Análisis de Far Cry 5
En el nombre del padre.
"Claro que sabe disparar, pero cuando estaba de siete meses el doctor corta rollos decidió que sería mejor que dejara de practicar con armas de fuego". La frase la firma Nick Rye, propietario de una modesta empresa de fumigación, padre primerizo y redneck federado y con carné, en una de tantas conversaciones casuales con las que tiende a rellenar los silencios incómodos entre bombardeo y bombardeo. La mala fortuna ha querido que su esposa venga a salir de cuentas precisamente la semana en que la secta ha intensificado la ofensiva para hacerse con su pequeño aeródromo, y en cuanto a la criatura que está en camino el bueno de Nick lo tiene claro: a él le pusieron una pistola en las manos apenas aprendió a caminar, pero con ella esperará hasta los cinco años. Porque pese a su apariencia desaliñada y su fascinación por la música country y las cosas que explotan Nick tiene un corazón que no le cabe en el pecho, y en el fondo él mismo sabe que así no se puede vivir. Nos lo recuerda a menudo, lamentándose por radio del papel que le ha reservado toda esta escalada de violencia sin sentido alguno; vamos a tener que luchar mucho antes de que vuelva la paz, asegura. Segundos más tarde identifica un nuevo objetivo, y desciende en picado con su hidroavión mientras proclama a los cuatro vientos que el "señor muerte desde el cielo" tiene una entrega especial. Suele acertar de lleno, y cuando un nuevo puñado de cuerpos salta por los aires entre gritos de júbilo tiendes a preguntarte qué demonios es lo que esta gente pretende salvar.
Los problemas de tono son evidentes, aunque tampoco es exactamente una novedad: la saga siempre los ha tenido, y esta quinta entrega no es más que un nuevo capítulo en la lucha entre lo que está escrito y lo que no lo está. Entre un guión que quiere hablarnos de la locura, del fanatismo, del embrutecimiento y la bancarrota moral, y un apartado jugable que parece pedir perdón, que lo inunda todo de bombas de fabricación casera y osos persiguiendo a cosechadoras porque debe ser emergente y teme que nos aburramos. Sus personajes glorifican la violencia porque en su mundo es la única moneda de cambio, y aunque el juego va sobrado de escenas que impactan por los motivos correctos su efecto no suele durar. Quizá porque ese bautizo a punta de pistola o ese charlatán que marca a sus feligreses con un punzón oxidado simplemente preceden a una nueva misión sobre recolectar testículos, o porque cuesta crear verdaderos vínculos con una señora que insiste en hacer comentarios sobre nuestro culito. Porque luchamos codo con codo con gente que instala ametralladoras en sus camiones por diversión, y porque a veces cuesta distinguir a buenos y malos. Lo que la secta le está haciendo a esta gente es terrible, pero repeler una oleada de sicarios ciegos de alucinógenos a ritmo de música disco mientras alguien grita improperios contra esos malditos rojos es exactamente el tipo de situación que suele hacerme sentir incómodo.
No descarto que sea totalmente premeditado, porque Far Cry 5 cae tan a menudo y tan decididamente en la banalización de su propio mensaje que cuesta no ver una cierta intención; una mueca burlona, un Starship Troopers de tractores y recortadas que habla más del caldo de cultivo que del problema en sí mismo. Sea como sea, y apartando el foco de los alegres vecinos del condado de Hope, si algo hay que agradecerle al equipo de guionistas es el retrato de una amenaza que tiene poco de maniquea, y que acierta de lleno al dibujar la personalidad de unos líderes que parecen realmente creer lo que dicen. Pocas sagas trabajan la figura del villano con la contundencia con que lo hace Far Cry, y en este caso tanto Joseph como sus tres hermanos vuelven a echarse el equipo a la espalda en lo narrativo, comiéndose la pantalla en las cinemáticas y derrochando un carisma que tiene un punto de paternal, una presencia tras la que se hace natural imaginar una multitud cargada de antorchas. Están totalmente chiflados, pero sus acólitos hablan de ellos con veneración, y en las paredes de los búnkeres y las iglesias que profanan se suceden pintadas dedicadas a los infieles, a esos que liberan a golpe de machete y kalashnikov y que cuando llegue el final lo agradecerán. Es malsano, es enfermizo, y es exactamente lo que tiene que ser un juego que hable de este tipo de cultos. Por eso deja un regusto amargo que este tipo de momentos sean tan poco frecuentes.
