Análisis de Ghost of Tsushima
El arte de la guerra.
"Descubrí que el camino del samurái es la muerte", rezan las primeras líneas del Hagakure (1710). Este escrito recoge las enseñanzas de Tsunetomo Yamamoto, un samurái que vivió a mediados del siglo XVII y que, en sus últimos años, instó a sus pupilos a poner por escrito aquello que había aprendido durante sus andanzas como guerrero. Un buen puñado de años más tarde, el escritor japonés Yukio Mishima se obsesionaría tanto con este libro como con todo lo que rodea a la figura histórica del samurái, y terminaría por entender su vida y configurar su entorno alrededor sus ideas. Mishima ansiaba tanto el retorno de este Japón anclado en el honor y guerra que llegó a formar su propio grupo paramilitar en defensa de ello. Murió en el año 1970 tras realizarse el seppuku, un acto de suicidio ritual con sus raíces en la tradición del Japón medieval. Dos hombres, con más de doscientos años de diferencia, se vieron unidos en un instante preciso al amparo de la misma idea: que la manera en la que morimos es, para nuestra historia y para nuestro legado, tan importante como la manera en la que vivimos.
Del seppuku - o "harakiri", como también se le llama a veces, un término que parece un poco más entrañable por lo literal de su etimología: literalmente significa cortarse el estómago - en Occidente hemos oído hablar más de una vez, generalmente de la mano de la ficción. Es uno de esos fragmentos de la historia japonesa que llaman la atención por lo extraño, lo exótico de su concepto. Si bien es cierto que el seppuku tiene también un motivo puramente práctico - para el samurái caído y para cualquier otro hijo de vecino, una muerte rápida será preferible a perecer tras ser torturado por el enemigo - el mito alrededor de la práctica tiene casi todo que ver con sus raíces espirituales. No sólo otorga al guerrero una muerte más digna sino que también da la opción de redimirse a aquel que se ha separado del camino; el seppuku es un gesto que purifica, pone fin de manera decorosa al samurái que no ha sabido resistir la tentación de la deshonra. Abandona este mundo dentro de su armadura, por su propia mano. Una muerte rápida. Con honor.
Estas ideas sobre lo que es noble y lo que no, lo que es correcto y honorable y lo que es incorrecto y, por ende, profano, son el hilo conductor de las mil maneras en las que se expande la historia de Ghost of Tsushima. Nuestro protagonista es Jin Sakai, joven heredero de un poderoso clan de guerreros en un Japón medio conquistado ya por los mongoles. Sakai lo ha perdido todo en su última batalla, a cada uno de sus hombres y seres queridos, pero el azar del destino querrá que él sobreviva de milagro. Pero ahora, solo ante el peligro, entiende rápidamente que si pretende seguir adelante tendrá que empezar desde lo más bajo. Un samurái sin dueño, puesto que ahora sólo es dueño de sí mismo, que con nuestra ayuda escalará poco a poco hasta conseguir ser una fuerza lo suficientemente sólida como para plantar cara al kan, líder de los mongoles, y a sus cientos y cientos de ejércitos apostados por toda la isla de Tsushima. No sin antes tener que enfrentarse, claro, con una verdad incómoda, un conflicto insalvable: que el honor no sirve de mucho en la guerra.
