Análisis de Final Fantasy XV
You'll never walk alone.
Supongo que todo el mundo puede contar una historia parecida, pero ahí va la mía: cuatro amigos, veintipocos años, y una escala de prioridades gobernada por la imperiosa necesidad de romper el cerdito cuando llegaba el verano para lanzarnos a recorrer Europa alimentándonos de pan con tomate. Fueron unos años muy bonitos, porque fuimos a unos cuantos festivales, vimos un poco de mundo por el camino y porque como digo éramos jóvenes y a esas edades todo se vive un poquito más. Luego llegó la crisis, el paro, y la necesidad de emigrar por motivos bien diferentes. Hoy cada uno está en una parte del mundo buscándose la vida como buenamente puede, pero siempre nos quedó una pequeña espinita clavada: la de volver a juntarnos otro verano, uno más, y despedirnos por todo lo alto, alquilando un coche destartalado y recorriendo Estados Unidos de punta a punta, siguiendo el trazado de la mítica ruta 66. Evidentemente nunca sucedió, aunque era un plan sin fisuras, y a día de hoy la idea de recuperar parte de la inversión parando en Las Vegas para jugar al póker me sigue pareciendo perfectamente razonable. Por eso, porque nunca lo hicimos, jugar por fin a esta entrega de la serie ha sido una especie de catarsis; porque si Final Fantasy XV habla de algo es exactamente de eso: de recorrer el mundo en un coche con tres amigos, y también de la enorme putada que es hacerse mayor.
Como digo, todos tenemos una historia similar. La de Hajime Tabata, su director y actual cabeza visible, tuvo lugar en Italia, durante un viaje de estudios centrado en lo que deben centrarse todos los viajes de estudios: parar en cada pueblo que tuviera un restaurante y ponerse hasta las cejas degustando especialidades locales. Básicamente el buen hombre cruzo el globo para conducir y comer, y de ahí viene la obsesión por los huevos fritos y las bolitas de arroz de un juego que me atrevería a calificar “de autor”; un juego que, pese a los poderes arcanos, las invocaciones y las carísimas cinemáticas, en el fondo habla de sus vivencias, y de esos no se ven tantos.
Me temo que en términos argumentales no puedo contar mucho más, aunque no creo que sea realmente necesario: evidentemente suceden más cosas, muchas más, y quien venga aquí buscando grandes conflictos y épica de alto voltaje no tiene motivos para temer, pero todo eso ya se ha hecho antes. Final Fantasy es una saga, quizá la que más, conocida por manejar conceptos enormes, excesivos, y si este XV destaca dentro de ella es por su sensibilidad para tratar lo pequeño; por su manera de trabajar con los personajes, y por saber contar la historia de cuatro personas con un tino y una maestría prácticamente inéditas en el género. Y no hablo solo de su punto de partida, ese que ya conocemos todos: las sillas de camping, las fogatas y el coche que se queda sin gasolina y toca bajase a empujar. Resulta muy fácil empatizar con algo así, y ponerle ojitos a una ambientación en la que por fin hay estaciones de servicio y la gente va vestida de manera mínimamente razonable. Pero el verdadero mérito no está ahí, sino en saber combinar todo eso con los parámetros tradicionales de la serie y conseguir mantener el tipo cuando la mierda golpea el ventilador; conseguir hacer crecer a esos personajes de manera creíble, y saber manejar los tiempos cuando comienza a pesar la responsabilidad. Es un cambio de tono en el que era realmente fácil perderse, y si Final Fantasy XV no lo hace, si sale victorioso, es exclusivamente por la evolución de sus cuatro protagonistas
Pero esos protagonistas no son los únicos a los que les cuesta hacerse mayores. En cierto modo parece que es la propia saga la que se rebela, porque los tiempos han cambiado y nos sobran ejemplos de juegos carísimos que no estaban seguros de que siguiera habiendo un mercado para la simple narrativa lineal. Final Fantasy XV sabe que le toca ser un sandbox, y en sus primeros compases se muestra obediente, planteando un mundo abierto lleno de cacerías y actividades secundarias en el que los camareros te sirven unos fideos y por el mismo precio te llenan el mapa de dibujitos. Y funciona, o al menos lo hace de manera suficientemente satisfactoria si tenemos en cuenta que los padres son primerizos: dudo que nadie esperara