Están repartidos aquí y allá, en pequeños retazos de narrativa ambiental y en alguna que otra conversación por radio, y cuando se deciden a explotar suele ser al final, como colofón a esas barritas de progreso que la familia encarna en lo estructural: fiel a la receta del estudio, Far Cry 5 plantea su mundo como una sucesión de cajones de arena que divide territorio y organización mafiosa en tres sectores independientes con una sola cabeza, la del Padre, en lo alto del organigrama. Para acceder a ella y dar carpetazo a la invasión habrá que debilitar primero su aparato de captación, su brazo ideológico y el floreciente negocio de manufactura de Gozo, una droga de síntesis que no tardaremos en experimentar en carne propia porque la saga es un animal de costumbres, y hacer todo esto implica lo que todos conocemos de sobra: cumplir misiones, liberar campamentos, sabotear camiones y en general acudir raudo a cualquier punto del mapa coronado con un icono. Es en el sistema de adquisición de estas misiones donde se aprecia una mayor intención de renovar el dibujo, porque las torres de radio han pasado a mejor vida e incluso el propio argumento se atreve a bromear con ello.
A cambio lo que tenemos son personajes, sacerdotes armados hasta los dientes y camareras de armas tomar que se acercan a nosotros con tal o cual encargo y se apresuran a poblar los puestos recién liberados con una sana colección de nuevas tareas, y también una interpretación más flexible y justificada de las propias actividades, incluso las secundarias: descubrir un nuevo lugar de caza implica estar atento a ciertas conversaciones o a las señales de la carretera, y dedicar un pequeño rodeo a investigar el refugio de un fanático de la supervivencia puede hacernos volver a casa con un par de revistas especializas que se traduzcan en nuevos talentos y un sitio estupendo para pescar. En lo meramente estructural es un cambio que se agradece, y aunque en esta casa esto son palabras mayores voy a animarme a decir que acaba recordando un poquito a Fallout. Por ese par de pasitos en los que el sistema al completo se aproxima a los juegos de rol, y porque la propia ambientación, alejada de las islas cuasi desiertas y los picos de las montañas, tiene cierto olor a civilización en las últimas. Hay autobuses abandonados y barricadas construidas con restos de chapas, y también una pequeña comunidad de supervivientes que se ha hecho fuerte en el interior de una cárcel y que se distingue por llevar chapitas que pertenecieron a su equipo de fútbol universitario. Hay mucho de Fallout 3, pero por desgracia poco de lo que hizo grande a New Vegas: hay un montón de buenas ideas, pero pocos esfuerzos para hacerlas funcionar en conjunto y dar sentido a ese festival de las criadillas que se celebra a pocos metros de esa base sectaria atestada de hombres armados.
Y es que la sensación de ocupación es constante, y por eso, ya que hablamos de liberar gasolineras a tiros y de ir escalando palmo a palmo por esos marcadores de resistencia que nos permitan molestar lo suficiente a la fiera para que decida dar un zarpazo fuera de su escondite, es importante mencionar otra de las novedades de mayor peso: la posibilidad de hacerlo en compañía. Del cooperativo en sí hablaremos más tarde, pero a falta de un compañero analógico que nos vigile la espalda el juego ofrece hasta nueve secundarios con nombre y apellido dispuestos a jugarse el físico por nosotros. Incluso más, porque aunque el devenir de los acontecimientos y las muy superiores habilidades de los combatientes con ficha y retrato pronto los convertirán en la única opción razonable prácticamente cualquier lugareño con edad para sostener un fusil de asalto será susceptible de ser fichado en caliente: un rehén liberado, una palmadita en la espalda, un nuevo experto en demoliciones listo para la próxima convocatoria. Aun así, como digo, la verdadera chicha está en los Nick Ryes de la vida, un conjunto de inadaptados sociales con especial talento para la aplicación de la segunda enmienda entre los que encontramos francotiradores, pilotos de helicópteros, fans de los lanzallamas e hijos de políticos corruptos a los que por algún motivo les fascinan los lanzamisiles portátiles. Es donde entra en juego esa juguetona torre de radio que comentábamos antes: antes de abandonar la pequeña isla que sirve de improvisado tutorial al juego captaremos nueve señales de auxilio repartidas a lo largo de las tres grandes regiones en que se divide el condado, y cada una de ellas esconde una misión concreta que nos premiará con otro compañero de armas. Así, hacer un nuevo trío de amigos se convierte pronto en el principal aliciente de cada sector recién estrenado, sobre todo porque uno de los slots siempre está reservado a un miembro del reino animal. Hay un perrete, un oso y un puma, y a todos los podemos acariciar. Todo bien en ese apartado.