No creo que a la desarrolladora, Sucker Punch, se le pase por alto que lanzar un juego con esta ambientación concreta en un universo en el que Sekiro: Shadows Die Twice no sólo existe, sino que está tan reciente en las mentes de los jugadores, es una maniobra arriesgada. Y casi como si quisiera quitarse esta comparación de encima lo antes posible, en los primeros compases del juego ya percibimos en qué medida ambas obras se diferencian en prácticamente todo. Sekiro, cuando lo reducimos a su mínima expresión, es un juego sobre la inevitabilidad de la pelea, sobre ese momento en el que sólo existe una espada entre nosotros y el mundo. Su idiosincrasia se resume en ese momento en el que, cara a cara contra un enemigo poderoso, nosotros, como jugadores, ya no somos la persona que fuese que éramos antes de coger el mando: ahora sólo existen la sangre y el acero, el compás irregular del combate, el ritmo de la muerte, la adrenalina en la punta de los dedos. Ghost of Tsushima sabe ponernos tensos a veces, y hacer que vivamos los enfrentamientos; pero al final, lo importante de todo esto nunca son los golpes ni los cadáveres a nuestros pies. El juego intenta con todas sus fuerzas que el árbol no nos impida ver el bosque, y que entendamos que los combates son sólo una parte de la contienda. Que la guerra la conforman los territorios y sus gentes, y que la historia que vivimos no es la de un héroe, aunque por ratos lo parezca: es la historia de una región y de su batalla desesperada contra el invasor. Los específicos son, a la larga, mucho menos trascendentes que esa resistencia conjunta, la certeza de que sólo uniéndose podrá Tsushima expulsar a quien le ha arrebatado su calma.
El combate, por tanto, no es lo más importante del juego, pero sí que es uno de sus elementos más brillantes. Separándose, definitivamente, de la fórmula Dark Souls, nos presenta un sistema que puede parecer similar en lo básico, pero que pronto se desarrolla hacia lugares diferentes. Lo hace, sobre todo, a través de un sistema de desbloqueos bastante profundo. No es que el árbol de habilidades al que tenemos acceso sea infinito - es, de hecho, sorprendentemente conciso al principio - sino que todas y cada una de las nuevas facetas que desbloqueemos en él cambiarán sustancialmente la manera en la que nos aproximamos a cada batalla. Al principio, poseemos poco más que dos opciones: un ataque normal, con el cuadrado, y un ataque fuerte - con potencial de desequilibrar al enemigo - en el triángulo. Con el botón L1, podemos tanto bloquear como hacer desvíos de los ataques enemigos: si pulsamos el botón en el momento preciso en el que el arma del oponente se precipita sobre nosotros, nos deslizaremos por debajo de la embestida y acabaremos a la espalda del enemigo, ganando una valiosa apertura en la que nos cabrán uno o dos golpes. Hay ataques, eso sí, que no se podrán bloquear. Están señalados con un destello de color rojo y, cuando eso suceda, seguiremos el mismo procedimiento: esquivar, o esquivar en el momento preciso para aprovechar la inercia del movimiento y acertarle un par de espadazos al otro.
Con el tiempo, y conforme resolvamos misiones y adquiramos experiencia, desbloquearemos mejores habilidades, como tajos perforantes, patadas que desequilibran o nuevas tácticas para poder lidiar con los pesados escudos que portan los mongoles. Tenemos cuatro "posturas" (la de la piedra o la de la luna, por ejemplo) cada una de ellas destinada a ser efectiva contra un tipo concreto de enemigo. Entre ellas podremos y deberemos rotar en medio del combate pulsando R2. El mismo botón también se usa para alternar ciertos tipos de equipamiento - los kunais o las bombas de humo, por ejemplo - y para gestionar nuestras armas a distancia. Alternar entre ellas, además de para acomodarnos mejor al combate de los enemigos, es fundamental porque también tienen árboles de habilidades asociados. Esto quiere decir que determinados ataques de los que hayamos obtenido mediante el avance sólo podrán utilizarse en posturas determinadas.
