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Análisis de Extinction

Selección natural.

Eurogamer.es - A evitar sello
Repetitivo en sus mejores momentos y caótico en los demás, Extinction fracasa al reinterpretar referencias que sin duda le quedan grandes.

La Teoría del Diseño Inteligente, un concepto pseudocientífico cercano a las posiciones creacionistas, parte de una premisa con la que no es difícil empatizar: todo diseño implica la existencia de un diseñador. El funcionamiento del páncreas, el vuelo de un águila o la fotosíntesis son sistemas enormemente complejos, y de un primer vistazo la lógica invita a desestimar su origen en el azar y decantarse por la figura del creador, un tipo con celestial barba blanca que tiene un plan y no juega a los dados con el universo. Es, claro, un argumento falaz que ignora deliberadamente el efecto y la escala de un número de iteraciones casi infinito, y en el fondo se diferencia poco de esas paparruchas tierraplanistas que comparan el globo terráqueo con una pelota de tenis mojada. Aun así, y jugando por un momento a su juego, resulta innegable que su visión de lo aleatorio encierra cierta verdad: un número infinito de monos tecleando sobre un número infinito de máquinas de escribir terminarían escribiendo El Quijote por pura casualidad, pero en la abrumadora mayoría de casos el resultado sería el más absoluto y violento caos. Así funciona la evolución: por más que nos hayan vendido los X-Men todo el proceso se basa en saltos muy pequeñitos, en mutaciones estrictamente aleatorias que tienen más que ver con ver doble o tolerar regular la lactosa que con arrojar rayos de plasma por los ojos. Ante la ausencia de reglas o de un diseño planificado el rasgo útil prevalece en un océano de alteraciones intrascendentes o directamente dañinas, y si tu número no ha sido premiado no queda otra que extinguirse y dejar paso a combinaciones más funcionales. La naturaleza no es justa, pero los juegos deberían serlo.

Por eso resulta irónico que sea precisamente un título llamado Extinction el que venga a mostrar una fe tan ciega e irresponsable en el factor azar. En el diseño como producto afortunado de unas cuantas variables mezcladas al buen tuntún, y en todos y cada uno de esos primates escribiendo grandes poemas de carrerilla, sin fallo alguno, aporreando tecla tras tecla mientras los versos van sucediendo sin más. Tomemos su mecánica principal (casi la única, me atrevería a decir) como ejemplo: en su mundo hay gigantes, esos gigantes tienen cabeza, tronco y extremidades y nuestro trabajo como único héroe que protege la tierra es separarlas unas de otras antes de que un marcador de extinción basado en edificios derruidos y civiles muertos de al traste con la misión y toque volver a empezar. Hasta aquí todo bien, o al menos en parte, porque las inspiraciones son más que evidentes y el juego no encierra una sola idea que no haya sido ejecutada con elegancia infinitamente mayor en títulos que conocemos todos, pero a nadie le amarga un dulce y nunca es mal momento para decapitar unos cuantos titanes. Unos cuantos gigantes, quiero decir.

En su mayor parte estos formidables oponentes son fotocopias unos de otros, y salvando algún rasgo estético sin importancia toda la variedad que el juego puede ofrecer viene en la forma de su protección corporal, un set de piezas intercambiables que evita que cercenemos piernas y brazos con facilidad y que recorre toda la horquilla entre la endeble rodillera de madera que cae de un solo golpe y el material indestructible forjado por el martillo de Thor: hay protecciones que implican romper un candado, o dos, o cuatro, o incluso esquivar un golpe en el momento oportuno para dejar descubierto el punto débil de la armadura. Cada vez que una de estas piezas cae, un solo tajo certero permitirá mutilar a la criatura impidiendo su movilidad o limitando su capacidad ofensiva, pero llegados a la cabeza viene el girito: el verdadero golpe mortal solo podrá ejecutarse una vez rellenada nuestra barra de energía rúnica, un medidor de especial de toda la vida que a su vez se alimenta de las extremidades que hayamos conseguido dañar y que se reinicia con cada enfrentamiento. Así, un coloso con las rodillas relativamente desprotegidas permite ir acumulando energía a sablazos y alimenta en cierto modo su propia destrucción, y dos espinilleras invulnerables cortan de raíz la cadena obligándonos a buscar alternativas. Y podría funcionar, pero por algo hablaba de irresponsabilidad.

