mientras escucha canciones licenciadas del último disco de Bloc Party. Es un tipo de terreno (quizá el único) en el que Dirt rally no puede competir, y por eso su apuesta está en la profundidad, el cariño y el saber mirar con orgullo su propio pasado. Coleman asegura que hay un tipo de jugador ahí fuera que sabrá apreciarlo, y a mi se me ocurre alguien. Quizá sea hora de bajar aquel volante del trastero. Bien pensado, quizá sea hora de bajar los trofeos también.

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