Hasta aquí, nada del otro mundo: con sus peculiaridades, el combate de Ghost of Tsushima parece seguir el mismo patrón que el RPG de acción de los últimos años. Su brillantez no está tanto en su planteamiento como en sus inspiraciones. Y es que no es un secreto para nadie, a estas alturas, que Ghost of Tsushima tiene una clarísima intención de evocar el cine de Akira Kurosawa. Películas como Yojimbo (1961) o Los siete samuráis (1954) han sido nombradas en multitud de ocasiones por el estudio como punto de referencia a la hora de crear el juego. Incluso entre las opciones gráficas tenemos el ya anunciado "modo Kurosawa" que nos permite cambiar el aspecto del juego y ponerlo en blanco y negro, con curvas de color estudiadas para parecerse lo máximo posible a estas películas. La influencia de este director, sin embargo, va muchisimo mas allá del simple filtro de color. En peleas, por ejemplo, observaremos una tendencia muy clara hacia los enfrentamientos multitudinarios. Lo raro será encontrarnos con uno o dos enemigos solitarios; aquí lo normal y lo más lógico es vernos, de un momento para otro, rodeados de seis o siete atacantes que tenemos que gestionar al mismo tiempo. Y en este absoluto compromiso con lo cinematográfico, el juego nunca parece pretender del todo ser muy difícil, porque lo que verdaderamente le importa es ser épico. Darnos satisfacción visual cuando hacemos las cosas bien, y obligarnos a no frustrarnos y levantarnos rápido cuando las hacemos mal. Y para ello nos permite guiar la acción de una manera que sería imperceptible para un observador externo, pero es totalmente tangible para nosotros.
Si algo llama la atención, y no deja de ser un mérito extraordinario, es la manera en la que en la pantalla de Ghost of Tsushima siempre lo entendemos todo, aunque estén pasando decenas de cosas al mismo tiempo. Se las arregla para solventar con maestría un área concreta en el que muchos títulos parecidos fallan: la gestión simultánea de muchos enemigos. El truco está en que, al mismo tiempo que ejecutamos los ataques con los botones o los gatillos, también guiaremos la dirección que siguen nuestros combos con el stick izquierdo. No hay ninguna seña en pantalla de a qué enemigos estamos apuntando, pero mientras estamos luchando nosotros simplemente lo sabemos: la respuesta que da el sistema en lo puramente jugable, en el feedback, en lo táctil, habla mucho más de lo que nunca podría un marcador en la pantalla.
Es un sistema rápido y preciso, que nos da mucha satisfacción cuando aprendemos a manejarlo de verdad. Podemos golpear hacia delante, esquivar una flecha que viene de nuestra espalda, desviar un espadazo que viene hacia nuestra izquierda, y terminar con un soldado a nuestra derecha en cuestión de dos segundos. La batalla fluye, y fluye, y fluye, sin apenas hacer distinción entre cuándo empieza un combate y otro, casi siempre haciendo que nos fijemos en más de una cosa al mismo tiempo, nuestra mirada volando en todas las direcciones. A veces, claro, la cosa acabará en desastre, pero esto también está pensado: si se nos acumulan los espadazos y acabamos mal parados, podemos acceder a un sistema de curación instantáneo, sin animaciones ni búsqueda de aperturas de por medio. Junto a nuestra barra de vida, en la esquina inferior izquierda de la pantalla, vemos unas esferas doradas que indican nuestra "determinación" y se rellenan conforme derrotamos enemigos. Cuando una de ellas esté llena, pulsar la cruceta hacia abajo nos devolverá automáticamente un pedazo de la salud perdida. El ritmo del combate se acomoda a la velocidad de la duración, y viceversa: muchas veces, el instante en el que nuestro personaje se tambalea después de una embestida enemiga es el único que tendremos para recuperar vida antes de morir, y tendremos que aprender a leer esos momentos y a sacar el máximo partido de ellos.
Son las peleas, y no las cinemáticas, los momentos en los que el juego está más cerca de ser película. Es ahí, al fin y al cabo, donde lo visual prima por encima de cualquier otra cosa. Incluso la rencilla más mundana puede acabar haciendo que nos sintamos como héroes cuando lanzamos un buen golpe, y que se nos congele la respiración al desviar un empentón en el último instante. Conseguir que lo veamos todo simultáneamente desde dentro y desde fuera: manejando las mecánicas, sí, pero también disfrutando de la acción conforme se despliega ante nuestros ojos.
