Análisis de Dragon Quest 11 S: Ecos de un Pasado Perdido
El día de la marmota.
Siempre me han fascinado las mecánicas que no sirven para nada. Ejemplos hay a patadas, desde el minijuego de puesta a punto que permitía llevar a las legiones de Astral Chain como los chorros del oro (vivo atenazado de terror ante la perspectiva de que alguien descubra que aquello tenía un efecto en las estadísticas) a grandes éxitos como el botón de fumar de Vanquish o la posibilidad de achuchar a Trico, todos ellos grandes demostraciones de lo que puede conseguirse cuando un juego se atreve a demoler esa relación supuestamente innegociable entre las acciones del jugador y el concepto de recompensa explícita. Hacer algo a cambio de nada parece atentar contra los principios de acción y reacción del videojuego mismo, y precisamente ese es el motivo de que resulte una herramienta tan potente en términos narrativos.
Y no hablo solo de la generosidad y el desinterés, dos catalizadores estupendos a la hora de forjar verdaderos vínculos: rascarle la panza a nuestro compañero o acariciar a un perrete solo porque el corazón nos lo pide sin duda cuenta un montón de cosas, pero romper ese bucle también implica oportunidades de cara a dibujar personajes, ambientes e incluso sagas enteras. Hablo, por ejemplo, de ese botón que hace que Luigi llame desesperado a su hermano en cualquier Luigi's Mansion, o de aquel otro que en Rime nos permitía corresponder a los momentos más bellos con un quejido de puro asombro. Son mecánicas inútiles, sistemas vacíos desde un punto de vista puramente jugable que sin embargo establecen un tono y una intención, pequeños puntales de carga sin los que la experiencia entera terminaría viniéndose abajo. Y quien lo diría, porque con el sistema de combate de Dragon Quest XI sucede exactamente lo mismo.
Dragon Quest XI, ese juego de rol japonés que se juega como siempre y se ve como nunca, y que pese a su conservadurismo militante y testarudo deja un resquicio para una pequeña revuelta, para lo que parece un soplo de aire fresco entre tanta cifra y tanto menú desnudo: combatir vamos a combatir como siempre, intercalando comandos de ataque, defensa y magia en un sistema de turnos férreamente ordenado, pero ahora podemos desplazar a los personajes de manera libre por el escenario. Y ahí está la clave, en las apariencias. En un sistema que parece ceder, pero en el fondo no lo hace en absoluto: tras toparnos de bruces con un esqueleto o un grupo de limos y decidir sacar las espadas a pasear (algo que por suerte sí funciona exactamente como parece: el combate por turnos es y será siempre una cuestión de gustos, pero los encuentros aleatorios son un engorro y un coñazo y de este caballo no me pienso bajar), nuestro equipo de héroes tiene vía libre para comenzar las hostilidades.
Para atacar, para defenderse y sobre todo para orbitar a placer alrededor de los enemigos, quizá buscando la espalda de un jefe que solo ataca de frente o alejándose del peligro cuando toca encajar un ataque de área de efecto, pero todas esas lecturas deliciosamente estratégicas están solo en nuestra cabeza. Los ataques nos alcanzan igual, el efecto de nuestros tajos ignora por completo el ángulo con el que los descargamos, y en suma el efecto real de todo el sistema de desplazamiento libre es cero. La nada. Niet. Y me parece una declaración de principios maravillosa.
Porque en el fondo todo funciona como una inmensa broma, como el corte de mangas que la serie le hace a los tiempos modernos y como la capitulación de mentira de una franquicia que ahora nos permite mover la cámara y maravillarnos con unos entornos tridimensionales de primera división porque estamos en 2019, pero que a la vez nos escupe en la cara que todo es un decorado. Que lo importante está detrás, en los números y la estadística, y que su intención de llegar a un acuerdo con la nueva generación es tan traicionera y falsaria como la de nuestro presidente en funciones. Dragon Quest XI es, más allá de las animaciones de lujo y los efectos de fantasía, un juego tan clásico y tan militante como lo eran el dos y el tres. Quizá por eso su argumento nos habla de una marca de nacimiento, de un elegido y de unos cuantos reinos que andan haciéndose la puñeta, pero al final el verdadero tema a tratar, la verdadera lección, es el paso del tiempo. No está mal para tratarse de un juego que lleva un XI en portada.
