Avance de For Honor
El factor humano.
Puede que al decir esto arruine la infancia de alguien, pero Mortal Kombat no era una buena película. Me refiero, claro, a la primera, esa opereta de artes marciales en la que Christopher Lambert y un montón de don nadies se medían el lomo en una isla desierta a las órdenes de un Paul W. S. Anderson que inexplicablemente sería capaz de dirigir una maravilla como Event Horizon apenas un par de años después. Sé que después vino al menos otra, aunque se me escapa por qué alguien en plena posesión de sus facultades mentales querría volver a pasar por algo así: la dirección de arte era atroz, los diálogos eran infames, y de la banda sonora no estoy dispuesto a hablar si no es en presencia de mi abogado. Sin embargo también creo que era una película honesta, o al menos lo suficiente para satisfacer a los que simplemente queríamos ver a todos esos monigotes tomar forma humana en una pantalla de cine; había rayos de colores, había patadas en la boca y en cuanto al ratio de cameos por minuto de metraje poco se podía objetar. Por eso, porque en el fondo se trataba de la mejor adaptación posible, creo que todos aquellos señores disfrazados nos enseñaron sin quererlo una lección valiosísima: que en aquel glorioso pastiche que eran los videojuegos clásicos el argumento siempre era la primera víctima, que no hace falta más que trasladar la acción al mundo real para demostrarlo, y que contar una historia decente que incluya a un émulo de Bruce Lee, un ninja que congela la gente y una muchacha en mallas requiere un tipo especial de talento.
Y digo todo esto porque, pese a que las espadas samurái puedan distraernos, For Honor es ante todo un juego de lucha, y como a todos los juegos de lucha le cuesta no dejar esa sensación de que para presentar un roster mínimamente decente uno tiene que hacer sacrificios. Por eso estos juegos nunca han tenido una historia, o al menos no una que merezca la pena, y el enésimo torneo de artes marciales o la enésima novia secuestrada por una banda de moteros siempre han sido excusas más que decentes para lanzarse a recorrer el mundo haciendo morder el polvo a geishas, maestros de kendo y miembros de las fuerzas especiales. En el caso de For Honor es una sensación de deriva que en absoluto afecta a su componente multijugador, pero que sin duda revolotea sobre una campaña que, al menos a tenor de las dos misiones jugables durante esta versión de prueba, se siente exactamente igual que uno pudiera esperar: como un aperitivo, una serie de entremeses centrados en presentar personajes individuales y a los que les toca lidiar con la propia dispersión del relato y con un componente mecánico pensado para medir el acero contra un rival a la altura, no contra decenas de subalternos artificiales.
Tanto a "Sabotaje", una misión correspondiente a la facción de los caballeros que juguetea a ratos con el sigilo, como a su contrapartida vikinga, más centrada en la guerra abierta y en aplastar cráneos sin contemplaciones, les cuesta mostrar algo parecido a un contexto. Hay tímidos intentos en ese sentido (una frenética persecución a caballo, por ejemplo), pero su estructura acusa en todo momento la falta de recursos ajenos al propio combate, y los propios objetivos (abrir tres puertas, localizar barriles con comida, ese tipo de cosas) no hacen sino abundar en la idea: es cierto que hay cinemáticas, y también que están prodigiosamente animadas y que la dirección de arte es incontestable, pero más allá de los artificios For Honor no es un juego pensado para contar historias. Es un juego pensado para combatir, y su modo campaña es solo un entrenamiento.
Hablaba antes de los juegos de lucha, y en este sentido creo que es significativo que, en una demo centrada en mostrar contenido nuevo, los tres personajes que añade impliquen un cambio mucho mayor que dichas misiones individuales. Tanto es así que, pese a poder citaros de carrerilla dicha lista de incorporaciones (Pacificadora, Huscarle y Shugoki, esto es, una letal asesina de los caballeros y dos armarios empotrados para vikingos y samuráis), el tiempo material solo me permitió centrarme en el último de ellos: un japonés de varias toneladas escondido tras una máscara kabuki y armado con un palo con pichos de esos que dan un nuevo significado a la palabra respeto. Y creo que es aquí donde radica la verdadera esencia del juego: en las sutilezas, en los tempos, y en una manera de jugar que cambia radicalmente según lo haga la velocidad a la que puedes repartir mandobles o las capacidades ocultas de tu nuevo asesino profesional. En cuanto a las mecánicas todo sigue donde toca, y el particular juego psicológico construido sobre el piedra, papel o tijera que es su sistema de coberturas tiene las mismas posibilidades de siempre, pero a los mandos del Shugoki volvía a ser un absoluto novato. Al menos, hasta haber muerto las suficientes veces para entender que un garrote de dos metros implica medir las distancias de otra manera, que el sistema de habilidades pasivas está ahí por algo y que movimientos como la carga pueden servir para arrojar infelices al foso, pero también para acortar distancias contra aquellos lo suficientemente inteligentes como para darse a la fuga. Hasta entonces, la reacción natural es limitarse a aporrear botones, y los paupérrimos resultados de dicha táctica vuelven a confirmar que las apariencias engañan: For Honor es un juego mucho más técnico, muchísimo más, que lo que un primer contacto pudiera sugerir, y creo que no podrían ser mejores noticias.