Como en casi todas las circunstancias nos veremos sobrepasados en número por los enemigos, también tenemos una serie de elementos de sigilo que podemos utilizar. Un puñado de armas a distancia - arcos, sobre todo - y objetos de distracción para modificar la trayectoria de los guardias. Es técnicamente posible limpiar casi todos los campamentos sin que nos detecten, pero casi nunca querremos hacerlo porque este aspecto de las mecánicas es, con diferencia, el menos trabajado. La inteligencia artificial de los enemigos no está particularmente bien trabajada en este frente, y muchas veces podremos eliminar de un flechazo a un guardia que está solo a un metro de otro sin que el último se percate. Otras veces alguno nos avistará de lejos y será incapaz de descubrir nuestro escondite, aunque estemos evidentemente agazapados detrás de una cobertura diminuta a sólo dos palmos de ellos. Lo satisfactorio del manejo del arco, tanto corto como largo, no termina compensando la cantidad de situaciones más bien ortopédicas en las que nos deja el intentar pillar a los oponentes por sorpresa. Y como si no fuese nada consciente de ello, Ghost of Tsushima se empeña en ponernos misión tras misión en la que necesitamos no ser detectados para cumplir nuestro objetivo. No es trágico, pero sí es muy flojo, especialmente cuando en la misión nos acompaña alguno de los personajes aliados, a quienes la IA enemiga no detecta aunque estén delante de sus narices. Si lo retorcemos un poco, podríamos pensar que al final, un samurai, por definición, no contempla atacar por la espalda, sino siempre de frente, siempre honorable; pero incluso eso no es excusa para la falta de pulido que presentan estas partes del juego en ocasiones.
Pero no todo son las batallas, como ya decía antes. Y grandísima parte del juego tiene que ver con Tsushima, con su universo y con su estructura de mundo abierto. La isla de Tsushima se divide en tres regiones que iremos desbloqueando una a una. Las iremos recorriendo mientras las misiones principales nos cohesionan el avance, haciéndonos ir de ciudad en ciudad, reconquistando poco a poco el territorio. Al final de cada área, habrá una serie de hitos importantes para los cuales necesitaremos el apoyo de varios personajes secundarios, fuerzas políticas o armamentísticas que nos ayuden en nuestro periplo. Así, la dinámica general del juego es la siguiente: llegamos a una región de Tsushima, se nos desbloquean varias misiones que tienen que ver con reclutar apoyos para nuestro propósito a largo plazo, y vamos descubriendo qué podemos hacer para resolverlas. Por el camino nos encontraremos decenas de otras cosas.
El mundo abierto de Ghost of Tsushima parece una especie de híbrido entre el de inFamous Second Son o First Light y otros títulos como Horizon Zero Dawn. De la otra saga de Sucker Punch toma el desplazamiento, tanto horizontal como vertical, la posibilidad de escalar y saltar y colarnos por recovecos. Del juego de Guerrilla coge el planteamiento de la propia topografía, mediante un mapa grande, con mucho potencial para la exploración, pero que se recorre rápido si más o menos entendemos a dónde queremos ir. En él podemos encontrar varias cosas: entre ellas misiones secundarias, coleccionables, y búsquedas de equipamiento. Los coleccionables tienden a tener también un propósito mecánico: visitar todos los santuarios, finalizar todos los puestos de corte de bambú o encontrar todos los manantiales nos darán ventajas tales como aumentos de vida, de determinación o del número de piezas de equipamiento que podemos llevar encima. Y las misiones - tanto las secundarias como las que tienen que ver directamente con la historia de nuestro samurái - serán nuestra principal fuente de experiencia. Ayudaremos a los ciudadanos de Tsushima con sus problemas, generalmente relacionados con la invasión mongola - pueblos saqueados, cultivos robados - y obtendremos como recompensa un incremento en nuestro nivel. Aumentar nuestro nivel es la forma que tenemos de obtener puntos de habilidad, que a su vez nos desbloquearán nuevas capacidades para el combate. No se nos requieren mínimos de nivel obligatorios para ninguna de las batallas de la trama principal, así que no es necesario que le dediquemos muchísimo tiempo a estos recados más pequeños - y también, la verdad, menos originales en estructura y diseño que el resto de elementos - pero encontraremos que de alguna manera queremos hacerlo aunque no se nos exija. Por un lado, porque son ágiles, y casi todos se solventan en apenas un par de minutos, y por otro, porque hacernos cada vez más fuertes tiene también una repercusión narrativa.