un The Witcher, pero doy fe de que se ha intentado. Y sí, es cierto que el mundo está más vacío, y que pasamos más tiempo en nuestro Sardinilla de 16 válvulas que disfrutando de contenido real, algo que seguramente pondrá muy nerviosos a quienes no sepan relajarse y disfrutar de las vistas. Por eso también creo que es un juego valiente, que se muestra desde el principio confiado en sus posibilidades y se toma su tiempo, apostando contra algo tan volátil como es la paciencia del jugador. Puede que al final dude, o puede que sea simplemente la naturaleza abriéndose camino, pero con el paso de las horas llega el momento de la rebelión; el momento en el que todo eso queda archivado, y Final Fantasy XV pasa, de sopetón, a ser un Final Fantasy de toda la vida: uno centrado en el argumento, en las cinemáticas, y en los descarados intentos de pegar muy cerca de la patata. Son dos partes cortadas a cuchillo, dos juegos distintos y una decisión que podría sonar a capitulación, pero que realmente es todo lo contrario: porque la segunda parte, la que olvida el mundo abierto, es sin duda la mejor, y porque también es una respuesta, concretamente a Final Fantasy XIII, ese juego que comenzaba secuestrándonos en un pasillo y tras cuarenta horas decidía dejarnos probar unas gotas de libertad. Yo aun lo defiendo, pero quien saliera trasquilado de aquello debería saber que hay un motivo por el que este juego se llamaba originalmente Versus XIII: es literalmente al revés.
Es una decisión tajante, aunque una vez finalizado el juego debo decir que me cuesta no comulgar con ella, porque tiene su punto romántico que un juego como este decida pegar un puñetazo en la mesa para poner su narrativa por encima de todo lo demás. Lo que falla, quizá, son las formas, y una sensación de tijeretazo apresurado que por desgracia se hace omnipresente con el paso de las horas. Creo que en cierto modo era inevitable, y que quizá esperar que un proyecto que lleva diez años en la mesa de operaciones echara a andar sin cicatrices visibles era demasiado optimista. La víctima más evidente es precisamente su guión, una historia que se adivina fenomenal pero que tiende a dejar demasiados cabos sueltos y en la que el peso de las reescrituras termina lastrando el conjunto. No del todo, porque no me tiembla la mano al decir que este Final Fantasy incluye algunos de los momentos que más recordaré de toda la saga, pero demasiado a menudo conviven con otros de una torpeza espectacular: personajes sin motivaciones claras, información vital con la que topamos por pura casualidad, preguntas sin ninguna respuesta… como digo, no cuesta imaginar un “guión final ok definitivo 3” almacenado en algún disco duro, y por eso sorprende tanto que albergue también momentos tan inteligentes, que juegan con nuestros sentimientos con la precisión de un francotirador.
De lo que sí puedo hablar, y creo que es importante hacerlo, es de sus influencias. Sobre todo de las más inesperadas, porque yo de este Final Fantasy esperaba muchas cosas, pero en absoluto encontrarme con un Uncharted. Un extraño compañero de cama que ya se deja entrever en su parte inicial, y sobre todo en esa tendencia al chascarrillo, la conversación intrascendente y las pullas sobre que Noctis se está poniendo fondón. Sin embargo, es en ese segundo gran acto donde esa influencia se suelta definitivamente la melena, estructurando el juego en una sucesión de enfrentamientos cuidadosamente orquestados, fragmentos exclusivamente narrativos y grandes set pieces en los que el motor gráfico nos enseña lo que vale un peine. Final Fantasy XV es, a partir de cierto punto, una pirotécnica historia sobre la camaradería en la que matamos un montón de malos y a veces se derrumban cosas, y aunque los aficionados más conservadores se mesen las barbas no creo que sea una mala noticia. Principalmente, porque el cambio de ritmo se agradece, porque el motor tiene de qué presumir, y porque una de las consecuencias de haber pisado el acelerador es que el juego dura exactamente lo que tiene que durar: 29 horas en mi partida, más los cientos que uno quiera en un postgame que nos devuelve al mundo abierto y nos ofrece Armas Esmeralda que despachar. Poco para un Final Fantasy, cierto, pero más que suficiente para la historia que pretende contar.
