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Avance de Gears of War 4

Hello darkness, my old friend.

"Estos tipos son mucho más listos que la última vez". Puede que la cita no sea cien por cien exacta, porque resulta complicado pararse a tomar apuntes cuando un reptiloide de dos metros y medio intenta llenarte el culo de plomo, pero vista con perspectiva la frase no deja de tener su cierta ironía. La oímos en boca de una de nuestras nuevas compañeras, sorprendida ante las capacidades tácticas de estos Locust que no son Locust pero surgen de agujeros en el suelo, nos insultan de manera muy sentida antes y después de disparar y dejan caer rifles Hammerbust cada vez que les damos matarile. Y precisamente por eso tiene gracia: pese a los esfuerzos del propio juego por remarcar las diferencias respecto a su propio pasado, en toda la escena nadie está haciendo nada que no hayamos visto cientos de veces antes. Gears of War 4 es, antes que cualquier otra cosa, un juego terriblemente continuista. Y no podrían parecerme mejores noticias.

Si acaso, la única diferencia palpable es el propio diálogo: ahora nuestra pandilla de musculitos es especialmente dicharachera, y nadie desaprovecha la ocasión para comentar la jugada o dejar caer un par de reflexiones entre tiroteo y tiroteo; en fin, la sombra de Naughty Dog es alargada, que se lo pregunten a Kratos. Sin embargo, más allá de esta recién encontrada afición por el chascarrillo fácil y los suelos que se caen, los cerca de treinta minutos que pudimos probar dejan exactamente las mismas sensaciones que esperaría cualquier aficionado a la saga: una picadora de carne industrial en la que correr de cobertura a cobertura apuntando a la cabeza de unos señores que, por más que nos intenten vender, siguen sin parecer candidatos a una beca de investigación. Podría sonar a pereza, pero es una sensación que se mitiga cuando uno se para a pensar en la cantidad de gente que ha intentado reproducir la fórmula para acabar fracasando de manera estrepitosa: puede que en The Coalition partan con ventaja, porque es mucho más fácil ponerse a cocinar habiendo heredado el libro de recetas de la familia, pero una vez a los mandos la sensación es la de volver a casa. Ya habrá tiempo de experimentos: ahora, creo, el verdadero desafío era hacer olvidar a Epic y llevar la saga a una nueva máquina sin perder la esencia por el camino, y en ese sentido creo que podemos estar tranquilos.

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Por suerte, una vez amarrado el feeling y la sensación de manejar maquinaria muy peligrosa, Gears of War 4 deja espacio para la novedad, aunque sea un espacio chiquitito. Así, con pequeñas pinceladas aquí y allá y un respeto reverencial a un equilibrio que sabe crítico, el juego se atreve con detalles de su propia cosecha, pequeñas notas a pie de página que construyen sobre la base de siempre y aportan algo de variedad. Quizá la más relevante sea la meteorología, y esos vientos huracanados que influyen en la propia acción y que por desgracia nos quedamos con las ganas de probar. Lo que sí vimos fueron detalles más pequeños, añadidos al armamento o al sistema de coberturas que parecen orbitar siempre en torno a la misma idea: el riesgo y recompensa, esa decisión tomada en microsegundos que puede darnos una pequeña ventaja en combate o dejarnos vendidos definitivamente. Es el caso del Buzzkill, un lanzador de sierras giratorias (la sutileza sigue siendo protagonista, como veréis) que permite decapitar malvados y realizar carambolas asesinas rebotando en paredes y techos pero que también limita nuestra capacidad de movimiento y tarda una barbaridad en arrancar. Del mismo modo funcionan las, a falta de un mejor nombre, coberturas biológicas, unas vainas bastante repugnantes que cuelgan del techo y que podremos bajar a tiros para protegernos si la cosa se pone fea: aguantan una cantidad considerable de daño, pero un par de tiros de más y tocará vérselas también con los masillas que esconden en su interior. No es poca cosa para una sección tan breve, y solo queda esperar que el estudio sepa dosificar las sorpresas a lo largo de toda la campaña; de ser así, parece contenido más que de sobra.

Y ya que hablamos de las condiciones climatológicas toca atacar el espinoso asunto de los gráficos, y de una estrategia de comunicación que por algún motivo parece empeñada en dar muestras de que tiene algo que esconder. Sinceramente, dudo que sea el caso, porque las escasas secciones en las que una iluminación en condiciones hace acto de presencia dejan intuir un juego más que robusto en el apartado técnico, pero de nuevo la sección elegida para presentar el título en sociedad dista mucho de ser la ideal: un recorrido entre almacenes y patios traseros bajo un cielo suficientemente encapotado como para quedarse en casa y prepararse un buen colacao. Como digo, parece una cuestión más relacionada con la falta de vista que con la potencia bruta, aunque de lo que sí podemos hablar es de un nivel en ambientación y modelados que, de nuevo, se siente muy Gears of War: desguaces, coches volcados, corredores de techos altos y plazas con estatuas devoradas por la vegetación. Ese tipo de apocalipsis creíble, de belleza dentro del caos que ya nos robara el corazón en la primera entrega y que vuelve aquí para hacer de marco de lujo donde partir a la gente por la mitad.

Y ahí está su verdadera magia: en ser un juego directo, incluso primitivo, que basa todo su reclamo en apelar a esa parte de nosotros que disfruta con el gore y la casquería, y en hacerlo mucho mejor que todos los demás. En ser ese pequeño placer culpable en el que unos señores de brazos hipertrofiados te indican que comas mierda y que posteriormente te mueras, y tú disfrutes como un gorrino porque bajo todo eso, bajo toda esa testosterona y esa violencia sin sentido hay una serie de mecánicas extremadamente inteligentes que sería un tremendo error alterar. Por eso, quienes esperen cambios radicales quizá harían mejor en fijarse en otra saga de la competencia, una con la que comparte siglas y gusto por la hemoglobina y las ejecuciones expeditivas. Curiosamente, ambos juegos parecen tratar sobre la paternidad, aunque en esta ocasión nos toca encarnar al hijo. Y por eso no deja de ser natural que nuestra única obsesión sea parecernos lo más posible a papá.

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