Y es que Ghost of Tsushima aprovecha su ambientación para hacer un grandísimo hincapié en la transmisión oral de historias, algo en cierta medida intrínseco al contexto medieval que pronto despunta como uno de los elementos mejor desarrollados del juego. Es verdad que las pequeñas subtramas que nos encontramos a lo largo del mapa quizás pueden hacerse pesadas para quien no esté del todo familiarizado, o al menos interesado, en la mitología japonesa; pero un par de conocimientos básicos o un poco de curiosidad nos dejan apreciar perfectamente la delicadeza y el mimo con el que está planteada esta parte de la narrativa. Alrededor de la idea del mito se plantea, de hecho, todo su vocabulario: a las misiones, las llama "relatos" y, al nivel, lo llama "leyenda". Esto, que parece ser un mero recurso estilístico al principio, termina demostrando ser extraordinariamente literal. Aumentar nuestra leyenda, la leyenda del Fantasma de Tsushima, hace que cambie la manera en la que el mundo se relaciona con nosotros. Conforme avanzamos, los personajes secundarios, tanto aquellos que juegan un papel relevante en la trama como los NPC más genéricos que pueblan las pequeñas aldeas, irán poco a poco escuchando de nuestras hazañas, de nuestras victorias y nuestras tácticas de combate. Estarán más dispuestos a ayudarnos, creerán en nosotros como única posibilidad de vencer ante la invasión enemiga. Los oponentes, por supuesto, también acabarán haciéndose eco de las historias que se cuentan sobre nuestro personaje, y conforme la leyenda sube, en ocasiones veremos cómo huyen de nosotros en combate en vez de atacarnos abiertamente. El nombre del Fantasma, al principio casi caracterizado como un cuento de niños, se convierte conforme avanza la trama en una entidad poderosa, capaz de aterrrorizar incluso a las tropas enemigas.
En las búsquedas de equipamiento este gusto por la transmisión oral brilla todavía más. En general, estamos hablando de misiones secundarias como cualquier otra, pero que nos instan a encontrar, por ejemplo, armaduras legendarias, o a aprender técnicas que sólo un maestro, retirado hace ya mucho tiempo, podría enseñaros si le sorprendiéramos lo suficiente. Es el acceso a estas tramas lo que precisamente llama la atención. Normalmente no aparecerán de la nada, sino que requerirán un poco más de esfuerzo por nuestra parte. Casi siempre las encontraremos por medio de rumores: los personajes que habitan las ciudades o los caminos nos contarán, casi en susurros, que escucharon una historia fantástica sobre, por ejemplo, un arquero caído que antes de morir enterró su equipamiento en un lugar seguro, a la espera de que un guerrero honorable pudiera encontrarla. En lugar de darnos específicos, es en estos momentos donde el juego se separa un poco de la marabunta de iconos y espera que seamos nosotros los que nos ganemos el descubrimiento. Tras estas conversaciones, se añadirán a nuestro mapa "ubicaciones rumoreadas" que podemos investigar. Hablaremos con la gente, les convenceremos para contarnos la versión de la leyenda que han escuchado, y con estas decenas de perspectivas distintas intentaremos construir la buena, la verdadera: desentrañar el misterio, encontrar lo que hay de cierto debajo de la fábula. Aprovechando la intangibilidad de esto, del cuento, del mito, el juego se permite en ocasiones jugar también con algunos de los aspectos más fantásticos del folclore japonés: no os extrañe daros de bruces con historias sobre fantasmas vengativos, kappas o yokais que, como suele suceder en estos casos, tienen algo de cierto y algo de fantasioso. Ver la manera en la que el juego sabe referenciar y honrar estas mitologías sin separarse nunca del realismo que quiere transmitirnos acaba por ser uno de los matices más satisfactorios de toda la experiencia.