O quizá no tanto, porque aunque la selección es imaginativa y hay personajes dotados de cierto carisma su desempeño en el terreno de juego es un pelín más errático de lo que nos gustaría. Generalmente cumplen su función, sea esta bombardear un camión cisterna u ocupar el asiento del piloto en un helicóptero para permitirnos hacer el idiota con nuestro paracaídas, pero en lo tocante al libre albedrío hablamos de una IA un tanto fallona, y sobre todo de gente con claras tendencias suicidas que acaba convirtiéndose en una carga en las misiones más peliagudas. No es extraño tener que reanimar a nuestra francotiradora tres o cuatro veces seguidas, y por eso en lo personal suelo decantarme por una combinación de animal y personaje aerotransportado: los primeros son adorables, y los segundos están suficientemente lejos de la acción como para suponer muchas complicaciones. Por eso es preferible optar por la compañía de un segundo jugador siempre que sea posible, y en este sentido se le pueden poner pocos peros a la implementación del cooperativo que ofrece Far Cry: el sistema simplemente funciona, lo que ya debería ser motivo de celebración, y con los escollos técnicos superados lo que nos queda es una experiencia que como ya sucediera en el reciente Ghost Recon Wildlands potencia enormemente el factor comedia, aunque afortunadamente esta vez no se apoye tanto en personajes que comienzan a levitar o camionetas que estallan solas. Técnicamente esta quinta entrega es un juego más que solvente, y saber manejar el tipo de caos que maneja doblando el número de jugadores irresponsables sin que en ningún momento salten los cimientos del decorado es su particular prueba del algodón.
Y hablo de caos porque tengo que hacerlo, porque la línea entre el sigilo y el barril rojo sigue antojándose demasiado delgada y porque aunque el juego hace esfuerzos para premiar lo primero suele toparse de bruces con un diseño de misiones demasiado centrado en la oleada, los refuerzos y la defensa de posiciones. En el gatillo fácil y en el espectáculo porque sí, en la barricada de coches quemados que detengan al camión de los malos y en liberar a un lobo para que se coma a los guardias. No ocurre siempre, porque como digo manejar el arco con elegancia es una gozada y porque se trata de un juego en el que resulta relativamente barato ponerle un silenciador a una ametralladora pesada, pero en general el juego es un hijo más de la Ubisoft del número en bruto, la que plantea una cantidad de misiones realmente indecente y llena todos sus escenarios de tirolinas y pasajes subterráneos pero no se detiene a plantear premisas originales. O al menos no siempre, porque de cuando en cuando es el propio argumento el que lucha por abrirse paso en ese océano de metralla y jugabilidad emergente y nos regala alguno de esos momentos en los que brilla la saga; momentos más lineales, sí, pero también mejor planteados, en los que toca escapar nuestro propio bautismo o proteger un puente mortero en mano. Aun así unos y otros son disfrutables, y quienes vengan aquí buscando estampidas de animales salvajes y esa picadora de carne con la que relajarse un rato después del trabajo agradecerán un gunplay marca de la casa que puede abusar un poco del autoapuntado pero soluciona las cosas con contundencia. Disparar en Far Cry sigue sintiéndose realmente bien, aunque a veces le cueste justificarlo.
Por eso el modo Arcade, otra de las sorpresas, es una buena idea: mapas sin contexto ninguno, rondas relámpago, una puntuación al final y que pase el siguiente. Eso es exactamente lo que propone, y aunque la intención se agradece por el momento todo queda en manos de la comunidad y del juego que un puñado de benefactores anónimos decidan sacarle a su editor de mapas. Por posibilidades no quedará porque la selección de entornos firmados por la propia Ubi ya deja intuir una flexibilidad importante y si esa maldita casa de las perspectivas locas ha sido posible no deberíamos tener por qué preocuparnos, pero no es más que un aperitivo. Hay ganas de ver qué resulta de todo esto, pero como poco creo que es un buen ejemplo de una de las mayores virtudes de la saga, y a la vez de uno de sus principales problemas: ese componente salvaje e indómito que funciona como una bomba cuando se aísla en laboratorio pero que podría no maridar tan bien con ese otro Far Cry que quiere contarnos cosas. Es, creo, el único problema real de un juego por lo demás enormemente disfrutable, y la única mancha que emborrona unas escrituras que la compañía insiste en recitar de carrerilla. Con confianza, con fe, pero sin dejar demasiado hueco a nuevas interpretaciones. Con un fervor que ralla en lo religioso.