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Fanáticos, ladrones, cabrones y asesinos

El guionista y traductor Josué Monchan reflexiona sobre la hijaputez de personajes jugables, jugadores y desarrolladores.

Protagonista español. Doblaje al latín. Inquisición y trama fantástica (puede que incluso zombis). Referencias al heavy metal. Modo de aventura conversacional al más puro estilo ochentero. Modo de audiojuego para invidentes. El sello Microïds. La pasta.

Muchas fueron las razones que me llevaron a hacerme cargo de la versión española de Nicolas Eymerich, The Inquisitor - Book I: The Plague (coñazo de título, por cierto), pero lo que más me atrajo fue lo inusual de su protagonista y personaje jugable, Eymerich: un fanático, y un asesino. Pensé algo así como: "¿En serio van a dejar que los jugadores nos pongamos en la piel de semejante lacra de la humanidad?".

Porque, desgraciadamente, el gerundense Nicolás Eymerich fue un personaje real. Atentos a su currículum, que haría temblar al mismísimo Goebbels: nombrado inquisidor en 1357, recomendó la efectividad de la tortura por encima de los simples interrogatorios; fue el primer inquisidor en saltarse la prohibición de torturar a un reo dos veces; innovó en el noble arte del piercing mandando taladrar con clavos la lengua de los blasfemos; investigó a la totalidad de la ciudad de Valencia por herejía; describió y clasificó numerosas nuevas herejías y prácticas de brujería, lo que sirvió para condenar a muchos más sospechosos; y, sobre todo, escribió el Directorium Inquisitorium, algo así como el manual del buen inquisidor, que sirvió para aumentar el poder de la Inquisición y de sus prácticas tan deliciosamente gores como acojonantemente inhumanas. Y todo por una idea fija, obsesiva, fanática: librar a la humanidad del látigo de Satán. ¿Cuántas torturas, mutilaciones y muertes debemos a este santo varón?

Los videojuegos son mundos ficticios e, igual que no tienen la obligación de regirse por las normas físicas del mundo real, tampoco deberían someterse a sus normas morales.

Por ponernos más en situación: antes de aterrizar en el mundo del videojuego, Eymerich ha sido y es un personaje de novela. Más allá de su papel secundario en la ultravendida La catedral del mar, del también español Ildefonso Falcones, Eymerich es el protagonista absoluto de una saga de best-sellers escritos por el italiano Valerio Evangelisti. Lo inusual del tratamiento que Evangelisti hace del personaje es que mezcla hechos históricamente documentados con fantasía y ciencia ficción: zombis, dimensiones paralelas, platillos volantes y demás. Por si fuera poco, le mete referencias a la música metal. No en vano los cuatro relatos de uno de sus libros se titulan Metallica, Pantera, Sepultura y Venom. Una mezcla curiosa cuanto menos.

Pero dejemos la literatura y volvamos al videojuego, que para algo estamos aquí.

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El proceso de traducción del juego (una de mis primeras localizaciones tras La fuga de Deponia, de Daedalic, para FX Interactive) fue una delicia... aunque confieso que en un par de ocasiones tuve que pedir auxilio a mi compañero y maestro en la traducción Ramón Méndez. Cuanto más conocía al personaje, más me atrapaba, y más me preguntaba cómo sería controlar a ese pedazo de cabrón cuando el juego estuviese en beta y me pasasen una copia. Y, cuando llegó la beta, me gustó ser ese pedazo de cabrón. No caeré en spoilers, pero supongo que nadie dudará de que Eymerich -y por lo tanto, el jugador- ejecuta unas cuantas acciones de dudosa moralidad a lo largo del juego.

Empecé a darle al coco: ¿por qué me mola tanto ser un pedazo de cabrón?; ¿será que Eymerich saca al fanático que llevo dentro?; ¿he sentido esto con anterioridad?; ¿tan novedoso es este juego? Pues no. No lo es. Pensemos en cualquier juego de acción, estrategia o RPG. Hay que salvar al mundo de la dominación orca/nazi/zombi/protoss/inserta-aquí-el-nombre-de-tu-enemigo. ¿Por qué? Da igual. Lo importante es que son los malos y que hay que acabar con ellos, esto es, "librar a la humanidad del látigo de Satán". Y para ello utilizaremos el poder absoluto, no de la Santa Inquisición, sino de las mecánicas de juego. Dios, hasta recuerdo haber torturado a un hechicero de tres al cuarto en Rasganorte para sacarle no sé qué información. Puro Eymerich.

Si en los juegos de acción usamos el fanatismo para justificar tortura y muerte, la aventura gráfica hace lo propio con la mentira, la falsificación y el robo indiscriminados.

Pero no nos cebemos con shooters shooters y demás. ¿Cuántas tortugas deben morir para salvar a una princesa hiperazucarada? ¿Cuántos Skeltogoths tendré que devolver al vacío para que Born sepa quién es? ¿Cuántos haitianos masacraré para conseguir un logro de Vice City?

