Avance del modo PVP de Tom Clancy's Ghost Recon: Wildlands
Ghost War.
Supongo que no era exactamente lo que sus creadores tenían en mente cuando comenzaron a juguetear con el concepto de Ghost Recon Wildlands, pero la primera palabra que viene a mi mente al recordar las horas que pasé haciéndole la puñeta a los narcos es caos. Un caos que nadie había pedido, y que sin embargo se acababa convirtiendo en el verdadero motor de un juego que caminaba una línea difícil de transitar: por un lado nos hablaba de jornaleros que pasaban del café a la coca e inundaban de polvo blanco las calles del primer mundo porque de alguna manera hay que ganarse el pan, y por otro nos permitía irrumpir en la base enemiga lanzándonos colina abajo con un monovolumen lleno de explosivos. Los problemas de tono eran evidentes, pero resultaba sencillo pasarlos por alto cuando uno tenía un headset, tres colegas y un par de cervezas en la nevera: si la intención era establecer una compleja narrativa sobre las relaciones norte sur o maridar las posibilidades del mundo abierto con una jugabilidad más táctica y cerebral creo que es razonable hablar de fracaso, pero demonios, aquel juego era muy divertido. Ghost Recon Widlands se marcó unas prioridades y acabó encontrándose otras por el camino, y pese a su éxito puedo imaginar una ligera punzada en el orgullo de un equipo que veía como su ambiciosísimo narcoestado se utilizaba como telón de fondo para organizar carreras de motos o despeñar helicópteros por terraplenes. Por eso este modo Ghost War hace que cuadren las cuentas, y por eso creo que sirve como reivindicación: la diversión sigue ahí, pero la palabra clave ahora es control.
No voy a negar que yo mismo acudiera a la sesión de prueba ligeramente condicionado: la diversión pura y dura es un valor que cotiza a la baja, y pese a haberlo pasado en grande con su campaña cooperativa siempre es tentador mirar este tipo de propuestas con cierto aire de suficiencia. Si Wildlands vuelve, pensaba, será con otra ronda de situaciones descerebradas, con más explosiones y más paracaídas y más maleteros donde esconderse. No es una actitud recomendable desde el punto de vista de la supervivencia, porque un par de minutos después el único descerebrado era yo, con mi cadáver tendido en el patio trasero de un almacén y la bala de un francotirador alojada en mitad de los ojos. Si algo ha cambiado en Wildlands es, antes que cualquier otra cosa, su tolerancia para el error, y el resultado por fin se parece a ese comando táctico que nos habían vendido. En este caso nada es fruto de la casualidad, y a nivel de diseño todo responde a esa intención de reconducir su base jugable hacia una experiencia pausada, tensa, en la que asomar la cabeza o correr hacia el siguiente parapeto implique sopesar despacito los pros y los contras. Las herramientas son las de siempre, pero su impacto e incluso su modo de empleo varía radicalmente: ya no hay vehículos, por ejemplo, y esa mochila llena de gadgets que convertía a cada agente en una navaja suiza deja paso a un rígido sistema de clases que nos permite configurar la carga hasta cierto punto pero reserva el uso del dron o los rifles de largo alcance a los especialistas cualificados. No hablamos de un hero shooter, pero sí de un dibujo de éxito probado en el campo del enfrentamiento táctico y de una inspiración que la compañía tenía más que a mano y con la que Wildlands comparte incluso ideólogo de referencia. Efectivamente, se trata de Rainbow Six Siege.