Todo esto está redondeado por un apartado gráfico excelente, que destaca no exactamente por su nivel de detalle, sino por una dirección de arte férrea y muy precisa que nos lleva de la mano por paisajes extraordinarios, uno tras otro. Para que nos entendamos: no estamos ante un caso, por ejemplo, de The Last of Us 2, un juego en el que podemos mirar los entornos, explorar las casas y fijarnos en un detalle nuevo cada vez. Ghost of Tsushima, también aquí, apuesta más por el conjunto, la estética que conforman la suma de las decenas de biomas o un uso excelente de las partículas para que siempre haya, en todo momento, unos pétalos descendiendo suavemente sobre nuestras cabezas, unos pájaros buscando cobijo ante la lluvia o unas luciérnagas flotando, juguetonas, alrededor de los árboles cuando ya es noche cerrada. Cada fotograma de este juego podría ser nuestro nuevo fondo de pantalla, y quizás el mayor reto de todos los que plantea es no perder horas y horas usando el modo foto, cambiando los ángulos, las luces, disfrutando del paisaje.
Lo relacionado con la interfaz tiene un compromiso estricto con lo cinematográfico, de nuevo. En casi todo momento, nuestra pantalla estará limpia de signos y referencias externas, con contadísimas excepciones. En este sentido, había un reto enorme con el que el juego tenía que lidiar: un mapa tan amplio, extenso en todos los sentidos, hacía que el jugador necesitase una guía visual que le ayudase a moverse entre objetivo y objetivo. Por suerte, estaba todo pensado desde el mismo inicio. En los primeros instantes del juego, nuestro protagonista recibe una pieza de sabiduría que será extraordinariamente relevante. Y es que los muertos de un samurái están siempre presentes, junto a él; son el aire que sopla a sus espaldas, los pájaros que cantan en los árboles. Palabrería sentimental, pensamos, hasta que deslizamos el dedo por el panel táctil del mando de PlayStation 4, y comienza a soplar a nuestros hombros una suave brisa que nos indica la dirección en la que tenemos que ir. Así nos moveremos siempre, en la dirección del viento, un marcador de misión nada invasivo que está ausente casi todo el rato, pero que podemos consultar cuando queramos sólo con un suave movimiento del pulgar. Los pájaros, por otro lado, aparecerán en ocasiones en los escenarios, y si los seguimos nos descubrirán determinadas ubicaciones de interés, en ocasiones coleccionables, en ocasiones pequeños hitos visuales o misiones más escondidas que quizás no habríamos descubierto de otro modo. Es verdaderamente fascinante la manera en la que el juego sabe no llevarnos de la mano, sino guiarnos de manera sutil, mediante pequeñas referencias, y dejar que nosotros encontremos nuestro camino por nosotros mismos.
Este fervor estético en el que Ghost of Tsushima vive inmerso llega a su apogeo en un minijuego, probablemente de los más intrascendentes del juego, pero también de los más emocionalmente intensos. A veces, frente a un paisaje o un lugar especial, se nos da la oportunidad de componer un haiku. Aparecen en la pantalla distintas frases, y elegimos los versos que componen el poema; un momento reflexivo, pequeño, dulce,que acaba con el protagonista recitando lo que acabamos de escribir, y con nosotros recibiendo una pieza de equipamiento con el poema escrito en ella. Las cintas con haikus son puramente cosméticas, y no nos dan ningún beneficio estadístico, ninguna habilidad de combate, pero son más íntimas y en cierta medida más trascendentes que ningún otro objeto que poseemos. Hay algo en ellas que nos hace querer llevarlas con orgullo, guardar siempre cerca de nosotros esos pensamientos.
