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Análisis de Dragon Quest VII: Fragmentos de un mundo olvidado

Fue bonito mientras duró.

Pese a la vigencia de su narrativa, un apartado jugable arcaico condena a Dragon Quest VII a destacar solo por su valor histórico.

Siento ser yo el que reabra el debate, pero alguien tenía que decirlo: Dragon Quest VII es la prueba definitiva de que el combate por turnos se nos ha quedado obsoleto. Sé que cuenta con millones de fans enardecidos, así que para atajar la revuelta popular antes de nadie le prenda fuego a un coche me apresuraré a decir que no me refiero necesariamente a la idea de base, ni a que todos los juegos de rol deban incluir por decreto un componente de acción. A fin de cuentas, el toma y daca férreamente regimentado entre dos grupos que esperan educadamente su turno en la cola de los mamporros es un principio de diseño tan válido como cualquiera, y ejemplos recientes como el interesantísimo Bravely Default demuestran que retorciendo la fórmula se pueden lograr resultados fenomenales. Sin embargo, y ya que hablamos de diseño, la interpretación clásica del concepto que realiza el rol japonés lleva acarreando desde hace demasiado tiempo un par de errores morrocotudos, y en algún momento había que trazar la línea: por más que nos duela reconocerlo, en estos juegos hay cosas que nunca han funcionado. Y puestos a identificar culpables concretos, daré dos ejemplos: la estructura misma de los encuentros, y las herramientas de las que disponemos para enfrentarnos a ellos.

Me explico. Por definición, la idea que el JRPG tiene del viaje del héroe, su traslación a parámetros jugables, se ha estructurado desde siempre alrededor de un sin fin de encuentros irrelevantes que aseguren un suministro constante de carne de cañón, consiguiendo así que los numeritos que definen a nuestro paladín en ciernes se conviertan paulatinamente en cifras más grandes. Desde el principio tenemos un objetivo claro, que es hacernos más fuertes, y el hecho de articularlo todo en torno a encuentros triviales no debería suponer un problema siempre que al jugador se le mantenga ocupado mediante actividades mínimamente desafiantes. Es algo que los sistemas de acción solventan sin bajarse del autobús: combatir, encadenar combos y repartir espadazos es divertido per se. Sin embargo, los sistemas de turnos no pueden apoyarse en esa salida fácil, y basan el desafío en una aproximación táctica que en última instancia depende de la cantidad de piezas disponibles y su impacto real en el resultado; una selección de acciones concretas (hechizos, habilidades, invocaciones, para el caso es lo mismo) que deberían seguir el mismo principio que las figuras del ajedrez, y aquí es cuando surge el problema. A nadie se le ocurriría jugar una partida solo con reinas, pero la mayoría de los juegos clásicos caen en un bucle que todos conocemos: todas estas acciones, todos estos hechizos, son demasiado potentes para unos enfrentamientos que podemos solventar con un par de porrazos. Y es cuando aparece la rutina, y de ahí el desinterés. La táctica, simplemente, no es necesaria.

Dragon Quest VII, mas allá de su valor como pieza de museo, es la encarnación viva de todo esto. Durante mi partida he pasado decenas de horas combatiendo, bien con enemigos finales, bien con masillas de a duro el paquete, y me da cierto vértigo pensar en el porcentaje de ese tiempo que ha resultado mínimamente interesante. He jugado en estaciones de metro, y viendo la tele, y comentando el fútbol con los amigos, y el juego raramente ha requerido de mi un nivel de concentración mayor que el de aquel pajarito oscilante que Homer Simpson situaba sobre el teclado cuando no le apetecía hacer su trabajo. Encuentro tras encuentro, mi interacción se ha limitado a pulsar el botón de acción de manera despreocupada, y ver como se desarrollaban los acontecimientos: un nuevo turno, un par de espadazos, un enemigo se desvanece, avanzamos al siguiente. De vez en cuando desbloqueaba alguna nueva habilidad, y había pequeños añadidos a la fórmula de cuando en cuando (el látigo permite golpear a todos los enemigos de una fila, cosas así), pero, insisto, más allá de ciertos picos de dificultad (moderados, para los estándares del género se trata de un juego asequible), es extremadamente raro que nada requiera de una planificación excesiva: con permanecer atento para curar al grupo de cuando en cuando el trabajo está garantizado.

Los encuentros y los grupos de criaturas que los integran están planteados con la misma despreocupación, y tras cada transición lo que nos encontramos es una sartenada de bichos repartidos de manera claramente aleatoria: un par de limos, una mantis religiosa, dos monos colgados de un árbol... son diseños simpaticotes, eso nadie lo pone en duda, pero no suponen más que piedras en el camino, informes que el jefe apila sobre nuestra bandeja y que quiere en la mesa de su despacho para mañana por la mañana. Es un trabajo, y uno que se hace especialmente monótono en los estrechos pasillos de las mazmorras: en campo abierto uno podría estar tentado a evitar a los enemigos, ahora visibles en el mapa, para ahorrarse parte del tedio e incluso mantener su nivel bajo control y hacer los enfrentamientos obligatorios un poco más desafiantes; en las mazmorras, sin embargo, la disposición de los enemigos hace que inevitablemente nos demos de bruces con alguien aproximadamente cada dos metros, y vuelta a empezar. Habrá quien lo disfrute, pero se me hace extremadamente complejo entender el por qué.