Porque hay otra manera de rellenar el dichoso medidor: rescatar rehenes, grupos de gente que por algún motivo se agrupan por todo el mapa alrededor de tótems de cristal (esto lo hacen desde el principio, aunque el descubrimiento de dicha tecnología es uno de los puntos clave del argumento y llega aproximadamente en el ecuador de la historia; hasta ese punto le importa poco a Extinction su propia coherencia interna) esperando nuestra salvadora pulsación del botón triángulo. Dejando de lado lo inane y absurdo de la mecánica, el asunto es que el generador de misiones del juego, y de esto hablaremos más tarde, es tremendamente aficionado a mezclar todos estos factores sin ningún tipo de miramientos. A pedirnos que protejamos seis torres, que salvemos a 35 rehenes o que derrotemos a seis colosos antes de que se acabe el tiempo, y después agitar la coctelera entregando un mapeado procedural y una selección de enemigos igualmente aleatoria que adora dejarnos sin oportunidades porque los monstruos se han puesto la armadura de los domingos, el tiempo es escaso y no hay un mal colono que echarse al medidor en cuatro kilómetros a la redonda. La curva de dificultad resultante es el garabato de un niño, un sin dios de enfrentamientos ridículos que solventar en segundos y situaciones irresolubles que si premia algo es la paciencia a la hora de reiniciar una y otra vez hasta que toque algo con un mínimo de sentido.

Y cuando hablo de tocar lo hago pensando en la tómbola y los perritos piloto, y ahora sí, en un generador de misiones que ni siquiera esconde su propia naturaleza y saluda al jugador con un título rimbombante ("lazos que atan", "el juramento del centinela", ese tipo de cosas) para a continuación hacer girar una tragaperras de ambientaciones y objetivos ante sus ojos, como esos bares que ni siquiera intentan disimular y sirven el garrafón en vasos de plástico. No lo hace siempre, y de cuando en cuando el juego intercala estos episodios con misiones más dirigidas, pero su ambición suele reducirse a situar los famosos cristales a diferentes alturas para plantear plomizas secciones de plataformas, teletransportar un nuevo gigante a escena y vuelta a empezar. Ni las misiones en apariencia más trabajadas ocultan por un segundo su falta de mimo y su dependencia de fórmulas matemáticas a la hora de plantear mapeados y enfrentamientos, y aunque podría resultar tentador acordarse aquí de Diablo, Spelunky y en general de toda esa escuela de diseño que sí ha sabido salpimentar lo procedural con reglas y condiciones que controlen su crecimiento, Extinction no encierra nada de eso. Extinction se limita a lanzar los dados, cerrar los ojos, pisar el acelerador y encomendarse a la virgen para que todo funcione bien. Y es lo que tiene la evolución: raramente lo hace.