Y de ahí que de entre todos los añadidos que esta versión S espolvorea sobre el pastel tenga que quedarme por fuerza con uno que explicita todo esto aún más, esto es, con un modo bidimensional que permite echar un vistazo tras las bambalinas del Unreal Engine hasta descubrir ese corazón de píxeles y perspectiva forzada que realmente da base a todo. Aún así, es importante moderar las expectativas: es cierto que bastan un par de capturas y haber vivido los noventa para enamorarse, para acordarse inmediatamente de Final Fantasy VI, de Chrono Trigger y sobre todo de aquellos tiempos en los que Dragon Quest era un tesoro prohibido que nos observaba tras el cristal de las tiendas de importación, pero para este viaje al pasado puede que nos falten alforjas. Saltando de 3D a 2D vamos a perder cosas, y la que más duele nos toca de cerca.
Tan cerca, al menos en el tiempo, como esa versión de 3DS que hace tan difícil catalogar este modo 2D como una novedad de pleno derecho. Una versión que obviamente tuvo que conformarse con menos en lo tecnológico, y que se veía forzada a tomar distancias con sus encarnaciones de sobremesa mediante modelados más simples y enfrentamientos resueltos mediante un plano fijo y un puñado de tímidas animaciones; algo así como un eslabón perdido entre pasado y futuro que sin embargo reservaba la verdadera magia para su pantalla inferior, una ventana a los orígenes de la franquicia que en todo momento se atrevía con la traducción simultánea y hacía corresponder plano a plano y combate a combate el Dragon Quest XI de 2017 con el que se hubiera publicado hace veinticinco años. Es una posibilidad, la de la doble pantalla, que como es natural queda desterrada de esta versión de Switch, pero había una solución obvia. Una solución que no se ha tomado, y me cuesta entender el por qué.
Hablo, claro, de ese bendito comando que permitiera traducir a píxeles cualquier escena del juego de manera inmediata y para el que de nuevo sobran los referentes: Halo, Day of the Tentacle, las remasterizaciones de Monkey Island... Dragon Quest XI S no juega en esa liga, y en su lugar requiere que pasemos físicamente por una iglesia para comprobar como a las clásicas opciones de guardado, sanación y resurrección de los muertos se añade un salto a las dos o las tres dimensiones según sea el caso. Una limitación molesta que sin embargo acaba haciéndose comprensible tras el primer par de garbeos por aldeas que no se corresponden exactamente con su representación tridimensional y desfiladeros que simplifican su trazado y cambian las cataratas de sitio.
Es ahí cuando la ilusión se desvanece: Dragon Quest XI S no es un único juego con dos skins diferentes, sino un paquete de dos aventuras estrechamente relacionadas que reinterpretan sus escenarios cuando toca atendiendo a sus necesidades particulares. Ver aquí un vaso medio lleno o medio vacío ya es cosa de cada uno, aunque una cosa está clara: que los mapeados no sean idénticos justifica la imposibilidad de alternarlos en caliente, pero en absoluto hace lo mismo con su sistema de progresión.
Un sistema que por algún motivo nos devuelve al pasado cada vez que decidimos hacer uso de esta función, aunque de una manera menos poética de lo esperado. Y es que me refiero a un pasado inmediato, a un rebobinado de un par de puntos de control que nos obliga a repetir el capítulo cada vez que la curiosidad nos haga preguntarnos como se vería Gondolia en 2D. Y sí, es cierto que conservamos la experiencia y el equipamiento que tuviéramos en el momento del salto, algo que en mi opinión solo lo hace más injustificable. Obligar al jugador a repetir contenido en un juego de semejante amplitud suena incluso cruel, y aunque entiendo que de nuevo se tratará de una cuestión de gustos en mi opinión es lo que acaba de herir de muerte a un modo por otro lado interesantísimo. Aún así, tampoco está de más pasar lista de otro par de avisos importantes para el jugador moderno.
