Análisis de Donut County
Raccoon City.
Es difícil no sentir una simpatía especial hacia los juegos que no tienen tutorial, pero no porque quieran que el jugador luche activamente por aprender las mecánicas del juego, sino porque simplemente no lo necesitan: la premisa alrededor de la que orbitan es lo suficientemente sencilla o intuitiva para hablar por sí misma y no necesitar explicación. Resulta curioso que este sea el caso de Donut County porque la idea del juego - ¡como muchas de las mejores cosas de la vida! - surgió de una broma: un tweet de la cuenta de Twitter de Peter Molydeux, una parodia del diseñador británico Peter Molyneux (Theme Park, Fable, Dungeon Keeper) que invitaba a sus seguidores a diseñar un videojuego en el que "eres un agujero, y tienes que moverte por el escenario haciendo que los elementos caigan en el lugar adecuado en el tiempo correcto".
En realidad, no hace falta mucho más para explicar el juego: está estructurado en diferentes niveles, cada uno correspondiéndose con un escenario de una ciudad ficticia con animales como habitantes. Hay un pequeño poso de Animal Crossing aquí, tanto en la estética dulce y amable como en el hecho de que los personajes no tienen actores de voz sino que deletrean las palabras que pronuncian con un generador de sonidos, como en el título de Nintendo. No tiene absolutamente nada que ver, no obstante, en la forma de jugar: no es un juego de construir, sino de destruir. Empezaremos con un agujero casi diminuto, en el que solo podremos encajar los objetos más pequeños, y cuantos más elementos introduzcamos en ese hueco, más grande se hará, dando cabida a enseres todavía más grandes, hasta que nos encontremos con un hoyo gigantesco con el que podemos absorber grandes rocas, casas, y tarde o temprano, la totalidad del nivel en el que nos encontremos. Es, por tanto, una cuestión de orden: los objetos pequeños primero, y los más grandes después.
Dicho así, no parece que tenga mucha miga, pero es que tampoco la necesita: el simple acto de hacer el caos, de "desconstruir" lo ya construido, de crear desorden en el lugar establecido de las cosas, es suficientemente satisfactorio por sí mismo. La interacción entre los objetos del entorno, además, es uno de los principales alicientes para seguir jugando. Para añadirle un poco de complejidad, claro, conforme avanzan los niveles descubrimos determinadas interacciones entre los objetos que hacen las cosa más interesante. En ocasiones concretas tendremos que utilizar los objetos de maneras determinadas para desentrañar los puzzles que nos permitirán avanzar, y es extraordinariamente difícil no sonreír un poquito la primera vez que nuestro agujero se traga una hoguera, y después unas mazorcas de maíz, y como resultado salen despedidas un montón de palomitas en todas las direcciones.
Probablemente, después de tres párrafos de análisis, es hora de hablar del elemento verdaderamente importante del juego: los mapaches. A pesar de que la premisa del título gira alrededor de la mecánica ya descrita, hay una historia que lo cohesiona todo, que le aporta matiz narrativo a lo que estamos haciendo: nuestro protagonista es un mapache que regenta una tienda de dónuts y que está enganchado a un juego de móvil que consiste, precisamente, en hacer agujeros en la vida real en los que recolectar basura para conseguir puntos in-game. Accidentalmente, su adicción ha hecho que todo el pueblo en el que reside haya sido consumido por el agujero, y necesite rescatar a los habitantes de lo que sea que hay ahí abajo. Así, cada nivel cuenta la historia de cómo uno de los animalillos protagonistas fue abducido, y todo ello conduce a un inevitable desenlace. No es que sea una historia apasionante, ni particularmente intrincada ni sorprendente: lo que pasa es que es extraordinariamente cómica. El humor es uno de los elementos principales del juego, y está presente en todas y cada una de sus facetas: desde los diálogos y conversaciones por mensajes de texto que suceden en los interludios hasta la pequeña e irremediable comedia al ver un objeto gigantesco, una granja o una casa o incluso una montaña, precipitarse hacia el abismo como quien no quiere la cosa. Uno de los matices más graciosos del juego, de hecho, está escondido en un lugar totalmente opcional: después de cada nivel, desbloquearemos entradas nuevas en la "trashopedia", una enciclopedia de basura, relacionados con los objetos que hayamos engullido. Lo divertido es que las descripciones de estos objetos están escritos desde el punto de vista de un mapache así que, básicamente, todas y cada una de ellas son un pequeño chiste:
El resultado es una experiencia simpática, agradable, que no dura más que un par de horas y termina dejándonos satisfechos. Y parece curioso que su diseñador, Ben Espósito, lleve dedicándose a crear este juego en su tiempo libre durante seis años, porque definitivamente se siente como eso, como ocio sincero, como unas vacaciones: no siempre son trascendentes, pero sirven para descansar un rato del resto, para no pensar mucho, para dejarse llevar por la inercia de los días y deleitarnos en lo cotidiano y en lo común. Y, como unas buenas vacaciones, no siempre te cambian la vida, pero en el fondo, tampoco hace falta, ¿no? Basta con un par de anécdotas, un par de recuerdos bonitos y un buen sabor de boca.