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Avance de Dragon Quest VII: Fragmentos de un mundo olvidado

Ataca, ataca, ataca, cura, ataca.

En su edición original para PSX, Dragon Quest VII vio la luz hace la friolera de 16 años. Para ilustrar esto normalmente optaría por sepultar al lector bajo una tonelada de efemérides, pero como no tengo la wikipedia delante baste decir que por aquel entonces Zubizarreta acababa de retirarse de la selección, que los dinosaurios dominaban la tierra y e incluso me atrevería a jurar que aun seguía de moda el nu metal. Todo esto debería servir, como mínimo, para ponernos sobre aviso: Dragon Quest VII, o al menos esta reedición portátil, es un documento histórico, una oportunidad de oro para disfrutar de un título que nunca vio la luz en nuestras fronteras (sí lo hizo en USA, bajo el sobrenombre de Dragon Warrior) y supongo que algo parecido a un sueño para los fans de la vieja escuela y el turno como Dios manda. Dragon Quest VII, como digo, puede ser un montón de cosas; lo que desde luego no es, ni tampoco su reedición portátil, es un juego preocupado por respetar mínimamente los estándares actuales.

Tomemos como ejemplo un combate cualquiera. En un plano sencillo, tras un desplazamiento de cámara sin frivolidades innecesarias, se alinean nuestros rivales, una colección de mostrencos que van mezclándose al azar y que apenas cuenta con tres o cuatro fotogramas para representar un saltito nervioso o la simple respiración. Enfrente está el grupo, claro, o al menos las espaldas de una colección de héroes que solo aparece en plano en el momento de asestar el golpe: un salto adelante, un espadazo, 38 puntos de daño, que pase el siguiente. El mismo sistema de selección de objetivos es de una austeridad espartana (la pantalla se oscurece, la desafortunada víctima no), y en cuanto a los menús poco más se puede decir: lo minimalista de su diseño solo compite con su propia oferta de acciones. Podemos atacar, defendernos, usar objetos, ojear el menú de magias, bucear en una lista de habilidades o darnos a la fuga como unos cobardes, que siempre es mi opción favorita. Supongo que todo el sistema ganará cierto punto de profundidad con una renovada gestión de los jobs que pasa por ser de las novedades más destacables, pero al menos en su tramo inicial lo que nos encontramos es, simple y llanamente, el sistema de turnos de toda la vida, sin conservantes ni colorantes. El que muchos añoran de manera apasionada y el que vertebrara la entrega original, de acuerdo, pero que nadie espere revoluciones con el salto a portátil: Dragon Quest VII es en 3Ds el mismo festival de grindeo y piñazos de ida y vuelta que era a principios de siglo. El que esto sea una buena o mala noticia es un jardín en el que no tengo intención de meterme.

Aun así, puede que no estemos siendo justos del todo: es evidente que el juego, cualquier título de la serie y por extensión casi cualquier JRPG gravitan de una manera determinante sobre su aproximación al combate, que casi todos hemos escogido bando y que la simple mención de los turnos podría incitar a una buena parte del público a correr en dirección contraria. Sin embargo Dragon Quest VII es algo más que repartir mantecados, y en el resto de apartados sí que se aprecian ciertos intentos (algunos bastante tímidos, puede que por excesivo respeto al original) de modernizar las cosas. El más inmediatamente reconocible es la muerte de los encuentros aleatorios: la frecuencia de los combates sigue rayando lo agotador, pero ahora por lo menos está en nuestra mano decidir si llevar los deberes al día atacando a los enemigos de campo o dejarlo todo para septiembre. Generalmente suele tratarse de una idea horrible, y pocas sensaciones hay más frustrantes que dejarse los cuernos contra un muro de experiencia cuando las cosas acaban de ponerse interesantes, pero esta nueva versión sabe ser generosa y es extraño encontrarse en situaciones demasiado peludas como para superarse a un ritmo normal. El mantra en todos los casos parece haber sido la accesibilidad, el pulido de aristas y la adecuación del juego a unas nuevas generaciones que ignoran lo que es sudar de verdad, y prueba de ello es el propio arranque del juego: esa tortuosa secuencia inicial que pasó a la historia por hacernos esperar varias horas para pegarnos con el primer pedazo de gelatina, y que aquí ha recibido fortísimas dosis de tijera. Y sí, es cierto que la nueva versión de los puzzles es una parida, pero no seré yo el que levante la voz.

