Avance de Dragon Quest Builders
Ladrillo a Ladrillo.
Tras una dura jornada picando piedra en la cordillera del este y recorriendo los bosquecillos circundantes en busca de algo para comer, el sol por fin se pone en la pequeña aldea de Alefgrado. Apenas han pasado un par de lunas desde que conseguimos escapar de nuestra prisión subterránea, pero ha sido tiempo más que suficiente para aprender por las malas que cuando cae la noche lo sabio es buscar un techo: ahí fuera hay cosas que es mejor evitar. Sin embargo, nos cuesta conciliar el sueño. Aun queda mucho trabajo que hacer, los víveres escasean y si no terminamos pronto de levantar la nueva cocina no quedará más remedio que seguir racionando las bayas. Finalmente caemos rendidos, pero una voz entrecortada no tarda en interrumpir nuestro sueño: se trata de Dolfo, un estudioso de los antiguos textos al que rescatamos hace unas horas de una muerte segura y con el que compartimos un par de precarios colchones de paja. Los monstruos se acercan, acierta a decir. Desgraciadamente no se trata de un delirio producto del agotamiento: salimos al exterior armados con una rama rota, y observamos como un ejército de esqueletos avanza desordenadamente por lo que antes era nuestro taller. No están sedientos de sangre, ni cumplen los designios de ningún dios antiguo. Es mucho peor que eso: vienen a hacer agujeros en nuestras paredes y a destrozar unos jarrones monísimos que llevamos colocando toda la tarde. No pasarán.
Dejando de lado la literatura barata, es una escena que reproduce de manera bastante fiel la propuesta de Dragon Quest Builders: una propuesta que soy el primero en reconocer que sonaba a priori marciana, y que pasa por mezclar en una batidora algo alucinada dos conceptos tan dispares como el JRPG de toda la vida y un rompepistas de escala interplanetaria como Minecraft, responsable singular de la generación Youtube y de que un tipo como Notch le robara la mansión a un tipo como Jay Z. En ese sentido no hay trampa ni cartón: el juego ni siquiera se molesta en disimular la influencia de ese segundo ingrediente, y quienes esperen encontrar aquí un Minecraft de aspecto más amigable, con mayores dosis de humor y un componente argumental que aporte algo de salsilla al asunto pueden empezar a frotarse las manos. Sobre el papel, o mejor dicho, sobre la hoja de cálculo con las predicciones para el próximo ejercicio fiscal, la cosa pintaba estupendamente, pero algo no acababa de encajar. El problema, o eso pensaba yo, era casar peras con manzanas, y lidiar con un retoño que tenía todas las papeletas para resultar en una auténtica aberración genética. Por suerte puedo presumir de abultado historial en esto de equivocarme, y en su día tampoco daba un duro por el whisky con Red Bull.
Y si funciona, y vive Dios que lo hace, es porque de alguna manera cada una de las partes tapa los huecos de la otra. Porque el tono desenfadado y la tendencia a la estructura, el argumento y la causa y efecto del rol japonés arropan a un componente de construcción que gana en calidez y en objetivos claramente delimitados, y porque la apertura y el tener que construir las cosas con nuestras propias manos aportan verosimilitud a un género que suele hablar de aventuras y de reconstruir mundos pero raramente permite excursiones fuera de su férreo guión. El resultado es una mezcla casi perfecta en la que ambas partes pesan por igual, y en la que, sobre todo, siempre estamos jugando. Hay cierta linealidad, seguro, pero solo en la forma de un set de "misiones" que surgen siempre de los propios compañeros del pueblo: nada más llegar a nuestra primera base conoceremos a Pam, y con el tiempo iremos sumando nuevos colonos que refuerzan ese sentimiento de comunidad y de estar todos en el mismo barco. Cada uno de ellos tiene ciertas necesidades, generalmente enfocadas al bien común: un taller donde manufacturar objetos de uso diario, una cocina, unas cuantas hierbas con las que preparar ungüentos de curación... si nos aventuramos a las montañas, o si decidimos jugarnos el físico cazando unas cuantas quimeras, es porque realmente necesitamos algo, no porque una cinemática prenda fuego al poblado y nos provoque amnesia. Todo se siente real, o todo lo real que permite un mundo construido a base de bloques geométricamente perfectos.
Es una sensación que se ve acrecentada con el combate, que muy acertadamente huye de los encuentros aleatorios, las estadísticas y demás convenciones que no tendrían aquí sentido ninguno y resuelve las cosas de manera directa, mediante una barra de vida y un simple botón de ataque. Tanto es así que el mismo útil que blandimos para defendernos será el que utilicemos para descomponer los bloques del escenario y surtirnos de nuevas materias primas: la única complicación pasa por un modificador, el bumper izquierdo, que nos permite alzar la estocada para defendernos de enemigos alados o picar por encima de nuestra cabeza. Y como aquí nadie regala nada, la propia progresión vendrá delimitada por los artículos que nosotros mismos acertemos a construir: los puntos de experiencia no existen, pero acabar con nuevos monstruos aporta materiales con los que quizá apañar una nueva espada o una vestimenta que proteja mejor las partes sensibles. La única barra de progreso viene ligada a nuestra propia aldea, y los únicos niveles existentes en el juego los vamos a ganar construyendo nuevas murallas o ampliando los dormitorios. Hablaba antes de la idea de comunidad, y qué queréis que os diga, me parece una cosa realmente bonita.
En cuanto a la construcción, la verdadera madre del cordero, las cosas funcionan más o menos como cabría esperar: bajo un menú de accesos directos bastante generoso iremos recopilando todo tipo de materias primas, y una sencilla pulsación colocará bloques con los que formar todo tipo de estructuras. Para los objetos más específicos (armas, pociones, hogueras o mesitas para el café) habrá que echar mano del banco de trabajo, aunque por fortuna nuestros recién adquiridos poderes como el Constructor Elegido facilitan bastante las cosas, y cada nuevo material adquirido indica de manera inmediata los ingenios a los que permite acceder. Si acaso, la aportación más destacable a la fórmula serían los planos, pequeñas recetas de construcción que nos facilitan los aldeanos y que tras ser proyectadas en el lugar elegido permiten levantar paso a paso todo tipo de estancias precocinadas. En general, unos muros de un par de bloques de altura, una puerta y una fuente de luz permiten crear una habitación funcional, aunque más tarde llegan la decoración, los jarrones y, de nuevo, el niño que se divierte pisando tu castillo de arena. Malditos esqueletos.
Ni siquiera voy a intentar ocultar mi entusiasmo, ni a preocuparme por el qué dirán: pocas veces he estado tan contento de equivocarme, y Dragon Quest Builders es, desde ya, uno de mis títulos más esperados del año. Puede que la clave esté en su tono, o en el estilo gráfico, o en insuflar algo de vida a una referencia a la que reconozco haber mirado muchas veces por encima del hombro, con esa suficiencia tonta que da creerse que uno se está apartando del rebaño. Siempre lo había sospechado, pero ahora veo más claro que nunca que llevaba años perdiéndome un juego fantástico. Por eso tiene su gracia que hayan tenido que ser los japoneses, quién si no, los que vinieran a sacarme de mi error.