La sutileza de todo esto se contrapone con algunas cosas concretas, más puramente ancladas en la tradición del videojuego, que terminan por dar la sensación de que en el juego hay dos fuerzas creativas tirando hacia direcciones diferentes. Si la mecánica del viento es sutil, pero útil y satisfactoria al mismo tiempo, determinadas estructuras de misiones nos instan a limpiar campamentos de enemigos o rescatar rehenes de una forma muchísimo más tosca, acercándose más al paradigma de juego de mundo abierto que hemos visto en tantas otras ocasiones. Incluso las misiones principales, en general mucho más cuidadas que el resto del juego, pecan en muchas a veces de hacernos ir de aquí para allá sin mucho propósito más la cuenta. No es que nos sorprenda que en un juego de este calibre, con un mapa tan extenso, tengamos que cumplir una cuota justa de misiones de recadero, pero sí nos extraña la manera en la que estas estructuras más clásicas cortan el ritmo de algunas batallas, obligándonos a hablar con un personaje, a movernos hacia un sitio específico o a recoger un objeto antes de avanzar. Hay, en este sentido, un detalle particularmente molesto: en muchas ocasiones tendremos que seguir a un personaje, asediar un campamento o un fuerte. Pero el mapa es amplio, y el sigilo da muchas posibilidades, y eso hará que en ocasiones nos queramos desviar un poco del camino: bien a recolectar recursos para mejorar nuestro equipo, bien a intentar una aproximación diferente al abordaje o a explorar algún punto de interés que nos hayamos cruzado. Cuando intentamos esto, el juego nos vuelve rápidamente a nuestro sitio: un mensaje en medio de la pantalla reza que estamos saliendo del área del relato y despliega una cuenta atrás antes de que aparezca una pantalla de carga y volvamos al punto de origen. Un detalle que limita y condiciona una exploración que, sin ello, podría ser mucho más natural de lo que ya es.
Y como tiende a pasar en los juegos de esta escala, muchas de estas estructuras acaban por repetirse constantemente. Habrá peleas muy similares entre ellas - especialmente cuando se trata de enemigos más poderosos, aquellos que encaramos como si fuesen un jefe final - y al final la inmensa mayoría de las secundarias consistirán en llegar a una zona conquistada por el enemigo, reconocerla, utilizar algo de sigilo para facilitarnos las cosas, y después limpiarla por completo. En un juego así de largo, que puede alcanzar las 30 o 40 horas con bastante facilidad, se agradece que haya un compromiso con la renovación constante de la jugabilidad, siempre encargándose de que, cada par de horas, tengamos un nuevo cambio mecánico en lo que respecta a las peleas al que tenemos que acostumbrarnos. Esto es, en última instancia, lo que consigue que tengamos ganas de seguir adelante. Aun con eso, no hubiera estado mal un poco más de originalidad en algunas tramas, un poco más encorsetadas, que sería completamente entendible que no encantasen a todos los jugadores.
Así que, en definitiva, lo que tenemos aquí delante es un juego que aspira alto, pero no necesariamente parece tener voluntad de revolucionar el medio, ni de ser referente de nada. Sus metas son, simple y llanamente, que entendamos y empaticemos con las aspiraciones de sus personajes, que nos sumerjamos en la mitología del samurái, en su código ético, y en las difíciles decisiones que tiene que tomar cuando las cosas se ponen duras. Cuando Ghost of Tsushima apuesta alto, es capaz de sorprendernos con un saber hacer incomparable; cuando se conforma con lo que ya existe, con lo que ya sabe hacer, no es brillante, pero nunca deja de funcionar del todo. Al final, lo importante, creo, es el homenaje: la imposible consciencia, todo el rato, de que es un juego que surge del amor, del amor hacia el samurái, hacia la ficción que lo ensalza, hacia la historia que apoya sus leyendas. Casi podemos intuir todo el rato a los desarrolladores detrás de la pantalla, mirándonos con estrellas en los ojos, contándonos lo mucho que les apasiona todo esto que admiran y han conseguido replicar. Y al final es esa dedicación, ese cariño, esa pureza, lo que es capaz de levantar casi cualquiera de sus traspiés. Una devoción tan fuerte que es pegajosa, se contagia, y nos acaba dando la sensación de que podríamos vivir en este mundo eternamente; que si lo hiciéramos, sabríamos mejor incluso que nuestro protagonista cómo escoger nuestro camino. Morir con honor o vivir sin él. O ambas cosas a la vez, como tantos guerreros antes que él, y que nosotros.