Así las cosas, entendería de sobra que cualquiera se aventurase a adelantar conclusiones: el juego no merece la pena, caso cerrado, que pase el siguiente. Y así sería si nos ciñéramos exclusivamente al apartado jugable. Por suerte, lo bonito del rol japonés es que siempre hay un par de clavos a los que agarrarse. Y el segundo, ese componente narrativo que algunos también consideran caduco porque es inocente, optimista y viene con un porcentaje sorprendentemente reducido de señores calvos y calaveras, está ejecutado aquí con tal maestría que casi hace que merezca la pena seguir soportando semejante calvario. No se trata solo del argumento, que como de costumbre no revelaré mas allá de su punto de partida, sino de cómo está contado y de cómo enfrenta uno de los tropos más extendidos (y adorables) del género: el grupo de chavales que intentan salvar el mundo. Porque aquí los chavales realmente son chavales, y no atribulados maestros de esgrima que con apenas diecinueve años ya miran el mundo con el cinismo propio de su dilatada experiencia. Son chavales que se escapan de casa por la noche para ir de aventuras, que al volver aguantan las regañinas de sus padres, y que involuntariamente van desentrañando un pastel que precisamente por lo mismo se hace creíble, o todo lo creíble que puede resultar una historia sobre antiguos males que despiertan e islas que desaparecieron del mapa hace siglos por causas misteriosas. El entusiasmo de los protagonistas es contagioso, y la propia estructura de la historia, organizada en torno a viajes temporales y a esas islas que encierran en cada ocasión una historia diferente, aporta al juego un sabor como de anime de sábado por la mañana. Queremos volver a escaparnos, como los protagonistas, porque queremos descubrir un pedacito más de historia, y no solo del gran arco global, sino de las pequeñas comedietas que encierra cada pueblecito: creo haber hablado de esto antes, pero aquí me veo obligado a volver a hacer una pausa para mandar un abrazo al equipo de localización. El material de base ya es bueno, pero el juego que establece la versión en castellano precisamente con los idiomas, y el descubrir si en la próxima aldea el alcalde hablará en italiano o en una versión descacharrante del alemán es divertidísimo.

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El precio a pagar por esta refrescante estructura capitular es una organización del territorio centrada por exigencias del guión en una isla central por la que, desgraciadamente, nos veremos obligados a transitar demasiadas veces. A fin de cuentas en un inicio es la única isla que existe en el mundo, y los primeros compases de la aventura se reducen a recorrerla de acá para allá, del pueblo al templo y vuelta otra vez, mientras hacemos pequeñas incursiones en el pasado del resto del archipiélago. La vía de acceso a estas islas olvidadas son unas pequeñas tablillas diseminadas por todo el mundo que en un principio nos obligan a progresar de manera lineal, aunque por fortuna en este aspecto sí hay concesiones a los tiempos en que vivimos: a diferencia del original el juego no nos abandona a nuestra suerte, y la búsqueda está apoyada en un pequeño indicador que brilla cuando una de ellas se encuentra en las inmediaciones, además de en pequeños cuadros de texto que nos facilitan pistas sobre donde buscar a continuación. Es una manera salomónica de recortar unas cuantas toneladas de paja, aunque en este sentido no hay nada que temer, porque Dragon Quest VII sigue siendo un coloso con el que mantenerse ocupado una obscenidad de horas. Y ya que hablamos de modernizaciones y de lavados de cara, creo que es el momento para plantear una duda que lleva sin dejarme dormir más o menos el mismo tiempo: por qué demonios en un juego que se ve así de bonito y que derrocha tanto mimo en el diseño de personajes y localizaciones (Akira Toriyama, una vez más) nadie se ha molestado en aplicar un par de capas de pintura a un interface propio de la edad de piedra. Habrá quien hable de homenajes, incluso de minimalismo, pero no cuela: es tosco, es perezoso, y lo que es peor, no se queda solo en un asunto estético. En los últimos quince años se han inventado maneras más eficientes de gestionar un inventario, y nadie iba a rasgarse las vestiduras por utilizarlas.

Podría considerarse un detalle menor, pero creedme, vais a pasar muchas horas recorriendo esas cajas vacías. Y creo que ese es el problema, que atrapado bajo el peso de la responsabilidad, de la relevancia histórica y de la fragilidad de los huesos del dinosaurio, al restaurador le ha temblado la mano a la hora de cortar, y el equilibrio entre la pieza de museo y el remake que renueve la vigencia de la obra original ha acabado quedando en tierra de nadie. Y es una lástima, porque de haberse atrevido a excavar con un pelín más de audacia y a retirar unas cuantas capas de lo que hoy en día ya solo es polvo quizá hubiéramos desenterrado un animal que, pasen los años que pasen, sigue siendo digno de contemplarse.

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