Análisis de Doom
Viejo nuevo conocido.
Doom no fue el primer shooter, pero carga con él el merecidísimo título de ser uno de los fundadores del género. En su momento el impacto que causó fue tan grande que cualquier juego que recordara ni que fuera remotamente al de Carmack y Romero se definía como un clon de Doom. Tampoco fue el primer juego con un modo multijugador, ni el único que ofreció un entorno inigualable para dejar volar la imaginación de los usuarios con el objetivo de crear mods de todo tipo (hubo uno especialmente memorable, creado por Justin Fisher, que modificaba totalmente el estilo de juego de Doom y Doom II al añadir mecánicas de sigilo; una simple muestra del poder de los mods y un presagio de los shooters que jugaríamos en el futuro), pero sí logró afianzar esa práctica como ningún otro siguiendo el mantra de Carmack de que la información debía ser libre, y también el único en realizar un salto tecnológico tan grande y en dejar una huella que parece indeleble: todavía hoy existen comunidades de modders centradas en sus juegos. Veintitrés años después. Mucho de lo que entonces se vio como algo novedoso se considera ahora parte indivisible del género.
Hay tres elementos que destacan por encima de los demás en este reboot de Doom realizado por id Software y que respetan con un talento reverencial el juego de Carmack y Romero, ausentes en este proyecto. El primero y más obvio, más allá de la visita a Marte y de las interminables hordas demoníacas, es la sensación de velocidad, de viaje trepidante y frenético que te obliga a enfrentarte a la acción de forma agresiva, casi adrenalínica; es un juego fluido y sólido cuyos 60 frames por segundo son, nunca mejor dicho, a prueba de bombas, y es de aquellos que te hacen sentir que tu habilidad está por encima de toda duda y de cualquier amenaza. Doom siempre ha tenido la intención de despertar nuestra bestia interior con la aceleración artificial, death metal y gore paródico, relegando la historia a un segundo (o tercer) plano. No busca ni quiere ser trascendental, tan solo divertido y destilar algo de sentido del humor. Y este caso no es una excepción.
El segundo elemento es uno que bien podría haberse pasado por alto, pero que demuestra el respeto con el que id Software ha emprendido este proyecto: la ausencia de recarga. Al más puro estilo Carmack, podemos usar todas las armas del juego hasta vaciarlas sin recargar ni una sola vez, lo que unido al frenetismo y a la interminable sucesión de estímulos logra que el festival de destrucción sea todavía más satisfactorio. Creedme cuando os digo que echar una partida a Doom es más efectivo para la somnolencia que meterse un café triple entre pecho y espalda - y sé de lo que hablo. El tercer y último elemento de esta estructura troncal que resulta tan halagadora para todo seguidor de la franquicia es la ausencia de coberturas, y por consiguiente de la regeneración automática de salud. Esto no es un pasatiempo para críos ni un juego en el que sentirse reprimido o amenazado: de lo que aquí se trata es de dejar la piedad a un lado y ser el más badass entre los badass. Y al fin y al cabo, todo esto de la velocidad, la ausencia de recarga y de coberturas, se resume en una sola palabra: movimiento. Doom es un juego que exige movimiento constante, que no se entiende sin él y que recompensa con, como decía, un estímulo tras otro que casi parece imposible de procesar y asimilar. Pero solo lo parece, ahí está la gracia.
Este nuevo Doom es un homenaje realizado con respeto por gente que sabía exactamente lo que quería hacer y que conoce perfectamente el juego original: conocen su esencia, la importancia de la fluidez, el protagonismo de sus armas y escenarios; conocen su inseparable brutalidad, y demuestran su soltura en el género. Sí que se toma, claro, algunas concesiones, y lo que aporta de nuevo, entre muchas otras cosas, son las maravillosas ejecuciones. Cuando los enemigos están a punto de morir víctimas de nuestros disparos empiezan a brillar mientras se tambalean aturdidos, lo que nos da un margen de tiempo para acercarnos a ellos y presionar R3 (en el caso de PlayStation 4, que es la versión analizada) para poner fin a su agonía de formas realmente brutales y efectistas. Es un festival de sangre y vísceras que además suele estar recompensado con power-ups para nuestra salud y la tan preciada munición, por lo que son un recurso efectivo y recurrente cuando estamos al borde de la muerte, y una mecánica que ya parece indivisible de Doom: es una recompensa al juego agresivo, el mismo que se te invita a llevar a cabo constantemente y la esencia de cualquier Doom, y además resulta clave en el fluir de la acción. Cuando te encuentras en una habitación con decenas de enemigos al mismo tiempo las ejecuciones suponen un soplo de aire fresco en la fórmula de correr, disparar y saltar, enlazando la acción para la siguiente sección de correr, disparar y saltar. Es como un minucioso baile virtual donde todos los pasos se realizan en el momento justo, y es por eso que son tan satisfactorios. Y un detalle que puede pasar desapercibido, pero que me ha parecido interesante remarcar: asignar la mayoría de acciones contextuales que normalmente realizaríamos con el botón X al botón R3 no es fruto de la casualidad, sino que responde a un tema de accesibilidad. Doom, como decía, es un juego que vive de la velocidad y el movimiento, por lo que cada segundo es oro; mover el pulgar del joystick hacia uno de los botones podría consumir ese instante tan preciado en el que salvar tu vida.
