Avance de Final Fantasy XV
Big in Japan.
Uno de mis pasatiempos favoritos cuando araño unos días para escaparme a casa de mis padres es ojear mi colección de revistas de cuando era un crío. Es un ejercicio interesante, sobre todo para quien por casualidades de la vida ha acabado ganándose el pan escribiendo sobre juegos; una buena manera de tomar perspectiva, de comprobar cuanto han avanzado las cosas, y también, por qué no, de volver a empaparse de cierta inocencia que se nos ha perdido por el camino. El lenguaje es más llano, y hay muchos signos de exclamación, pero también una ilusión sincera por un montón de cosas que hoy damos por sentadas: los juegos japoneses, los gráficos en tres dimensiones, o esos soportes futuristas que aseguran permitirán incluir voces digitalizadas y secuencias de vídeo en sus insondables 700 megas de memoria. Rizando el rizo, mi sección favorita son las cartas a la redacción, y más concretamente los dibujos, esos que jugaban a imaginar como serían las revistas de veinte años después. Un rosario de portadas construidas a base de secuelas imposibles, o eso pensábamos nosotros: Street Fighter V, Super Mario Kart 8, Final Fantasy XV. Haciendo un pequeño esfuerzo puedo recordarme a mi mismo pensando en como serían todos aquellos juegos, en como sería un futuro en el que esas sagas tendrían un aspecto que ni siquiera llegábamos a imaginar. Pues bien, ese futuro es ahora.
Y es que a todos nos encanta mirar ciertas cosas por encima del hombro, pero creo que Final Fantasy XV es un claro ejemplo, otro más, de que eso de que los gráficos no importan es una de las falacias más grandes de nuestra industria. Evidentemente hay sitio para todo, y no seré yo el que le haga ascos al pixel o a los 256 colores, pero en general se trata de una pose que se cura, de nuevo, volviendo durante un rato al pasado: en mi caso, es algo que me golpeó bien fuerte en la cara al tener la oportunidad de sentarme frente a una Nes Mini, y más concretamente frente al Final Fantasy original. Jugué apenas veinte minutos, pero en esencia todo lo importante ya estaba allí: los grupos de aventureros que salvan el mundo, los numeritos, los castillos y las princesas. Culebrones y malos malísimos aparte apenas ha cambiado nada, si es que dejamos de lado la capacidad para tomar un mundo de fantasía, traerlo hasta esta esfera de la existencia y plasmarlo con una fidelidad imposible hace veinte años. No sé, a mi no me parece moco de pavo.
Por eso, y aunque quien me conoce sabe que no me gusta hablar de los gráficos, he respirado aliviado tras volver a jugar a Final Fantasy XV. Porque tenía mis dudas acerca de un juego que bien podía caer sepultado bajo el peso de la ambición de su apartado técnico, y porque eran dudas fundadas: en un primer contacto, hace unos meses, el juego ya lucía espectacular, pero no hacía falta acercarse mucho para comprobar que el sudor de la máquina se apreciaba mucho antes que el de los protagonistas. Final Fantasy XV iba regular y hoy va estupendamente, y se me ocurren pocos titulares más esperanzadores que ese.
Porque sí, estará feo, pero en gran parte todos venimos aquí por los gráficos. Por unos gráficos que ahora no solo se mueven con soltura, sino que no fallan, ni se tornan saltarines, ni comienzan a perder fuelle cuando uno mira al horizonte y la maquina se ve obligada a pintar arbustos a más de cinco metros de distancia. Final Fantasy XV también es hoy más bonito que entonces, y ni las distancias de dibujado ni un framerate que se marchaba a por tabaco a poco que la cosa pintara fea parece que vayan a aguarnos la fiesta. Llamadme loco, pero creo que ha merecido la pena esperar.
Lo bonito de todo esto es que, con el apartado técnico solventado, podemos abandonarnos sin miramientos a comentar lo que realmente importa; a hablar de mecánicas, de personajes y de historietas sobre imperios enfrentados sin temor a que el chiringuito que lo sustenta todo se nos derrumbe en mitad del chaparrón. Y Final Fantasy XV es un juego que anima especialmente a hablar sobre todo esto, porque si algo me ha demostrado esta nueva sesión de preview es que unas cuantas horas más adelante el juego sigue aterrizando de pie y con doble tirabuzón en esa fina línea entre el shonen para adolescentes y adultos nostálgicos y aquel programa en el que Juan Echanove e Imanol Arias recorrían la geografía española poniéndose como el tenazas a costa del contribuyente. Sobre el argumento en general poco os voy a hablar, porque no me dejan y porque realmente está todo donde toca: hay imperios, hay cristales, hay poderosas fuerzas elementales con las que tocará entenderse y hay gente que parece que va de buen rollo pero tiene pinta de ocultar algo. Sin embargo, lo realmente especial del juego es que todo esto sucede no antes ni después, sino durante un viaje de carretera con nuestros colegas en el que nuestra principal prioridad es hacer fogatas y preparar platos combinados. Lo primero es lo primero.