Volviendo a ella, a la evolución, la recompensa a cambio de esa pérdida de control sobre los resultados deberían ser las jirafas, los tiburones blancos y los koalas. La variedad, al fin y al cabo, un producto directo de lo aleatorio que bien vale una misa y que desgraciadamente aquí no hace acto de presencia en ningún momento. Los callejones son diferentes, sí, y es sencillo encontrar oponentes que combinen una pernera de titanio con un garrote de piedra y un casco sin gargantilla, pero por demás al estudio no le tiembla la mano a la hora de bombardear al jugador con objetivos idénticos, con enemigos intercambiables, con animaciones que se repiten hasta la nausea y con unas paupérrimas introducciones en texto que parecen querer contar una historia (sumamente olvidable, por otro lado) y solo entorpecen el proceso de reiniciar una y otra vez; con defensas de torres y salvamentos de rehenes ad infinitum, y con un concepto de la novedad y el giro mecánico que pasa por llenar una zona de pinchos en 2018 y hacer que el personaje principal comente en voz alta que sería buena idea no acercarse a ellos. Es un déjà vu constante, un eterno refrito de siempre lo mismo que resulta especialmente doloroso en lo tocante a su mecánica estrella, ese golpe certero que desbarata hombreras y articulaciones y que en la práctica se reduce a apuntar contra una media de diez o doce candados por objetivo. Siempre la misma cámara, siempre el mismo proceso, siempre el mismo colofón: lo que debería ser su momento definitorio, su punto álgido, la decapitación, es una escena idéntica que repetiremos cientos de veces desde el mismo ángulo, con los mismos comandos, bajo la misma perspectiva elevada. No suele gustarme hacer este tipo de comparaciones, pero recuerdo haber escrito recientemente que la secuela de Attack on Titan era repetitiva. Qué joven e inocente era entonces.

Y creo que hay una cierta valentía aquí, porque he visto a muy pocos juegos apostar de manera tan decidida contra la paciencia del jugador. Extinction es un juego osado, y quizá la mayor de sus osadías radique en las referencias que intenta reinterpretar. No en su ambición, porque copiar a los grandes no es lo mismo que serlo, pero sí en el atrevimiento de vestirse de Shadow of the Colossus para a renglón seguido poner los pies en el suelo y disfrazarse de Bayonetta. O intentarlo, porque aunque su combate a pie y esas escaramuzas contra la inoperante carne de cañón que precede a los gigantes y atemoriza a los ciudadanos se basan en un sistema de combos que incluye proyecciones aéreas, tajos circulares e incluso ese sentido de la cadencia que convierte a la pausa en un botón más, los resultados son muy mejorables. No es en absoluto lo peor del juego, pero tampoco nada por lo que merezca la pena escribir a casa: las animaciones son bastante ramplonas, el comportamiento de los contrincantes es completamente caótico, la cámara lo es aún más y en general lo más inteligente es aporrear el botón de ataque o ignorar a los enemigos pequeños por completo mientras saltamos de cristal en cristal. Con la escalada, y ya que hablábamos de Shadow of the Colossus, sucede un poco lo mismo: es torpe en sus mejores momentos, y le harían falta toneladas de sensibilidad para entender una fracción de lo que hacía grande a la referencia que intenta citar. En suma, y aunque las intenciones son buenas y los referentes inmejorables, a la hora de la ejecución Extinction termina recordando demasiado a esas bandas de instituto que solo tocan versiones de Metallica y Red Hot Chili Peppers. Bandas con muchos posters colgados en su local de ensayo que difícilmente llegarán a decorar los de nadie más.

En lo positivo, porque algo hay, mencionar todo el sistema de desplazamiento, una sartenada de dobles saltos, movimientos de planeo y proyecciones desde cornisas y toldos que de nuevo no esconde sus referentes aunque en esta ocasión no falla tantas notas y supera el examen con cierta solvencia. Es moderadamente estimulante moverse de aquí para allá y encadenar agarres con el látigo (por supuesto que tenemos uno) que nos propulsen al cielo con un descenso controlado que aterrice en la coronilla del enemigo, pero de nuevo el problema está en las odiosas comparaciones: ascender como una exhalación por una muralla y cruzar el campo de batalla con un par de cabriolas está bien, pero estaba mucho mejor en Sombras de Guerra. Todos los modelos a los que se empeña en referenciar son indudablemente mejores, y aunque evidentemente hablamos de juegos con presupuestos incomparables es, de nuevo, lo que tiene la evolución: que a cada uno nos toca lo que nos toca, y que aunque apetezca no enfadarse con un juego modesto, humilde, que resuelve sus cinemáticas con cuatro dibujos mal animados y solo aspira a imitar a sus héroes la realidad ahí fuera es muy diferente. Que la naturaleza no es justa, que la competencia es cruel, y que a veces no es todo una cuestión de tamaño. Que se lo pregunten a los dinosaurios.

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