Dragon Age: Origins
El mejor RPG del año.
Dragon Age: Origins llega en una época en la que innovar lo es todo: los juegos de guitarra ya van quedándose un poco mustios, pongámosles un plato de DJ; los juegos de puzzles están algo oxidados, vamos a hacer que el usuario pueda escribir los objetos con los que quiere resolver los acertijos. Innovar es clave, la palabra innovación aparece por todos lados y un juego innovador tiene mejor consideración que uno anclado en el pasado: lo que se hacía antes no es válido hoy, hay que innovar, la industria tiene que ser innovadora y sólo así avanzaremos.
Al mismo tiempo, nunca tanto como ahora el usuario ha pedido tanto revisionismo: por un lado, qué guay que las cosas innoven, pero por otro me gustaría un remake de esto, de aquello y de lo de más allá, aunque eso sí, no me cambies mucho las cosas que me mosqueo; ansiamos la novedad y la revolución del videojuego pero estamos aferrados al pasado y a las tradiciones más rancias al mismo tiempo. La época del remake, la revisión y el refrito ve llegar a Dragon Age: Origins, que está encabezado por dos banderas: la del pasado y la del futuro, la de la tradición y la de la innovación. Fijándose en el ayer, Dragon Age apunta al mañana. Y lo hace muy bien.
BioWare tiene su logo tatuado a fuego en el corazón de muchos aficionados al videojuego por Baldurʼs Gate y su secuela, dos juegos de rol tradicional que, casualmente, suelen ser mencionados por muchos aficionados cuando se habla de remakes que gustaría ver. Aunque no podemos hablar más que de sucesión espiritual, es bien cierto que Dragon Age: Origins llevará a cualquiera que está familiarizado con los juegos de la Puerta de Baldur a pensar en el pasado, lo cual no es ni remotamente malo: al contrario, tomando el sistema de juego ya algo rancio de sus juegos con el motor Infinity como punto de partida, BioWare ha conseguido otro con entidad propia que funciona a la perfección y que, cosa importante, encaja bien con la historia del juego.
Es crucial hablar de la historia porque si Dragon Age: Origins será recordado por algo, ese algo será su narrativa y su alejamiento definitivo y definitorio de ese dejo indeliberadamente naïf y ligeramente ridículo que suele tener crucificado a este tipo de juegos. Alejándose de Dungeons & Dragons para crear su propio mundo (no por ello menos rico, ni mucho menos: la mitología del mundo de Thedas es extensa, coherente, interesante, algo muy a tener en cuenta teniendo en cuenta que con Baldurʼs Gate tenían, por así decirlo, la mitad del trabajo hecho), la historia de Dragon Age es oscura, adulta y compleja, y no escatima en modificaciones a la mitología tradicional de estos mundos fantásticos para dar profundidad a su trama.
Por ejemplo, los elfos, eternos dandis de los juegos de rol, aquí son parias, esclavos miserables a los que los humanos desprecian. Por ello, también resulta significativo que podamos jugar como humano, elfo o enano, las tres grandes razas del juego. Jugando como enano o elfo, nuestro trato con los humanos no será igual que si fuéramos otro humano, ni siquiera la historia es igual: dependiendo de nuestra elección al principio del juego, tenemos seis historias diferentes de partida, y nuestras decisiones durante la partida harán que la trama vaya hacia un lado u otro, influyendo enormemente en su desarrollo y siendo, del mismo modo, cruciales para el final de nuestra historia.
Muy sensatamente, Electronic Arts nos ha pedido que no hablemos de la historia más de la cuenta, y es comprensible: estamos ante un juego de una potencia narrativa inusitada, no sólo bien narrado sino al mismo tiempo interesante por el propio peso de la historia que cuenta. La complejidad de la moral a la hora de conversar, por ejemplo, es tal y afecta de tal manera a la historia que resulta completamente delicioso charlar con los NPCs, porque por fin se nos trata como adultos: las opciones de conversación no aparecen ordenadas de diplomática a violenta, por ejemplo, ni se nos indica cuál es la respuesta neutral o la que va a gustar a determinado miembro del grupo; nuestras decisiones gustarán a unos y no tanto a otros, pero no lo sabremos hasta que no llevemos la conversación por determinados derroteros, simulando así muy bien los infinitos grises de las relaciones interpersonales en la realidad.