Es una sensación de familiaridad, de amistad verdadera, sobre la que se ha hablado ya mucho y de la que sin embargo diré que sabe hacerse extensiva al propio jugador. Porque en Final Fantasy XV también hay guiños, muchísimos, y resulta difícil no emocionarse cuando uno ve marchar las armaduras Magitek o se planta ante unos menús que muestran las armas que mejoran lo que ya tenemos mediante los muñequitos vitoreantes de Final Fantasy VI. Podría parecer simple fan service, pero hasta para eso hay que tener cierto tacto, y lo que yo he sentido es que volvía a casa. Que el juego me reconocía como un igual, y se hacía a un lado para dejarme un hueco delante del fuego. Y allí, puestos a contar batallitas, tarde o temprano tenía que salir el tema de los chocobos.
Porque sí, el Regalia está fantásticamente bien, pero hay pocas sensaciones que griten Final Fantasy de manera más contundente que lanzarte a recorrer la nacional VI a lomos de un pollo gigante. Acceder a ellos es tan simple como resolver una misión de caza (bastante espectacular, por cierto), y a partir de entonces estarán disponibles en todo lugar, a un silbido de distancia, siempre que hayamos abonado el correspondiente alquiler. Creedme, es inteligente hacerlo: Final Fantasy XV será muchas cosas, pero en absoluto se libra del síndrome del recadero, y cuando el marcador habla de tres kilómetros de distancia nadie está bromeando. Aun así, si la amenaza de recorrer semejantes extensiones de terreno en el coche de San Fernando no es suficiente acicate, baste decir que todo lo que cabría esperar está de vuelta: hay criaderos de chocobos, y golosinas para chocobos, y chocobos que suben de nivel, e incluso chocobos que irrumpen en el combate y le propinan una coz en la cara a los soldados imperiales. Es una oferta irrechazable.
Evidentemente podríamos quedarnos hablando de chocobos toda la tarde, pero por cuestiones de espacio quizá sea más aconsejable pasar a mecánicas más importantes; mecánicas como el combate, o la magia, o la simple gestión de las habilidades, con las que ya pudimos experimentar en su día y que profundizando mas en el juego comienzan a mostrar su verdadero potencial. En el terreno del enfrentamiento armado las cosas siguen más o menos igual, esto es, como un trasunto de hack and slash y action RPG que reduce nuestro control al ámbito del personaje protagonista y se basa en la gestión de esos ataques especiales que permiten jugar con las distancias. Sigue siendo igual de efectivo, aunque quizá me detendría a hablar de las guardias, y de un sistema de contras que sigue mostrándose caprichoso en el timing pero que una vez dominado activa los mismos resortes de siempre: hay pocas cosas que den más gustito que un contraataque bien ejecutado.
Quizá una de ellas sea acabar con un enemigo final de un solo golpe y que el mérito sea en parte tuyo, y de eso va el nuevo sistema de magia: de convertir nuestros poderes místicos en un consumible más, y de dar sentido a la exploración y el mundo abierto mediante la explotación de pequeñas vetas de energía elemental que nos permitirán confeccionar potingues demoledores. La intención, según el propio Tabata, es recompensar al jugador curioso con la posibilidad de romper el sistema, y acceder mucho antes a hechizos que normalmente quedarían reservados para el tercio final del juego. Tras unos cuantos experimentos volcando en el vial absolutamente todas mis pertenencias de valor doy fe que es posible, y de que el resultado de semejantes desperdicios arcanos es tremendamente contundente, tanto por sus efectos como por el despliegue gráfico asociado: de nuevo, si a Final Fantasy I le faltaba algo es dejar pequeños pedacitos de escarcha sobre tus hombros al conjurar Hielo IV, y una vez que lo has visto resulta difícil conformarte con menos.
Como también resultaría difícil, por poner otro ejemplo, volver a conformarse con personajes que se quieren mucho desde hace cinco minutos, pero que permanecen mudos durante todo el tiempo que pasan fuera de las cinemáticas. Si hay una revolución en Final Fantasy XV sin duda es esa: la de ser un JRPG con la misma sensibilidad para ciertas cosas que sus gemelos occidentales, un juego en el que tus amigos demuestran que lo son porque no callan ni bajo el agua y aprovechan los combates para recordarte que estás fondón. Puede que suene atrevido, pero jugando me he acordado mucho de Naughty Dog. Sin duda parte de la culpa es de estos detalles, pero también, por qué no decirlo, de los sucios y simples gráficos. Unos gráficos vibrantes, ágiles, espectaculares, que vuelven a poner al género en una vanguardia tecnológica que nunca debió abandonar. La vanguardia de Final Fantasy VII, o de aquel cartucho de 48 megas del primer Tales que nadie conseguía emular. Al fin y al cabo, es en lo que pensábamos todos de niños cuando dibujábamos aquellas portadas: en unos japoneses misteriosos programando juegos del futuro. Hubo unos años en que parecían haberlo olvidado, pero por suerte eso ya se acabó.