Análisis de Earthlock: Festival of Magic
Nada por aquí.
Pasa una cosa con los análisis formales, y es que rara vez, sobre todo si analizas grandes superproducciones, vas a encontrarte con una obra realmente mediocre. También se podría decir del cine: Roland Emmerich no será un director excepcional, pero sus planos son inteligibles, los efectos especiales son bonitos, la banda sonora comunica lo que busca y la fotografía tiene un aspecto profesional. Desde ahí ya se puede ser mejor o peor, pero hay unos mínimos que se alcanzan. Puedo venir y decir que Watch Dogs me parece un juego sin más, pero eso no quita su mundo abierto, con sus edificios y su tráfico y sus coches con tantos miles de polígonos y la gente y los sistemas de juego y, en resumen, tantas cosas que son producto de un equipo de profesionales con años de experiencia a sus espaldas. Hay una cierta calidad técnica que merece reconocimiento y quizá, en parte, ese sea el motivo por el que un siete es un cinco cuando llega la hora de poner nota. Pero todo esto es una forma muy rebuscada de decir que Earthlock: Festival of Magic es un juego mediocre. De algún modo había que ponerlo.
La obra de Snowcastle Games, además de contar con la financiación del Gobierno noruego, es uno de tantos éxitos surgidos de Kickstarter, un videojuego que se anunció como un regreso a las raíces del JRPG, la enésima mirada atrás en un mundo plagado de nostálgicos, pero no se puede negar que haya cariño puesto en este mundo. El sistema de niveles, dependiente de una serie de cartas, aquí llamadas talentos, que se obtienen por el mundo y que determinan qué atributos suben, las habilidades o las bonificaciones pasivas, recuerdan a las esferas de Final Fantasy X o aquél tablero de Final Fantasy XII, y hay un aura, un olor a Final Fantasy IX en esos diseños estilizados, casi cartoon. La historia, y cómo no iba a serlo, trata sobre un joven que se topa con la aventura, dioses antiguos, civilizaciones perdidas, caballeros con músculo y corazón, damas intrépidas y el mundo a punto de ser destruido por algún capullo que no entiende que no puedes dominar si no hay nadie sobre quien ejercer semejante dominio.
Pero si no he citado nombres, ni siquiera del protagonista, imposible de diferenciar de entre tantos otros chavales estándar que protagonizan no ya videojuegos sino cómics, manga y películas de Michael Bay, es simplemente porque no me acuerdo y buscar esa información en Wikipedia suena a hacer trampas. Earthlock: Festival of Magic está ansioso por compartir su mundo con el jugador y hablarle de Altos Búhos, imperios, reinos, tecnologías perdidas, razas místicas que el tiempo ha borrado y el Gran Parón, una hecatombe que siglos atrás detuvo la rotación del planeta y ahora lo tiene permanentemente atascado en un día o una noche eternos. Por supuesto, esto no se aprende hasta que se llega al último tercio de la historia. Se mueve a un ritmo extraño, renqueante, de largos silencios seguidos de una súbita exposición que termina tan pronto como empieza, atracones de información que saturan, destellos de algo que puede existir pero que se ve eclipsado por el grindeo y las constantes peleas contra jefes finales. Por momentos, Earthlock: Festival of Magic parece un boss rush.
Por otros, parece un juego amateur. Las animaciones fuera de sincronía, las heridas que hacen efecto a destiempo, los segundos muertos entre que el sistema procesa que un personaje ha terminado un turno y empieza el siguiente, la ocasional transición que se alarga demasiado entre que se toca a un enemigo y empieza el combate, nada de esto es raro. La dificultad oscila entre la excesiva facilidad y los repuntes a niveles absurdos, la pelea bien medida y rezar al dios que se encargue del azar para que este combate no sea imposible, los niveles se suben despacio y sus bonificaciones están atadas a tener la carta adecuada en el momento adecuado. Como en Final Fantasy XIII, los personajes tienen distintas formaciones que les permiten tomar roles distintos según se pida en la batalla, pero los efectos desaparecen de inmediato cuando se cambia de un puesto a otro.
Más triste es ver todo esto cuando se siente una cierta ilusión, sobre todo en la construcción del mundo y su diseño. Earthlock: Festival of Magic intenta poner algunas ideas sobre la mesa y lucha en la medida de lo posible para distanciarse de cualquier fantasía familiar. Tiene un sistema de puntos de acción para evitar que se spameen ciertas habilidades, pero esto entra en conflicto con los jefes finales más exigentes; presenta a sus enemigos de forma naturalista, con patrullas dando vueltas por las ruinas o zombis que se mueven por túneles vacíos. Está claro que le importa su atmósfera, pero no pone cuidado en su historia. Quiere hablarnos de su mundo, pero no de sus personajes; nadie evoluciona, cambia o se expresa más allá del ocasional inciso del clásico friki amante de los libros, el único individuo del equipo con un mínimo de personalidad y carácter. Los de Snowcastle dicen querer volver a otros tiempos, pero por el camino olvidan que había más en aquellas obras que los combates y las peleas por turnos. La gente recuerda sus historias, sus personajes y momentos. Earthlock: Festival of Magic desvela una trama, pero con torpeza y a destiempo, soltando información con un cuentagotas roto y sin un solo instante para la emoción, ni llanto ni miedo ni anticipación. Sólo el proceso de seguir.
Y ese proceso es lo que mejor resume a este juego: una línea recta, un camino que se empieza, recorre y termina para luego ser olvidado. Con sus baches y su piedra con la forma de algún presidente muerto, quizá algún tipo disfrazado para darle algo de vidilla, pero llegas a tu destino y todos esos paisajes, formas, colores y personas se funden con otros tantos. Sus errores no lo hacen una catástrofe, pero no es ni un tributo memorable ni un juego a destacar por lo que intenta. No es un fracaso ni una obra rabiosamente amateur, pero tampoco es un ejemplo de aprecio por el detalle o solidez técnica. Es una obra que se pierde en sí misma y, a la mitad de la frase, olvida lo que te estaba contando. Algo inofensivo e inocuo. Lo estándar, lo esperado. Un cinco merecido. Mediocre.