Divinity II: Ego Draconis
Volando a ras de cielo.
Equivocarse es humano, dice el dicho popular. Y desde luego así es: en la escuela aprendemos a sumar y a restar mediante el método ensayo-error; en la universidad, algunos (muchos) acabamos centrándonos en lo que toca tras sufrir unos cuántos palos por el camino; y en la industria misma, no hay proceso que no se repita una cantidad prudente de veces para confirmar la viabilidad y seguridad del mismo. Divinity II: Ego Draconis es el inevitable resultado de un largo proceso de intentos no demasiado afortunados que al final ha acabado por reinventarse con gran acierto.
Dragones, mazmorras, mundo medieval-fantástico estándar… Así es, la radiografía de un juego de rol clásico, de los de toda la vida. Suficiente para atraer o alejar sin remedio a hordas de seguidores y detractores por igual. Pero tras la máscara prejuiciosa de lo prototípico y lo banal, se esconde un título capaz de coger pellizcos de calidad de otros referentes del género del rol occidental, y añadir un par de pinceladas de propia cosecha para finiquitar una obra francamente buena.
Situación: Rivellón. Objetivo: Imperiosa necesidad de acabar con la raza de los dragones y sus súbditos humanos, los caballeros dragón. Así comienza la historia del personaje, previo paso por el cirujano plástico, que nos permitirá elegir parámetros básicos como el sexo, el estilo de cara, y un par de sesiones de peluquería a la carta. La historia, como no podía ser de otra manera, gira en torno a lagartos mitológicos alados, y sus loables intentos por lograr la supervivencia de la raza, muy mermada tras varios acontecimientos traducidos en guerras y asesinatos que han acabado por poner a todo el mundo –literalmente–, en su contra. Y por si fuera poco, ahí estamos nosotros, con un mandoble de siete pies sediento de sangre draconiana.
La mecánica de juego es sencilla, tras la capa de misticismo y dificultad que se esconden, inicialmente, muchos juegos de rol: hay una historia principal que seguir, y luego un buen puñado de misiones secundarias para apaciguar el ansia de sangre (y experiencia) de todo aficionado al género. Claro que lo de secundarias es tan sólo un eufemismo para decir 'o las haces o las pasarás canutas en breve'. Porque sí, este no es un juego de rol sencillo, que dependa únicamente de nuestra inteligencia para tener éxito. También estamos condicionados por nuestra habilidad a los mandos del matadragones: estamos ante un pseudo-action-RPG con un gran trasfondo detrás. Con unos cuantos comandos básicos –movimiento, ataque, salto, y paren de contar–, y un buen uso de las ranuras de habilidades y objetos rápidos, el juego es capaz de desarrollar una profundidad pocas veces vista en un combate. Eso sí, en muchos casos, es más importante la picardía del jugador para aprovechar las limitaciones de la IA que la habilidad propia o el potencial del personaje.
Salvando las distancias, Divinity II se asemeja a ese clásico español atemporal de Rebel Act Studios, Blade: The Edge of Darkness, fusionado y rebajado con algo de la obra de Peter Molyneux, Fable. Disponemos de un sistema de apuntado automático, que a cortas distancias funciona relativamente bien, pero a largas tiene la molesta costumbre de cambiar de enemigo al más mínimo movimiento del ratón, algo que en ocasiones dificulta el acabar rápidamente con un enemigo en concreto. Luego, además, el botón de salto hace las veces de utilidad para esquivar ataques, pudiendo fintar rodando lateralmente o dando una voltereta hacia atrás. Según la combinación de movimiento más ataque que se haga, el matadragones se encargará de realizar un tajo u otro con el arma que llevemos. El tema del combate a distancia se ha equilibrado con bastante acierto: la magia es evidentemente más destructora que las armas a distancia, arcos por necesidad, pero los ataques de proyectiles son totalmente infalibles salvo que haya algún obstáculo en medio, mientras que las bolas de fuego y ráfagas mágicas son, en general, bastante sencillas de esquivar en un 1 vs 1. Además, los arcos disponen de munición infinita, mientras que la magia depende de la cantidad y la velocidad de regeneración del maná.