La importancia de la respuesta inmediata de los controles y de nuestros propios reflejos se plasma también en nuestro arsenal, ya que a pesar de que existe una rueda para elegir distintas armas (cuyo uso ralentiza un poco el tiempo, lo que es bastante útil) únicamente podemos alternar entre dos de ellas en tiempo real, lo que hace que debamos pensar muy rápido cuando nos enfrentamos a hordas y hordas de enemigos para calibrar qué arma resulta mejor en cada momento y para cada enemigo. Las que podemos necesitar de forma más urgente, como la bestial motosierra, que deja un reguero de munición tras las ejecuciones, o la mítica BFG, tienen cada una un botón propio asignado (cuadrado para la primera, triángulo para la segunda), por lo que nunca estamos a más de un botón de generar una masacre si las cosas se ponen feas. Es posible además mejorar dichas armas con modificadores que encontramos durante el juego y que añaden una opción secundaria a cada una de ellas; un disparo explosivo para la escopeta, un tiro inmovilizador para el rifle de plasma, misiles para el rifle de asalto... La armadura, del mismo modo, también puede mejorarse mediante potenciadores que encontramos en los cadáveres de soldados de élite repartidos por los escenarios, un elemento más que potencia la exploración de sus intrincados y ricos niveles.
Porque, precisamente, una de las cosas que más brillan es el magnífico diseño de niveles, inteligente y repleto de detalles, secretos y referencias a la historia de la saga. Es una linealidad compleja que refleja el cariño que el equipo de desarrollo ha depositado en su confección echando tan solo un vistazo al mapeado de cada zona; puertas aparentemente inaccesibles, pasillos, conductos de ventilación, verticalidad, distintos caminos para alcanzar un mismo objetivo... ¿Conocéis esa sensación de elegir uno entre varios camino e ir avanzando mientras os reconcome la intriga de que quizá por el otro había algo más interesante? ¿De no saber si seguir adelante o recular para investigar? Este Doom es eso constantemente, y de este modo logra que te fijes de forma orgánica en todos los detalles y recovecos porque nunca sabes dónde te espera la siguiente sorpresa.
El núcleo del juego, por su parte, puede resumirse en una sucesión de zonas que se mantienen bloqueadas hasta que eliminamos a los demonios de turno; no es nada nuevo ni debería sorprender a nadie, aunque a medida que avanza el juego el patrón parece estar menos disimulado, y resulta algo más restrictivo, más evidente, que cada dos habitaciones deberemos acabar con algunas hordas para poder seguir hasta el siguiente nivel. En ningún caso supone un problema porque la acción de Doom es endiabladamente divertida (he hecho un juego de palabras, ahí), pero los enfrentamientos terminan siendo más previsibles que en los juegos originales, donde no era tan evidente esa división entre secciones.
Como el modo para un jugador, el multijugador de Doom es rápido y frenético, y resulta una suerte de viaje nostálgico a la esencia de los shooters de los noventa. Podemos elegir dos armas del arsenal clásico del juego junto con otras concesiones, como el rifle de francotirador, que ajustan las tuercas para ofrecer todo tipo de estilos de juego. Además de los modos habituales, como la muerte por equipos o Dominación, Doom introduce algunos modos más llamativos como la cosecha de almas (sal de mi cabeza, Dark Souls), en el que debemos hacernos con el alma del enemigo abatido antes que el rival. O Sendero de guerra, una suerte de Rey de la colina en el que la colina va cambiando de lugar y debemos mantenernos dentro de ella. Y para rizar el rizo, en cualquiera de los modos aparece una runa cada cierto tiempo que nos convierte en un demonio de armas tomar (y que podemos elegir en la pantalla de personalización de entre cuatro opciones, cada uno con su estilo de juego), lo que consigue que la locura y el caos de las partidas sean todavía mayores. Esto no es Call of Duty, claro: también en el multijugador la batalla es de reflejos, y los encuentros pueden resolverse en cuestión de segundos. No es la esencia de esta entrega (algo reservado a la campaña) porque no destaca mucho en nada y en ocasiones parece estar ahí para poder decir que, en efecto, ahí está, pero tampoco es un añadido que pase desapercibido.
Había quien cuestionaba que id Software pudiera captar tan bien la esencia de Doom sin Carmack ni Romero a la cabeza, pero la desarrolladora ha conseguido precisamente eso: demostrar que no son esenciales, centrarse en el corazón y en la brutalidad de los shooters old-school para ofrecer un tipo de juego que ha dejado de ser convencional, pero que sigue siendo el más divertido y efectivo. Doom entretiene, y la campaña para un jugador es un trepidante viaje que nunca se hace pesado; caótico, veloz y con un diseño que se adelanta al jugador, actualmente hay pocos shooters (o ninguno) que hagan lo que se proponen tan bien como este Doom. Sin florituras, tan solo confiando en la esencia del shooter, en crudo. No es un juego revolucionario ni busca serlo, y precisamente por eso la jugada ha sido tan efectiva: es un viaje al pasado que, paradojas de la vida, ha resultado ser un auténtico soplo de aire fresco.