Avance de Final Fantasy XV
Bocados de realidad.
De entre todas las teorías y pedacitos de conocimiento tecnológico tradicionalmente relacionadas con el videojuego (la ley de Moore, los teraflops, la integración a 14 nanómetros y todas esas cosas de las que nos encanta fingir que entendemos) la teoría del valle inquietante es sin duda mi favorita personal. Ya sabéis de lo que hablo: los gráficos mejoran, los personajes se parecen más a nosotros, y todo está bien en el pueblecito hasta que alguien traspasa la línea y de repente los muñecos ya no parecen muñecos sino señores muertos. Me gusta, sobre todo, por lo que tiene de tranquilizador: en cierto modo saber que tenemos instalado de serie un cortafuegos que ayuda a trazar una línea entre el humano y la máquina me ayuda a dormir por las noches. De hecho, me gusta tanto que no puedo evitar pensar que es una teoría desaprovechada, y que reservar un razonamiento tan elegante al ámbito de la tecnología gráfica es un desperdicio. Por eso, creo que es más inteligente expandir su significado quedándonos con una moraleja global: acercarse demasiado a la realidad sin alcanzarla del todo tiene efectos demoledores sobre nuestro cerebro.
Tomemos la dirección de arte, por ejemplo, o esas ambientaciones extremas que, por no desviarnos del tema, han ayudado a convertir a la saga Final Fantasy en el mastodonte que es hoy en día. Tomemos la espada de Cloud. Un armatoste de un par de toneladas de acero fundido que a ojo de buen cubero vendría a pesar lo que un utilitario de tamaño medio, y que sin embargo funciona perfectamente cuando el resto de la ficción es representada por muñequitos cabezones y polígonos de aristas igual de afiladas. Ahora pensemos en el remake, o en esas películas CGI en las que Cloud se parece a un ser humano y la ametralladora de Barret realmente es un pedazo de hierro fundido a la carne: efectivamente, las primeras vías de agua no tardan en aparecer. Repitamos el ejercicio, y pensemos en Final Fantasy XV, la última entrega de una saga que habiendo probado suerte con todos los mestizajes posibles decide ahora fusionar los destructores imperiales y los protagonistas de diseño imposible con un mundo similar al nuestro, un mundo con estaciones de servicio, autopistas y coquetos resorts playeros donde una cena para cuatro cuesta un ojo de la cara. En ese entorno, y rodeados de NPCs que ahora van en tejanos, cuesta no ver al cuarteto protagonista como lo que siempre ha sido: un grupito de adolescentes con peinados ridículos.
Sin lugar a dudas, es esa la primera sensación que te golpea en la cara, y me atrevería a decir que la partícula definitoria de lo que es esta, irónicamente, última entrega de la Fantasía Final. Manejar a un grupo de chavales que se llaman Noctis o Ignis y van vestidos como se le supone a un personaje de la saga (chaleco sin camiseta y pectoral al viento incluídos, faltaría más), y que sin embargo no dejan de cruzarse con gente que podrías confundir con tu padre el domingo en un centro comercial. Es una sensación de ruptura que podría sonar negativa, pero que sin embargo resulta refrescante, incluso enriquecedora; una ambientacion en la que apetece sumergirse porque choca, porque contrasta, porque en quince entregas ya lo hemos visto todo en cuestión de imperios malignos y porque si esta entrega aporta algo es ser un inmenso campo de pruebas, un what ifque juega a situar sus preceptos clásicos en el mundo real. Puede que en cierto modo sea un tipo de realismo al que acaban viéndosele las costuras, sobre todo por esa barrera tan clara que divide lo que el juego entiende por personajes (fantasías, jóvenes con el pelo pincho y móviles raros) y lo que entiende por personas (gente normal que se viste en Cortefiel y se entera de las malas noticias por la radio), pero dejando de lado cierto conservadurismo mal disimulado y apartando de la mente la imagen del señor Burns con una camiseta de calaveras lo cierto es que esta apuesta por la verosimilitud trae de la mano unas cuantas cosas fenomenales. La más evidente es el tono, y una obsesión por hacernos partícipes de barbacoas y acampadas alrededor de la fogata sobre la que ya se ha escrito mucho y que corría el peligro de caer en el más absoluto de los ridículos de haberse llevado a cabo con menos inteligencia. A fin de cuentas estamos hablando de Japón, y puede que ahí, en los propios clichés del género, radique la explicación de que todo funcione sorprendentemente bien: acostumbrados a grupos de aventureros que se conocen en el camino y se hacen inseparables en cuestión de cinco minutos, resulta estimulante manejar por fin a un grupo de amigos de verdad, de esos que se hacen fotos estúpidas en cualquier área de servicio y luego se bajan a empujar el coche cuando se queda sin gasolina. Es un cúmulo de detalles, de pequeños momentos, que definen personalidades e irónicamente terminan por convertir al cuarteto protagonista en los únicos personajes realmente creíbles. Sí, aunque sean los únicos que visten raro.