Como digo, es un juego de sutilezas y una diferenciación entre miembros de la plantilla que se aprecia exclusivamente al enfrentarse a oponentes humanos, y por eso es una suerte haber podido probar de primera mano un nuevo modo que viene a servir de punto intermedio entre las milimétricas partidas de ajedrez uno contra uno que alimentan su modo Duelo y la algarabía de bots y banderines del Conquista tradicional. Hablo de Eliminación, una guerra fratricida entre equipos de cuatro que elimina el respawn y hace del juego en equipo un requisito absolutamente indispensable: suena a la cantinela de siempre, pero perder cinco partidas seguidas frente a un equipo mínimamente coordinado hace que te replantees cosas. Las emboscadas son más que frecuentes, y la presencia de potenciadores dispersos por el mapa que aumentan temporalmente nuestras características o nos permiten tomar un atajo hasta las demoledoras habilidades de nivel cuatro convierten al modo en algo así como un Overwatch del medievo; un modo donde la selección de personajes se torna vital porque no está la cosa para quedarse sin tanque en un tres contra uno, y donde un empuje final y un par de resurrecciones a tiempo pueden dar la vuelta a la única partida que creías haber ganado. Creedme, hablo por experiencia.
Y puestos a hablar de estrategia y de planificación a gran escala, puede que sea el momento de mencionar la guerra de facciones, o lo que es lo mismo, el as en la manga de Ubi para aportar ese contexto que echábamos de menos en la campaña a un multijugador que pasa a ser algo parecido a una guerra global. La idea es sencilla, aunque de salir bien puede que estemos hablando de la gallina de los huevos de oro: todos los jugadores, en todas las plataformas y de manera persistente, cooperando en un conflicto a gran escala que redefine las fronteras del mundo a golpe de partida multijugador. Tras decidirnos por una facción cada victoria cuenta, y los puntos que obtengamos por esa rondita tonta tras volver del trabajo pueden emplearse en un bien mayor: atacar territorios del mapa dominados por los rivales, o defender nuestros dominios de la amenaza exterior. Como en un juego de tablero, el tira y afloja irá redibujando el mapa político a lo largo de un marco temporal dividido en turnos, rondas y temporadas, es decir, en plazos de seis horas, dos semanas y diez semanas respectivamente: los turnos reconfiguran las fronteras, las rondas reinician el mapa y otorgan recompensas a los ganadores, y las temporadas sirven para tomarse unas merecidas vacaciones e incorporar nuevos mapas y modos de juego a la mezcla. A fin de cuentas es la misma idea que puso sobre la mesa Fifa al obligarnos a hacer público el equipo de nuestros amores, y por fin parece que alguien se ha decidido a explotar todo ese potencial.
Es un sistema que busca, diría, formar una comunidad y reforzar sus lazos con el propio mundo de juego, y que sería una pena ver fracasar por los motivos de siempre. Y es que en estos casos el vil metal es un factor de peso, y por eso creo que una de las mejores noticias que deja esta demo es la que dice que todo ese contenido, todos esos mapas y esos nuevos modos que tradicionalmente dibujarían una línea en la arena dividiendo a los más o menos dispuestos a volver a pasar por caja, serán absolutamente gratuitos. El equipo habla de derrumbar los muros de pago y de no formar grupos de primera y de segunda, y ante tal iniciativa poco más se puede decir: si esta es la nueva Ubi, que sea por muchos años.
Por eso, y pese a que su modo campaña pudiera dar más de sí, creo que hay pocos motivos para preocuparse. Lo realmente importante, esto es, ese juego que por fin nos permita sentir el peso de las espadas, parece seguir viento en popa, y todo parece indicar que ha pasado el tiempo de los experimentos: cada partida se siente final, y si esta nueva iteración aporta algo ya no es en el sentido de las mecánicas. Sí lo hace en mapas, y en personajes, y en todas esas cosas que apuntalan un concepto tan difuso como es el del contenido. Puede que sea el mismo motivo por el que, a su manera, se empeña también en intentar contar algo: en ningún momento fue necesario, pero a veces es fácil olvidar que vivimos en un mundo suficientemente loco como para poner la presencia de un modo historia por delante de la solvencia a la hora de repartir sopapos.