Dejando de lado el asunto de las distancias (sobre el que incidiremos más adelante) las similitudes son evidentes, y la más obvia radica en el tratamiento que el juego reserva a este sistema de clases. Además del clásico novato todoterreno sin demasiadas habilidades identificables los roles se reparten en tres grandes ramas (asalto, tiradores y soporte) con dos especializaciones independientes por cabeza, a saber: los tiradores se dividen en un sniper y un especialista en fuego de cobertura, uno de los agentes de asalto tiene la capacidad de ignorar este último, el otro es un tanque con resistencia y salud mejoradas y en cuanto a los soportes uno maneja el dron y el otro puede desencadenar ataques de área con su mortero. Con estas cartas sobre la mesa tocará edificar un equipo de cuatro, y una vez sobre el terreno no tarda en hacerse evidente que cada clase, cada rol y cada gadget tiene la horma de su zapato. Los scouts son débiles pero imprescindibles a la hora de localizar objetivos, el fuego de supresión bien utilizado puede convertir al Pointman en un artículo de primera necesidad y plantarse en primera línea con un Tank puede funcionar de fábula en las distancias cortas pero el campo abierto es otro cantar. El trabajo de equilibrado es excelente, las reglas son sencillas pero efectivas y cuesta identificar un punto flaco, una clase que no haga sentir su ausencia en alguna de las fases de unas partidas que no compartimentan nada de manera explícita pero recuerdan a Rainbow Six en la cadencia, en esa aproximación inicial cautelosa tras la que toca identificar objetivos, trazarse un mapa mental y esperar. Sobe todo esperar.
No es el único título reciente que ha sabido sacar petróleo de algo tan anti natura en los entornos multijugador como es la inactividad, y me alegra decir que el otro gran referente es un melocotonazo como Playerunknown's Battlegrounds. Evidentemente el looteo, las sartenes antiadherentes y las cúpulas de energía cósmica están fuera de discusión, pero es fácil acordarse de PUBG cuando tu escuadra atraviesa un pequeño claro en cuclillas, una bala silva y la situación estalla. Por eso hablaba antes de las distancias: los mapas de este Ghost War son amplios, con grandes zonas desiertas y líneas de visión claras que dominan toda una cantera o se pierden al atravesar una zona de selva virgen. El entorno es importantísimo, y más aún conocer la ubicación de unos enemigos que podrían ser presa o depredador, porque en Ghost War, como en los alrededores de Pochinki, establecer contacto es un acontecimiento que se suele celebrar con baños de sangre. De ahí que marcar objetivos sea una labor casi tan importante como eliminarlos, y de ahí que esa nueva mecánica relacionada con el sonido sea un regalo del cielo que debería imponerse por ley en todos los shooters con aspiraciones a ser más que un correcalles absurdo: en esta ocasión sacar la pistola a pasear cuando no toca nos recompensará con un icono que escapa de la esquina de la pantalla y se sobre impone sobre el propio terreno, revelando de manera inequívoca nuestra posición y distancia sin tener que estar atentos a ningún minimapa. Es algo que se interioriza rápido, tras el primer par de muertes que dejen vendido al equipo, y puede que de ahí venga el sobrenombre Ghost War: tras tanto explosivo plástico y tantos saltos desde helicópteros, en esta nueva encarnación de Wildlands la única estrategia válida es no llamar la atención. Lo que son las cosas.
Hasta tal punto es importante el asunto de la ubicación que si los mapas tienen un centro, un objetivo neurálgico que se aparte del mero matar o morir, es el de activar una pequeña antena de comunicaciones que nos permita, tras un generoso tiempo de aparición, averiguar de un plumazo el paradero de todo el equipo contrario. Es un lugar disputado, y un emplazamiento que todo el mundo conoce, con lo que puede que sea buena idea evitarlo, confiar en nuestro operador de drones o incluso aprovechar la situación para tender una pequeña emboscada. Quizá no sea necesario, porque aquí la muerte solo es definitiva cuando tu equipo decide dejarte tirado y es perfectamente factible reproducir aquella escena de La Chaqueta Metálica en la que pedazo de animal se jugaba el físico para rescatar a sus compañeros caídos bajo la mirilla de una francotiradora del Vietcong. Puede que abandonar una posición segura para volver a exponerse al fuego no fuera la opción más inteligente, pero es lo que hacen los valientes. Por suerte para todos, parece que Ubisoft se ha aplicado el cuento.