Análisis de Everybody's Gone to the Rapture
El apocalipsis silencioso.
Pongámonos un instante en 1998. Los minutos iniciales del primer Half-Life nos descubrieron a muchos las posibilidades dramáticas y expresivas de la perspectiva en primera persona. Ese descenso por las tripas del complejo científico Black Mesa restringía nuestra interacción con el juego a caminar y mirar el entorno, negándonos cualquier otra acción, liberándonos por unos instantes de las más tradicionales mecánicas de los títulos de disparos. Sin embargo, a pesar de la sustracción de posibilidades, ese prólogo se mantiene a día de hoy como uno de los momentos más estimables y revisados de los años noventa.
Con apenas meses de diferencia, se editaba en Japón un extrañísimo juego de exploración en primera persona, exclusivo para PlayStation y hoy de absoluto culto, titulado LSD: Dream Simulator. Sin objetivos claros, sin mecánicas de juego elaboradas y cuyo interés se centraba en descubrir (este verbo es importante) los chiflados detalles que daban forma a sus sudorosos mundos químicos.
Desde entonces -y aunque no podamos decir que se hayan convertido en los chicos más populares del instituto- han nacido diversos videojuegos con ganas de explorar las posibilidades lúdicas de limitar las opciones del jugador a dos únicas acciones: observar y desplazarse. Estos títulos han aprendido a hibridarse con diferentes géneros y, aunque estas propuestas siempre han estado más cercanas a la periferia del Universo Videojuego que al mainstream, en los últimos años incluso la industria ha ido mostrando interés por muchos de sus logros. Pensemos por un instante en mastodontes como Alien: Isolation o Bioshock Infinite, por poner sólo dos ejemplos recientes.
Son, sin duda, propuestas muy interesantes que, si en un primer momento pudieron ser experimentales, se han asentado ya con cierta solidez, demostrando que a pesar de contar con tan pocas posibilidades de interacción, sus recursos narrativos y su capacidad para la inmersión y construcción de atmósferas no son escasos. Títulos como Proteus, Gone Home, The Stanley Parable, Jazzpunk o -el nunca suficientemente celebrado- Thirty Flights of Loving han ofrecido algunas de las experiencias más estimulantes de los últimos años y dan pie a pensar que, en estos juegos de exploración en primera persona que el crítico Eric Swain bautizó con buen ojo como First Person Walkers, todavía hay muchísimo que rascar e, incluso, que lo mejor está todavía por venir.
Cualquiera que haya seguido con un poco de interés los devenires de esta suerte de género (aunque está por ver si podríamos utilizar aquí con propiedad el término "género") habrá esperado con cierto entusiasmo la aparición de Everybody's Gone to the Rapture, el nuevo trabajo de thechineseroom tras Dear Esther y Amensia: A Machine for Pigs, dos obras con aciertos puntuales que dejaban suficiente espacio para la confianza en un futuro juego algo más redondo. La experiencia acumulada, tres años de desarrollo, todo el apoyo económico de Sony y la ayuda en cuestiones técnicas de Santa Monica Studios hacía pensar que esta podía ser el gran momento del estudio británico.
Pero pongámonos un poco en situación: Everybody's Gone to the Rapture es la historia de un apocalipsis sordo y sin estridencias, contado desde la perspectiva de la pequeña comunidad de Yaughton, un pueblo tranquilo situado de la campiña inglesa. Se trata de un fin del mundo a ras de suelo, más interesada por el componente humano que en pirotecnias de destrucción. Dan Pinchbeck y Jessica Curry, los máximos responsables del estudio, han citado en varias entrevistas a John Wyndham y a John Christopher como inspiraciones evidentes y su voluntad por engarzarse en la tradición británica de la "catástrofe acogedora" de obras como El Día de los Trífidos o Los Cuclillos de Midwich.
Cuando llegamos (o aparecemos, mejor dicho) en Yaughton, todos los acontecimientos importantes de la historia ya han ocurrido. El pueblo parece haber sido abandonado a la carrera. Las jarras de cerveza están a medio consumir, los coches detenidos en medio de la calle y los cigarrillos todavía encendidos. La gente estaba allí y al instante siguiente ya no había nadie; esfumados como si nunca hubiesen existido. Pero sí que existieron. Los dos sticks analógicos (y, en menor medida, el botón X para interactuar con ciertos objetos) son todo lo que necesitaremos para conocer la historia de esta comunidad que un día se desvaneció en el aire. Su ausencia, no obstante, es suficientemente elocuente, y los objetos y recuerdos que dejaron tras de sí no servirán como piezas del puzle que iremos recomponiendo durante las pocas horas que dura el juego.