Los fans de la aventura gráfica pueden respirar tranquilos, ¿verdad? En el point'n'click no se mata a gente, así que adiós a cualquier sospecha de fanatismo... o no. Guybrush Threepwood tiene una misión casi sagrada: convertirse en pirata. Para ello, desarrolladores y jugador le harán robar y engañar a inocentes sin pensar en las consecuencias. ¿Cuántas veces hemos llenado nuestro inventarío, a base de ir robando objeto tras objeto solo porque "puede serme útil"? ¿Cuántas hemos accedido a nuevas zonas haciéndonos pasar por quien no somos? ¿Cuántas nos hemos librado de pesados PNJs, dándoles objetos que se parecen ligeramente a aquello que necesitan? Si en los juegos de acción usamos el fanatismo para justificar tortura y muerte, la aventura gráfica hace lo propio con la mentira, la falsificación y el robo indiscriminados.

Servidor tampoco se va a ir de rositas. Los personajes jugables que hemos ido creando en Pendulo son una panda de auténticos fanáticos, que harán lo que sea para conseguir sus objetivos. El peor de ellos quizás sea Brian Basco, protagonista de la saga Runaway, quien llega a propiciar que un oso se folle a un tipo solo para quedarse con su guante. Olé nuestros huevos.

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Por resumir: los desarrolladores y los jugadores convertimos los objetivos en mandamientos sagrados que nos permitan llevar a cabo acciones que de otra manera nos parecerían inmorales. Para disfrazar el hecho de que nuestro personaje jugable es, en realidad, el malo, el Eymerich de turno.

Lo cierto es que no estoy nada seguro de que haya nada malo en todas esas acciones inmorales, y a la vez, la coartada moral me huele a Maquiavelo. Como bien dice Eurídice Cabañes, presidenta de ArsGames, los videojuegos son mundos ficticios e, igual que no tienen la obligación de regirse por las normas físicas del mundo real, tampoco deberían someterse a sus normas morales -menos aun cuando muchas estas últimas son relativas, caducas y dependientes de una determinada sociedad-. Cuando Mario se disfraza de ardilla, no está vistiendo la piel de un animal muerto: solo cambian su modelado, sus texturas, su rigging. Cuando mato a un enemigo tan solo estoy modificando el comportamiento de un objeto ficticio, de una serie de píxeles, y su eliminación no debería de ser más traumática que la de un trío de golosinas de Candy Crush Saga.

¿Por qué a Anthony Hopkins le dan un Oscar por interpretar a un psicópata caníbal y al jugador de videojuegos le dan un escudo moral para que reviente unos cuantos champiñones sin remordimientos?

Pero lo es, posiblemente por el hecho de que prácticamente todos los juegos intentan contar una historia, por mínima que sea, y toda historia está sujeta a condicionantes morales; de ahí que nos afanemos en usar los objetivos de juego como escudos contra el remordimiento.

Vale, de acuerdo: somos el malo y nos gusta serlo... pero no nos gusta saberlo. Lo mejor de todo es que nada de esto es nuevo. El grabador y escritor William Blake (¿para cuándo un juego basado en su estética, por cierto?) decía que el poeta John Milton "estaba de parte del diablo sin saberlo", y Aldous Huxley, el creador de Un mundo feliz, agregaba que precisamente eso es lo que deben hacer los escritores. Susan O'Connor, la genial guionista del primer Bioshock o del segundo Far Cry, afirma que en muchos juegos el personaje jugador es el villano porque ser el héroe es menos divertido, y que el truco narrativo consiste en que los PNJs que nos dan las misiones sean héroes, con lo que el asunto se reviste de cierta moralidad. Es casi un tópico oír decir a un actor que es mucho más divertido, gratificante y enriquecedor interpretar papeles de villano. Pero entonces... ¿por qué a Anthony Hopkins le dan un Óscar por interpretar a un psicópata caníbal y al jugador de videojuegos le dan un escudo moral para que reviente unos cuantos champiñones sin remordimientos? ¿Por qué me impacta tanto controlar a un personaje sin escrúpulos como Eymerich?

No soy un pensador, ni un erudito, ni mucho menos un historiador del videojuego. Probablemente sepa bastante menos de videojuegos que muchos de los que estén leyendo esta pequeña reflexión. Peor aún: soy uno de los jugadores más torpes que conozco. Así pues, que nadie se extrañe si no tengo respuestas, sino tan solo preguntas, como estas, que surgen cuando por trabajo me veo abocado a rebanarle los sesos a un juego y a rebuscar entre sus tripas.

Pese a sus muchas virtudes y errores, puede que el mayor logro de Nicolas Eymerich, The Inquisitor - Book I: The Plague, sea el de abordar de forma directa y sin tapujos lo que otros desarrolladores tratamos de esconder: que, cuando jugamos a un videojuego, por poca carga narrativa que lleve, no somos más que una panda de fanáticos, ladrones, cabrones y asesinos.

Nicolas Eymerich, The Inquisitor - Book I: The Plague está ya disponible para PC, iPad, iPhone y iPod. El lanzamiento de sus versiones Android y Mac está previsto para este mes de agosto.

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