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Avance de Dishonored 2

Doble o nada.

Uno de los principales problemas que ha acarreado tradicionalmente el videojuego es el de hacer convivir en una misma entidad al jugador, ese agente externo al juego que toma las decisiones y mueve los hilos, con el personaje que encarna. Podría pensarse que se trata de una problemática asociada forzosamente con los juegos con intención narrativa, pero las fronteras comienzan a difuminarse con sentarse un par de minutos ante un simulador deportivo: cuando fallamos un tiro a puerta, ¿quién es el responsable?, ¿Nosotros, o Cristiano Ronaldo?. Sea como sea, se trata de un equilibrio que tiende a bascular entre dos extremos bien diferenciados: hacer del protagonista un mero avatar, un cascarón vacío que el jugador rellena como un antiguo dios resucitado en un ritual vudú, o un personaje con nombre y apellidos. La mayoría de las soluciones que se han intentado (protagonistas mudos, cinemáticas que arrebatan el control del jugador, etc.) tienden a forzar uno de los dos caminos, y por los mismos motivos suelen dejar coja una de las dos patas del banco: o se mutila nuestra agencia, o el personaje termina convertido en un mindundi al que ni siquiera apetece encarnar. Trasladando todo esto al marco de los First Person Shooters (el nombre del género ya es suficientemente revelador), la madeja se complica rápidamente: es francamente difícil hacer sentir al jugador que encarna a otra persona cuando ve el mundo a través de sus propios ojos. En estas llegó Mirror´s Edge, deshaciendo el nudo gordiano al conferir entidad física a lo que hasta ahora era una cámara con un par de pies colgando en el mejor de los casos. Ahí, en las volteretas, en las caídas, en las inercias y en las icónicas zapatillas estaba Faith, pero también nosotros. La cuadratura del círculo.

La tesitura que se plantea Arkane para este Dishonored 2 es doblemente difícil. Corvo ya no está solo, y la irrupción de Emily como personaje jugable dobla la apuesta forzando al estudio a meternos en dos pieles en un principio radicalmente diferentes. Nada sellaría con más fuerza el fracaso de esta secuela que sentir que manejamos al mismo muñeco, a un ente anónimo que flota entre las estancias y que solo se diferencia por los iconos de la rueda de selección de poderes: Dishonored, por tono, por ambientación y por intenciones, basa gran parte de su fuerza en hacernos ser Corvo, y aquí no se podía fallar. Por fortuna, y a la vista de un par fragmentos jugables que reproducían casi sin interrupciones sendos asaltos a un conservatorio y a la llamada "mansión de los relojes", la solución parece discurrir por las mismas azoteas que el juego de DICE: dibujar la personalidad mediante el movimiento, y tomar buena nota de esa corriente que dice que la animación es un arma narrativa tan potente como cualquier otra.

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En ambos casos nos tocaba encarnar a Emily, y las impresiones tras esta primera cita son las de un depredador, una asesina que se mueve por la ciudad proyectando las garras de una bestia salvaje y que no muestra reparos a la hora de desmembrar a sus víctimas en el aire; donde Corvo se teletransporta, Emily arroja una de sus garras fantasmales a modo de gancho para cruzar la estancia a toda velocidad: es más física, más caótica, más visceral. Y también menos dada a solucionar las cosas por las buenas, me atrevería a decir: algunas de sus habilidades, como la posibilidad de enlazar varios personajes para que todos sufran el mismo destino, podrían dar pie a pensar en la infiltración más cerebral, en la pausa y el sigilo, pero es una idea que se difumina pronto al ver como decapitamos a un pobre guardia y sus compañeros de ronda pierden también la cabeza. Emily es ante todo letal, y sus evoluciones por los niveles son una coreografía de ejecuciones y deslizamientos por el suelo propios de una película de John Woo. Es un foco en la acción que podría sonar preocupante dados los precedentes, pero que viene a reivindicar la versatilidad de un juego que a fin de cuentas tiene dos protagonistas por algo. Además, la inversión de roles resulta refrescante: tanto el personaje masculino como el femenino están sobrados de recursos, pero parece evidente a quién es más peligroso hacer enfadar.

Pero hay otro protagonista. Como ya sucediera en la aventura original, el propio marco, la ciudad, los callejones, las ratas y esa arquitectura entre lo familiar y lo onírico cuentan más cosas que miles de líneas de diálogo, y esa apuesta por lo físico y lo tangible se trasladan a unos entornos que no solo rezuman vida por estar invadidos por alimañas. Es algo que se hace especialmente sensible en escenarios como la mencionada mansión de los relojes: una maquinaria de precisión absurda que se va desplegando ante nuestros pasos, con paredes que repentinamente son suelos y salas circulares que se desdoblan como en un desplegable para niños. Cada engranaje es perfectamente visible, y hay máquinas de vapor, y instrumentación médica, y un hombre conectado a un casco siniestro que alguien abandonó allí por alguna razón. También hay centinelas mecánicos que no tardarán en ser pasto de nuestra navaja, y al levantar su mandíbula para finalizar la faena volvemos a maravillarnos con el trabajo de un equipo de modelado que espero que ahora mismo esté en chancletas disfrutando de una merecida piña colada. Todo a nuestro alrededor despide ese tipo de fascinación que te pide jugar despacio, no perderte ningún detalle. Saltamos al conservatorio, y vuelve a suceder lo mismo: animales disecados que sirven de plataformas, brujas, gente tomando el té sentada en lo alto de una lámpara de araña. Y entonces miras por un balcón, y observas la ciudad, majestuosa, amenazante, bañada por el sol del mediodía. La que se nos viene encima.

En uno de esos pasillos que a la vez son paredes y a la vez son relojes nos encontramos con un hombre extraño. Tras mirarnos de arriba abajo y dar un par de caladas a su vaporizador, nos espeta: "te pareces mucho a tu padre". Más allá de las implicaciones argumentales de semejante afirmación (pocas a estas alturas), puede que aquí esté su verdadero talón de Aquiles. En la sombra de un juego que ya casi es leyenda y que resultará complicado hacer olvidar. Porque Dishonored 2 es más de todo, concretamente el doble, pero ha perdido el factor sorpresa. Por eso, en cierto modo, creo contarme entre los afortunados: por algún motivo nunca pude terminar el original. Algo me sacó fuera, probablemente esa realidad que se parece a la nuestra lo justo para no dejar de inquietar. Quién sabe, quizá es que me dan demasiado miedo las ratas. Por eso soy yo el primer sorprendido: pese a todo, no puedo evitar arder en deseos de volverlo a intentar.

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