En este sentido resulta complicado contener una media sonrisa cuando, con el paso de las horas, vas reparando en los pequeños truquitos que el juego utiliza para hacerte pasar por el aro. Por eso hablo de inteligencia, y de un tipo de juego sucio que, por ejemplo, secuestra nuestros puntos de experiencia y no permite hacer efectiva la subida de nivel hasta que descansamos en un campamento. Tras la obligatoria sesión de bromance llega el momento de repartir los puntos, mediante un sistema de progresión que tampoco parece buscar reinventar la rueda pero que vuelve a dejarnos un recadito: cada personaje tiene un arbol de habilidades independiente, pero los puntos son comunes. Todos para uno, uno para todos. De la misma manera, los restaurantes y los diferentes puestos de comida rápida se convierten en otro de los puntos neurálgicos del juego, y si queremos hacernos de alguna misión secundaria o participar en las múltiples cacerías, tocará buscar un hueco para degustar una colección de platillos dignos del mismísimo Kojima (sobre la calidad gráfica de escalopes y huevos fritos se han hecho ya todos los chistes del mundo, así que seré breve: sí, son así de impresionantes). De un modo u otro, voluntariamente o bajo chantaje, el juego quiere que disfrutemos de todo esto; que hagamos fotos, que conduzcamos durante kilómetros escuchando bandas sonoras, y que vivamos la vida sencilla, aunque sea salteada entre enfrentamientos contra las tropas imperiales y cinemáticas bigger than life. De nuevo, fantasía y realidad vuelven a chocar, y no hay más que darse una vuelta en el Regalia para comprobarlo: para ver como a ambos lados de la carretera se suceden edificios en construcción y carretes de hilo de cobre propios de la nacional 6 con avistamientos de criaturas legendarias de veinticinco metros de altura. De algún modo Square ha tomado un mapa de carreteras y le ha superpuesto una capa de fantasía, y por eso en un movimiento maestro que espero catapulte a este artículo a las cumbres del SEO voy a decir que Final fantasy XV recuerda un poquito a Pokémon Go.
Porque sí, además de una profusión de iconos y actividades secundarias que coquetean peligrosamente con el sandbox occidental, y de una amplitud en los mapeados equivalente, en Final Fantasy XV hay un montón de bichos a los que dar para el pelo. Dejando de lado el humor de saldo puede que un Monster Hunter bajado de revoluciones fuera un referente más inmediato, aunque supongo que a estas alturas os hacéis una idea: camina un par de kilómetros, rebusca por la zona, despacha a seis alimañas que están haciéndome la puñeta, vuelve a por tu recompensa. Así, encargo tras encargo, iremos ascendiendo en un escalafón que nos permitirá vernos las caras con criaturas más desafiantes y con esas moles de leyenda que comentábamos antes, mediante un sistema de combate del que por el momento solo me atrevo a decir que resulta prometedor. El funcionamiento es sencillo, o todo lo sencilla que puede resultar esa cuadratura del círculo entre acción directa y gestión del grupo que contente a veteranos y noveles y que la serie lleva buscando desde hace más tiempo del que puedo recordar. En esencia cada miembro del grupo hace la guerra por su cuenta, y con las evoluciones de nuestros compañeros en manos de la IA nuestro papel pasa por controlar a Noctis de manera directa y zurrarle la badana a todo bicho viviente; algo así como un hack and slash simplificado que deposita la mayor parte de su profundidad en el posicionamiento, los ataques por la espalda y la gestión de una selección de armas que podemos alternar con una simple pulsación del dpad para adecuarnos a cada situación: no es lo mismo una lanza que un espadón a dos manos, qué os voy a contar yo a estas alturas.
La salsa viene de la mano de los ataques especiales, un surtido de jugarretas y trucos de teleportación que permite desplazarse por el escenario a velocidad de vértigo, realizar ejecuciones en sigilo o alcanzar posiciones ventajosas, aunque habrá que andarse con ojo: todo el chiringuito está sustentado por los acostumbrados puntos de magia, que en esta ocasión recuperaremos cubriéndonos o retirándonos a puntos elevados, es decir, escondiéndonos como unos miserables mientras nuestros compañeros soportan el chaparrón. No será el único papel que cumplan: tras rellenar el medidor correspondiente podremos acudir a ellos para solicitar un movimiento especial, momento en el que dejaremos de chupar cámara y el juego nos compensará con unos cuantos segundos de invencibilidad. La cosa evidentemente no queda aquí, y hay espacio para ataques combinados y demás filigranas, pero como base se trata de un sistema satisfactorio, me atrevería a decir que elegante, que no revoluciona nada pero da pie a enfrentamientos interesantes y nunca se convierte en una carga. Si acaso, destacaría la nueva gestión de la magia, que pasa de la tradicional barra libre de hechizos al uso a un sistema que los convierte en objetos físicos basados en recursos recolectables: algo así como granadas arcanas que mezclan fuego y relámpago, que se equipan en los mismos slots que las armas y que requieren patearse medio mundo recolectando vetas de mineral. Como digo, puede que la saga esté comenzando a acusar la influencia de ciertas malas compañías.
Y en cuanto a los gráficos, pues qué queréis que os diga: habéis visto los vídeos, poco más se puede añadir. Que el juego luce espectacular no creo que pille a nadie de sorpresa, aunque las voces que hablan de framerates un tanto díscolos y otras aristas no del todo redondeadas no faltan a la verdad. Por eso creo que la situación dicta prudencia: el juego acaba de retrasarse, y aunque cabe preguntase si asuntos como la distancia de dibujado tienen margen de maniobra, entiendo que la decisión no se ha tomado porque sí. Con todo, sí me gustaría detenerme en el tema para plantear una pequeña reflexión final: la de un juego que reproduce con más detalle un plato de patatas fritas que a cualquiera de sus protagonistas. Podría sonar a broma, pero creo que detrás de esto hay un mensaje poderosísimo; uno que habla del encanto de las cosas sencillas y de dejarse llevar. De disfrutar de los pequeños placeres, en definitiva. Y encerrarse en casa un domingo por la tarde para empezar un nuevo Final Fantasy, otro más, no es en absoluto de los más frecuentes.