Dishonored
El hombre tras la máscara.
El hombre, Corvo Attano, protector de la emperatriz y víctima de una conspiración que lo sitúa en el momento y lugar en que unos extraños individuos la asesinan y secuestran a su hija y heredera. El lugar, Dunwall, capital de un imperio que se erige en mitad de un vasto océano, cuna de una agónica revolución tecnológica espoleada por novedosos descubrimientos en el procesamiento y aplicación del aceite de ballena, y que paralelamente agoniza por los envites de una brutal plaga de peste. La misión, desenmascarar a los culpables del asesinato de la emperatriz y limpiar el buen nombre del otrora protector real.
Esta premisa inicial que se nos despliega en los primeros diez minutos de juego nos sumerge de inmediato en un mundo confeccionado con un patrón steampunk al que se han añadido puntales de inspiración cinematográfica que remiten a obras como Blade Runner o Metropolis (Fritz Lang) - según las palabras del propio equipo desarrollador -y que transpira no pocas reminiscencias en clave dickensiana. La trama, que pronto se verá nutrida de nuevos giros e intrigas, se desarrolla siguiendo las directrices de una narrativa visual, o narrativa indirecta, que aporta más datos cuanto mayor es la implicación del jugador en el mundo que habita, muy al estilo de lo que ya vimos y experimentamos en Bioshock o Portal 2. Libros, carteles, notas o simples garabatos en la pared constituyen una valiosa fuente de información que amplía y expande el universo esbozado en las breves secuencias de vídeo - básicas para seguir el curso de los acontecimientos - y en el fabuloso trabajo realizado a nivel artístico.
No nos encontramos, de ningún modo, ante un prodigio técnico. Dishonored no es un juego de alardes ni exhibicionismos, muy al contrario, se trata de una propuesta muy concisa, sobria en ocasiones, pero profundamente personal. Tan sobria y personal como los propios trazos que configuran ese estilo visual que asombra de lo bien que casa con las intenciones y el trasfondo del título. Sin embargo, se trata de una experiencia ambiciosa, pero lo mejor es que la ambición de Dishonored nada en la dirección correcta, aquella que recae directamente en las tripas del entramado mecánico y jugable. A diferencia de otros juegos de acción en primera persona, aquí se explota el concepto de tridimensionalidad no sólo como mero adorno contextual, sino como parte de la experiencia; Dishonored se aleja de la linealidad típica de los FPS, Dishonored se juega en profundidad, y la línea trazada entre el punto A y el punto B (donde se localizan los objetivos de turno) se contrae, se expande, y se enraíza a lo ancho, largo y alto de los escenarios tanto como el jugador quiera. Esta diversidad con la que el jugador encara el desarrollo de la aventura no se limita al simple movimiento del personaje en relación a su entorno, sino a la propia naturaleza de sus actos. Ser un asesino sigiloso y letal, infiltrarse y cumplir los objetivos sin dejar rastro alguno de sangre o irrumpir a pecho descubierto arrasando con toda criatura que se mueva y respire son estilos de juego que podemos adoptar de acuerdo a nuestras preferencias o apetencias puntuales.
De forma paralela a la variedad de estilos potenciales y en perfecta consonancia con todos ellos, Corvo dispondrá de un repertorio de poderes no demasiado extenso pero sí bastante variado que hará hincapié en esa diversidad jugable con que afrontamos la experiencia, y que del mismo modo se irá amoldando de maravilla a las diferentes opciones posibles a la hora de resolver las misiones. Dichos poderes nos permitirán realizar acciones tan dispares (y divertidas) como poseer animales o humanos, teletransportarnos, detener el tiempo o invocar ratas para que sean ellas las que hagan el trabajo sucio o devoren un inoportuno cadáver que pueda incriminarnos. Y es que - nuevamente hay que aludir a la libertad de acción - otro de los pilares básicos que sustenta la fabulosa experiencia que nos brinda el equipo de Arkane Studios radica en el factor acción-consecuencia y el considerable abanico de posibilidades que se abre a la hora de solventar el objetivo u objetivos de cada misión. Eliminar a los objetivos limpiamente, liquidarlos por la fuerza bruta o idear estrategias más refinadas con el fin de neutralizar, inculpar o desacreditar públicamente a estos enemigos serán las cartas que habremos de barajar constantemente a lo largo del juego, y que, como bien cabría esperar, tendrán diferentes consecuencias. Ni el entorno de Corvo, ni su propio destino, serán los mismos en función de las decisiones y elecciones que realice.
No deja de ser curioso que Dishonored, pese a tratarse de un cóctel que mezcla (con indudable gusto y acierto, eso sí) una serie de ingredientes que no nos son en absoluto desconocidos, de algún modo se las apaña para erigirse como un microcosmos privado y profundamente particular, un coto de juego que parece funcionar con reglas propias. Y esto no es algo fácil, pero lo consigue, y con mucha solvencia, gracias a la coherencia de su ensamblaje, a lo bien que funcionan y se acoplan sus piezas unas sobre otras y a lo profundamente versátil y vivo que se siente una vez lo tenemos entre manos y nos hemos familiarizado con todos sus recursos. Dishonored no es un FPS al uso, tampoco un juego de sigilo, pero puede jugarse como uno u otro; él te da las herramientas y tú decides cómo usarlas. Quizá le haya faltado un puntito de ambición, quizá la concreción de su propuesta lo sitúe tan solo un peldaño por debajo de los más grandes, pero desde luego es lo suficientemente carismático, valiente, compacto y satisfactorio como para etiquetarse tranquilamente como uno de los juegos imprescindibles de este año.