Análisis de Don't Starve: Giant Edition
Vive un día más.
Los canadienses Klei Entertainment ya no sorprenden a nadie. Hoy en día su sello es garantía de buenos juegos, producciones cuidadas y personales. La trayectoria del estudio, desde que debutara en el 2006 con Eets, ha ido paso a paso, de menos a más, hasta convertirse en una de las desarrolladoras independientes más interesante del panorama actual. Con Mark of the Ninja firmaron su mejor título hasta la fecha, explorando los márgenes del sigilo para abrir nuevas posibilidades en un género que otros tantos llevan años reproduciendo con bastante menos gracia y talento (y en 3D). Si bien Mark of the Ninja es fruto del talento, Don't Starve, que marcó un cambio radical de registro, lo fue también de la inquietud. Sin inquietudes el talento se muere.
Las plataformas y el sigilo dieron paso a un roguelike de gestión de recursos y supervivencia, una decisión arriesgada, teniendo en cuenta lo bien que el estudio se desenvuelve en esa mezcla tan recurrida de plataformas combinadas con otros elementos (beat 'm up como en el caso de las dos entregas de Shank, o el sigilo en el ya citado Mark of the Ninja). Una decisión arriesgada, porque los juegos con muerte permanente requieren de curvas de aprendizaje indirectas, algo a lo que el jugador actual está poco acostumbrado.
Una de las mejores cosas que hace Don't Starve es no explicarte nada de forma evidente, y de paso demostrar que los tutoriales son tan poco necesarios como para que se puedan incluir en el propio título del juego. "No morirse de hambre" es lo único que necesitamos saber, el precepto mínimo básico hacia el que se orientarán todos los movimientos y estrategias que tracemos durante las primeras partidas. El estudio canadiense parece saber bien que el aprendizaje deductivo es el mejor método de enseñarte a jugar videojuegos, que no hay necesidad de que te expliquen cómo funciona un ente interactivo de otra manera que no sea interactuando libremente con él.
El primer contacto con el juego es confuso porque así debe ser, porque también sería confuso si nosotros mismos despertáramos en mitad de un bosque donde sobrevivir con lo puesto y lo que vamos encontrando. Los primeros movimientos son ilógicos (arrasar con lo que podamos del bosque recogiendo todo a nuestro paso, nos haga falta o no) y desembocan en muertes prematuras, pero también destapan la necesidad de planificar los movimientos, de tener claro qué necesitamos en cada momento, y qué tenemos que hacer para obtenerlo. No hay tiempo para mucho más, de hecho. Deambular sin objetivos o sin una estrategia definida es penalizado de muchas formas diferentes que, efectivamente, acaban todas en más muerte.
Morir en un juego con muerte permanente es un recurso más de la mecánica, cuya función varía dependiendo del uso que se le dé. La muerte aquí es permanente pero nunca es gratuita; se trata de un recurso didáctico. Cada muerte nos enseña algo, cada una de esas muertes es la consecuencia de una serie de malas decisiones, de la imprudencia, de no saber cómo afrontar una situación extraña, o incluso del azar, porque también el azar es parte de nuestra vida y puede llegar a jodernos un plan estupendo tanto o más que nuestros propios errores. Cada muerte nos enseña y nos orienta sobre el camino a seguir en cada nueva oportunidad que se nos da.
Una vez que están claras las cuatro o cinco cosas básicas que debemos hacer para no morir la segunda noche el juego empieza a desenvolverse con un ritmo expansivo que deviene de la concreción de las acciones individuales: cuanto más precisos seamos a la hora de recoger los recursos necesarios para cubrir necesidades, más accesible será el mundo que nos rodea, más preparados estaremos para explorarlo, para hacerle frente y que nos revele algo más que interrogantes. El proceso de apertura del juego, progresar en el mismo, es la consecuencia indirecta de dominar un montón de pequeñas rutinas básicas, nunca un camino directo entre varios puntos presto a ser recorrido alegremente.
Cuando alcanzamos un nivel más profundo de dominio ya estamos en disposición de doblegar un poquito ese ritmo implacable que el juego nos marca y supedita nuestra forma de jugar, hasta el punto de poder imponerle un poco del nuestro. Esto se ve favorecido por el acceso a los diferentes personajes, cada uno con habilidades diferentes que en ocasiones funcionan como atajos. Y cada uno, a su vez, aporta su propias dinámicas en función de sus características. El juego tampoco necesita explicarte que además de sobrevivir hay un objetivo concreto porque en algún momento de la aventura, cuando ya dominas los objetivos parciales, las necesidades, el entorno, y eres capaz de vivir el tiempo suficiente como para explorar bien el mapa, acaba apareciendo.
La suspensión de incredulidad se conjuga con la sorpresa constante. Don't Starve tensa las cuerdas y preserva ese ritmo pausado para que las sorpresas y los secretos revelados sigan apareciendo aún después de muchas, muchas horas de juego. La estética, delicada y lúgubre, funciona a las mil maravillas en relación al mimo y dedicación que el juego le exige al jugador. Áspero al principio, se convierte en un gusto adquirido si lo abordamos con paciencia.
La versión para Wii U, lanzada dos años después del estreno, vuelve a demostrar que Don't Starve soporta bien cualquier plataforma, a pesar de la pérdida de economía que conlleva en este tipo de juego cualquier sistema de control que no sea teclado y ratón. Por lo demás, la propuesta sigue tan fresca como el primer día, y esta versión supone una excelente oportunidad para todos aquellos que aún no hayan podido disfrutarla. O para los que quieran repetir.