Avance del modo Duelo de For Honor
Cara a cara.
Mi primer contacto con los juegos en red y el multijugador competitivo tuvo lugar siendo yo un tierno infante, concretamente en las oficinas donde trabajaba mi padre. Allí, entre unos cuantos Macs relativamente avanzados para la época que alguien había interconectado para compartir fotografías y artes finales de revistas, mi primo y yo echamos nuestras primeras partidas, observando con los ojos como platos como aquel cablecito obraba su magia y permitía ver al otro en la pantalla. Si yo saltaba, el muñeco en la otra punta de la habitación saltaba también, y todo el asunto de intercambiar disparos e incluso salvas de misiles teledirigidos parecía una cosa de otro planeta. No disponíamos de muchos juegos, porque en la España de aquellos años conseguir títulos que funcionasen en los ordenadores de la manzana era casi tan complicado como hacerse con un arma de verdad, pero el elegido era siempre Marathon, una joya hoy casi olvidada de la Bungie pre Halo. Sin banderas que capturar ni otros objetivos que más tarde vendrían a complicar la fórmula del Deathmatch original (quizá los hubiera, pero estábamos demasiado excitados como para prestar verdadera atención), nuestras partidas se reducían a un continuo juego del gato y el ratón, a esconderse tras las columnas y sorprender al otro con una traicionera ráfaga de láser por la espalda: no lo sabíamos todavía, pero éramos unos camperos de campeonato.
Huelga decir que nos lo pasábamos estupendamente. Sin embargo, con los años no he podido evitar acordarme frecuentemente de esas partidas. Supongo que es lo bonito de ser un niño y venir equipado de serie con la capacidad de divertirse con un palo y un par de piedras, pero aun hoy me sigue maravillando que pudiéramos pasar tal cantidad de horas encerrados con un juego que, simplemente, no tiene sentido jugarse en uno contra uno. Es una sensación que conocerá de sobras cualquiera que haya dado con sus huesos en un servidor semivacío o haya cometido la osadía de intentar echar unas partidas a un juego que tenga más de seis meses: los mapas son enormes, las estancias están diseñadas con los tiroteos masivos en la cabeza, y al final la cosa redunda en dar vueltas y vueltas como un subnormal y cruzar un par de tiros cada quince minutos. Es un problema, uno de tantos, que el incansable avance de la tecnología ha ido relegando al cajón de las cosas que ya no importan: pudiendo arrancar la consola y conectarse en cuestión de segundos con sesenta y tres adolescentes norteamericanos, ¿quién querría echar un par de partidas contra su mejor amigo?. Hoy por hoy, la oferta en cuestión de competición uno contra uno queda casi reducida a los simuladores deportivos y los juegos de lucha, y en una industria tan prolífica en lo tocante a matarnos unos a otros a través de internet nadie parece haber reparado en las posibilidades de los duelos al amanecer frente al granero del Ok Corral. Hasta ahora.
Ya en el anterior avance comenté que si había un momento de magia en For Honor era ese en el que cruzas la mirada con tu rival, apartas a un par de masillas de un espadazo y avanzas decidido a tu cita con el destino, a ese baile de aceros en el que el resto del mundo parece detenerse. Pues bien, alguien parece haber tomado buena nota, porque la propuesta de Duelo es exactamente esa: tomar ese momento, destilarlo, y multiplicar su potencial engorilante enmarcándolo en una serie de rondas a cara de perro en las que solo existe tu espada, la del rival y la posibilidad de hacer el ridículo sin poder echarle las culpas al empedrado. O quizá no del todo, porque hay un tercer agente que adquiere ahora una relevancia incluso mayor que en los enfrentamientos masivos: unos mapeados extraídos directamente de la modalidad principal en los que los fosos, los puentes destartalados y las caídas cortadas a cuchillo frecuentemente marcan la diferencia entre la vida y la muerte. Porque el combate en For Honor está indisolublemente ligado a la gestión del espacio, y eliminando las distracciones innecesarias de la ecuación lo que queda es un ballet de cuellos de botella y escaleras subidas de espaldas en el que arrinconar al enemigo es casi tan importante como sacarle los higadillos. No sé vosotros, pero cuando yo me imagino que soy Conan (es algo que hago frecuentemente) las cosas son más o menos así.
Aun así, puedo imaginar lo que estará pensando la mayoría: limitarse a intercambiar mandobles contra un solo muñeco puede ser divertido un rato, pero nunca podría durar. Evidentemente se trata de una cuestión de gustos, pero lo mismo podría decirse de Street Fighter y Final Fight. De hecho, la explicación hay que buscarla en los mismos lugares: en la concentración, en la psicología, y en un sistema de combate que muestra aquí su verdadero potencial. El que esta modalidad funcione es una demostración de la profundidad de una mecánica que muchos habíamos puesto en duda, y sin la que el castillo de naipes se derrumbaría rápidamente. Por eso Marathon no funcionaba: porque el hecho de disparar, sin gente que te sorprenda por la espalda, ni trifulcas ajenas que interrumpir, ni todas esas cosas que convierten a un Deathmatch en un Deathmatch, no tiene demasiado misterio. Y no estoy hablando solo de las guardias, ni de alternar con cabeza las tres direcciones de ataque en ese piedra papel o katana que revele un hueco en la defensa de nuestro rival: hablo también de los movimientos especiales, la gestión de la barra de stamina (aquí mas importante que nunca) o del cansancio real, el psicológico, de un rival que lleva un par de minutos defendiéndose como gato panza arriba.
Sin embargo, tampoco pensemos demasiado en Street Fighter. For Honor, o más concretamente esta modalidad Duelo, no es un Virtua Fighter con alabardas, sino más bien algo parecido a una partida de ajedrez, aunque con una ligera salvedad: como los partidos realmente bonitos, todo puede cambiar de golpe en el minuto 93. No importa lo mal que pinten las cosas, porque una guardia baja, un ligero traspiés y una rápida sucesión de tajos pueden darle la vuelta a cualquier combate, y no es infrecuente ver rondas que se solucionan en apenas unos segundos. También las hay de las otras, en las que la concentración está a tope y todo se convierte en una batalla de desgaste, y ese par de minutos pasa como toda una vida. Puede que los enfrentamientos se diriman al mejor de cinco, pero con algunos alcanzaría para escribir un libro de muchos más capítulos.
Y ahí está su belleza: en una sucesión de combates que juzgados por las tapas podrían parecer siempre lo mismo, pero que pronto se convierten en un auténtico generador de historias. En aquella vez que casi me tenías pero te caíste a un pozo, o en esa otra en la que te llenaste de balón porque me quedaba un toque y moriste agotado como un idiota. Exactamente los mismos motivos por los que, tras sumar el irresistible poder de convicción que pueden alcanzar dos niños dando la chapa al unísono, nosotros volvíamos a esa oficina cada fin de semana. Y puestos a dejar escapar una lagrimita por los viejos tiempos, creo que es un gran momento para contaros que también hay pantalla partida.