Como ya hemos visto Dragon Quest XI es un juego poco dado a hacer concesiones, y quien a pesar de todo decida aventurarse en su modo bidimensional haría bien en prepararse para una experiencia igual de árida que en los viejos tiempos y para un sistema de combate en el que vuelven, ahora sí que sí, los encuentros aleatorios y los enfrentamientos carentes de la más mínima animación. Los enemigos son ilustraciones estáticas, hay algún que otro destello cuando utilizamos determinadas magias, y se acabó lo que se daba. Y en el fondo creo que también tiene su valor arqueológico: si el Dragon Quest XI tridimensional pega tan duro como lo hace es en gran medida por su tino y su cariño infinito a la hora de reinterpretar y dotar de vida a cada uno de sus personajes, y volver a una época en la que los enemigos no se caían de culo cuando se llevaban un buen trompazo es una manera muy efectiva de aprender a valorarlo como merece.
Acabaremos haciéndolo más tarde o más temprano, porque por fortuna la repetición de contenido ya visto no es el único modo de disfrutar de un modo 2D en el que se ha volcado tanto trabajo. No es algo en lo que me gustaría detenerme más de lo que es prudente, porque hay sorpresas que es mejor descubrir uno mismo: dejémoslo en que Dragon Quest XI S no lleva la vitola de edición definitiva por capricho, y en que parte de ese contenido extra se articula así, mediante episodios alternativos que no pueden jugarse en tres dimensiones y que vuelven a incidir en el homenaje y el paso del tiempo revisitando incluso escenarios y personajes de entregas pasadas.
Por definición se trata de divertimentos que tienen un impacto muy relativo en los acontecimientos del argumento principal, y tres cuartas partes de lo mismo puede decirse de otros episodios extra más tradicionales que vienen a centrarse en el trasfondo de cada personaje. Todos están relacionados con un acontecimiento y un punto de la historia concreto, todos nos permiten tomar el control de secundarios a los que a esas alturas ya hemos tomado cariño, y todos, con sus más y sus menos, funcionan como siempre lo han hecho este tipo de añadidos en este tipo de ediciones: puedes vivir sin ellos, pero saber que te los estarías perdiendo genera el tipo de ansiedad que al menos en mi caso deja completamente obsoleta la versión de PlayStation 4.
Y supongo que decir esto es testimonio de hasta qué punto el asunto de los gráficos no es para tanto. Hay un bajón, sería absurdo negarlo, pero si somos capaces de hacer la vista gorda ante algún que otro diente de sierra y ante ese puntito borroso que sobre todo acusa el modo portátil, lo que queda es un portentoso trabajo de adaptación en el que además el contenido compensa con creces. Un contenido que no se detiene en ese juego dentro del juego ni en los mencionados episodios extra, y que matiza, corrige y amplía decenas de pequeños detalles que podrían convertirse en argumentos de peso según a quién le preguntes.
Habrá quien celebre a rabiar la posibilidad de escuchar las voces en japonés, o quien acabe de decidirse por la nueva banda sonora orquestal, o quien sepa valorar pequeños cambios de rumbo mecánicos como la posibilidad de acceder a la forja o redistribuir los puntos de habilidad en cualquier momento del juego. Pese a agradecer todas esas cosas ninguna de ellas me ha cambiado la vida, y por eso mi motivo vuelve a ser el de siempre, el que título a título sigue demostrando que Switch fue una idea genial: la posibilidad de jugar en cualquier lugar a una versión prácticamente inalterada de uno de los mejores JRPGs de sobremesa de todos los tiempos. Y no deja de tener su ironía que sea precisamente Dragon Quest quien demuestre que esto de vivir en el futuro no está tan mal.