Otra herencia directa de estos nuevos espejos en los que el juego se mira es su componente mecánica, que voy a atajar de la manera más directa posible: Final Fantasy XV es, sin lugar a dudas, la entrega más orientada a la acción de la historia de la saga. No llega a ser un hack and slash, porque los números son importantísimos y porque la gestión del equipo, las habilidades y la magia tiene la relevancia y la profundidad de siempre, pero se queda muy cerca de serlo. Existe, es cierto, la opción de un combate táctico que calma las cosas y pausa la acción antes de cada ataque, y no dudo que jugando de esta manera el contador de horas alcanzara las marcas de antaño, pero no pasa de ser una concesión de cara a la galería: Final Fantasy XV está hecho para jugarse así, proyectándose de enemigo a enemigo a velocidad suicida, y es esa inmediatez y ese sentido del espectáculo lo que consigue que constantemente quieras volver. El combate es vibrante, las armas pegan bien duro, y el Lux Impetus, ese sortilegio por el que Noctis puede teleportarse hasta los enemigos incrementando el multiplicador de daño según la distancia cubierta es la mecánica más adictiva que ha dado el género desde el tiempo bruja de Bayonetta.
Por desgracia no puede decirse lo mismo del nivel de desafío, porque el precio a pagar por todos estos poderes fenomenales es que el juego es, en su mayor parte, un paseo militar. Hay picos de dificultad bastante respetables aquí y allá, pero por lo general (y fuera de las cacerías, que sí nos harán sudar de verdad) las misiones principales pueden superarse sin complicaciones con el nivel recomendado y un poco de atención al sistema de habilidades. Y aquí me gustaría detenerme un momento: no en su funcionamiento concreto (un sistema de órdenes directas dependiente de la clásica barra de energía que rellenamos con cada golpe, mas otro árbol exclusivo dedicado a acciones que nuestros compañeros ejecutarán de manera automática si la situación lo requiere), sino en lo que aportan a la narrativa; decía que es un juego que trata sobre la amistad, y pocas cosas venden más la idea que Ignis chocando tu mano para transferirte daño elemental, o el escudo de Gladiolus salvándote de una muerte segura en el último momento. Puede que sean detalles que vendan menos copias que los vídeos recopilatorios de invocaciones, pero que acaban teniendo un peso mucho más real. Además, y ya que hablamos de invocaciones, una advertencia: es cierto que gráficamente son una cosa de locos, pero están sujetas a demasiadas condiciones como para que lleguemos a verlas más de un par de veces en una partida normal.
Y es una lástima, porque se trata de algunos de los momentos que mejor muestran que la verdadera belleza del juego no está en el músculo gráfico, sino en una dirección de arte que vuelve a merecer llevar el nombre de Fantasía Final. Sí, es cierto que los gráficos son apabullantes, pero por suerte no son más que una herramienta para pintar atardeceres sobre cascadas que caen a ninguna parte. Esos son los momentos que pesan, los que recuerdas, y por eso duele un poco menos que la cámara a veces se ponga tonta o que el framerate vacile ante las pruebas más duras (nada grave, no hay motivo para alarmarse). Porque Final Fantasy XV, en todos sus apartados, dista mucho de ser un juego perfecto. Falla donde aciertan muchos, sin duda, pero en cambio acierta donde no lo hace casi nadie, y eso debería tener valor. Porque aporta cosas, y aunque resulte fácil enfadarse con él también se hace inevitable quererle, como a los amigos de verdad. Por eso, y pese a sus errores más evidentes, a estas alturas lo único que recuerdo es que me he reído, que he llorado, que me he quedado con la boca abierta en un par de ocasiones, y que he aplaudido al final. Y sobre todo, que tras ver pasar los créditos, y lo que viene después, solo tenía ganas de coger el teléfono y llamar a mis amigos. Supongo que me estarán leyendo, así que voy a aprovechar la ocasión: chicos, hagámoslo.