Los primeros momentos de Everybody's Gone ot the Rapture son, sin duda los más satisfactorios. Es imposible no maravillarse con la reconstrucción del pueblito desierto y de la naturaleza que lo rodea. Su fotorrealismo parece la opción estética más adecuada y consigue sumergirnos, sin aparente esfuerzo, en una atmósfera evocadora, situada en el punto exacto entre lo liviano y lo trascendente. Durante los primeros minutos, Everybody's Gone to the Rapture promete una experiencia relevante.
Sin embargo, el hechizo no tarda en romperse. No pasa demasiado tiempo hasta que empezamos a notar ciertas limitaciones expresivas y, sobre todo, poca variedad de recursos narrativos. El atractivo de un FPW radica, en buena parte, en leer su escenario, comprender y sentir el mundo del juego a partir de la observación de la arquitectura virtual que sus diseñadores han dejado ahí para nosotros. La distribución de los objetos, las reacciones de los espacios ante nuestra presencia, los pequeños detalles que nos hablen de un mundo más amplio... Estos aspectos son donde un juego como Everybody's Gone to the Rapture debería brillar con fuerza, hacer valer su poderío gráfico para pintar rasgos de personalidad, historias y emociones en un lenguaje puramente de videojuego. Pero, sorprendentemente, el título de thechineseroom apenas indaga en todas estas posibilidades.
Dos ejemplos: en una de las primeras casas que visitamos encontramos libros de ornitología y unos prismáticos. Son apenas dos pinceladas fugaces, pero que nos lleva a conocer un poco mejor (o eso pensamos) a sus antiguos propietarios. Al mismo tiempo, conecta con un tema importante del juego que se desarrollará más delante por lo que su función parece doble. El juego se enriquece con ello. No obstante, cuando ese mismo libro y esos mismos prismáticos los volvemos a encontramos en diez casas más, el objeto termina por vaciarse de cualquier significado y, lo que por un instante tuvo sentido, se convierten en un atrezzo inerte.
En la falda de la pequeña colina que sube a la iglesia hay una casa grande. En el jardín trasero, sobre una mesita, vemos una biblia. Es la forma que tiene el juego de decirnos que nos encontramos en casa de Jeremy, el párroco del pueblo. Es un personaje central de la historia y, sin embargo, no recibimos nada al explorar los espacios donde una vez vivió. Se trata de una casa genérica, igual a otras que hemos visitado antes y que de ninguna forma nos ayuda a descubrir el quién, ni el cómo ni el por qué.
Para pintarnos un mejor retrato de Jeremy (como del resto de personajes) lo único que nos queda son mensajes de radios y unas misteriosas luces que recrean momentos clave en la historia reciente de Yaughton. Audio-diarios y flashbacks. Uno recursos algo pobres que en lugar de funcionar como complemento de la narrativa contextual (environmental storytelling, que dicen los anglosajones), se erigen como piezas nucleares, convirtiéndonos en sujeto pasivos de una historia que se nos revela, en lugar de sujetos activos en una historia que descubrimos por nosotros mismos. Everybody's Gone to the Rapture confía, tal vez, demasiado en esas herramientas, dejándonos un poco de lado en el proceso.
Esta confianza en contar por encima de mostrar conduce, claro, a la sobreexplicación. Para una historia de encuentros con lo inefable, los personajes acaban verbalizando demasiado aquello para lo que no se deberían encontrar las palabras. Cada nuevo diálogo desnuda un poco más de misterio una fantasía que gana enteros en los (breves) momentos que somos capaces de sentirla, más que cuando la comprendemos. Esta tendencia alcanza el paroxismo en una conclusión innecesariamente expositiva y estructurada, donde se termina de arrojar luz sobre unos hechos que ganaban potencia mientras permanecían en la penumbra.
El juego de thechineseroom presenta, también, ciertos problemas de tono, evidentes desde que superamos los primeros minutos hasta el final del juego, pues le cuesta discriminar entre momentos de transición, contemplativos y los de mayor intensidad. El uso de la música -que no la muy estimable composición-, por ejemplo, destaca de la misma manera los instantes más banales y los más significativos. Cuando en tú opera todo son notas altas, cuando subrayas todas las frases del libro, cuando todo es clímax y cada instante es importante, al final, nada lo es. Everybody's Gone to the Rapture gestiona con dificultad los altibajos rítmicos de su obra y llega a caer en momentos de cierto ridículo involuntario que van desmontando, poco a poco, la experiencia de un juego que intenta colocarnos en cierto estado de ánimo trascendente.
Hay demasiada distancia entre lo que se intenta y lo que se consigue en este título exclusivo de PlayStation 4. Everybody's Gone to the Rapture muestra aciertos puntuales, sale airoso de situaciones complicadas como es la de acertar con la atmósfera y, por extraño que parezca, da la impresión de que caminan por la senda correcta. Un camino que algún día les puede llevar (nos puede llevar) a destinos más felices. En cualquier caso, eso será en el futuro. De momento es complicado entender el nuevo juego de thechineseroom como otra cosa que no sea un nuevo título fallido.