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Por eso, tratándose como se trata de un juego con la vista tan fija en el pasado y en traer hasta nuestros días el legado de los ancianos, no deja de tener cierta gracia que el mismo argumento se centre precisamente en eso: en atrevernos a abandonar la seguridad y el calorcito de nuestra isla natal (la única que existe en el mundo, aseguran) y explorar el pasado de todas las demás, un archipiélago de localizaciones que desaparecieron y que deberemos devolver al presente desfaciendo sus entuertos pretéritos. Así, y tras la comentada introducción en la que el hijo de un pescador une fuerzas con el príncipe heredero del reino y la hija del alcalde (el JRPG tiene a hacer extraños compañeros de cama), la estructura básica por la que transita el argumento viene a recordar a la de un anime con capítulos autoconclusivos: encuentra unos cuantos fragmentos de colores, sitúalos bajo el correspondiente pilar, viaja al pasado de una nueva isla, averigua el problema y arréglalo. Podría sonar sencillo, pero funciona a las mil maravillas: pese a su inabarcable longitud, es un argumento sencillo de degustar en pequeñas dosis, y siempre apetece descorchar una nueva historia. Algunas son francamente divertidas, porque el juego se empeña en priorizar el humor y porque el trabajo de localización es lo suficientemente osado como para plantear un poblado llamado, atención, Valdemouriño, en el que todo el mundo te habla en gallego. En fin, hay un motivo por el que la gente devora series y se duerme con las películas de tres horas.

Es un tono distendido y jovial, como de jugarse en zapatillas de andar por casa, que encaja como un guante con un apartado artístico que es la verdadera estrella de la función. Y no por espectacular o especialmente virguero, sino por saber sacar partido al talento de su auténtico jugador franquicia: un Akira Toriyama que sigue siendo capaz de hacer que una pared de ladrillos tenga su gracia, y que vuelve a demostrar que los modelos de millones de polígonos son el recurso de la gente sin imaginación. Aun así, la fiesta no dura hasta el amanecer, y hay ciertos puntos negros (especialmente relacionados con la distancia de dibujado y un popping de esos que sacan los ojos) que no consiguen estropear el conjunto pero son complicados de justificar. Y hablando del rey de roma, puede que sea el momento de atacar una de las mayores piedras que trae este nuevo par de zapatos: el sistema de inventario y gestión de equipo, que sigue apostando por unas cuantas decisiones que hoy por hoy resultan intolerables, como hacer de cada personaje un compartimento estanco. Es algo que aprendí por las malas la primera vez que morí por confiar en que las hierbas medicinales se almacenarían en una cesta común, y que sufro cada vez que adquiero una nueva espada y toca cambiarla de dueño.

Poniéndolo todo en una balanza mucho me temo que el resultado sigue haciéndose esquivo: Dragon Quest VII, por un montón de motivos, es uno de esos juegos que en absoluto son para todo el mundo. Tendrá sus fans enardecidos, porque es bonito, es cachondo, y pulveriza los ratios de horas por euro invertido. Y precisamente por eso puede que la traslación a portátil juegue un papel clave: en sesiones largas puede hacerse cuesta arriba, pero nada organiza mejor las partidas que las estaciones de metro. Sin embargo, y ya que hablamos de desplazarse al trabajo, no me cuesta imaginar a un aficionado al género que a estas alturas, y por muy bonitos que sean los vehículos clásicos, eche de menos los elevalunas eléctricos y el cierre centralizado.

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