Avance de Gran Turismo Sport
La chica de la curva.
Uno de los signos más distintivos del trazado de Nürburgring, y más concretamente de su sección norte, son los cientos de pintadas que adornan sus casi 23 Kilómetros de longitud. Sobre su origen hay unas cuantas leyendas y también algunas explicaciones más prosaicas, pero todas estas historias comparten un nexo común: salvo en casos verdaderamente excepcionales, es realmente difícil pararse a apreciarlas en solitario. Sea un asunto de gnomos del bosque o de simples aficionados que aprovechan el viaje para dejar mensajes de ánimo a los novatos o sentidos recuerdos a quienes corrieron allí por última vez, la propia naturaleza del circuito convierte todos estos mensajes en una amalgama borrosa, una nube banca y gris que discurre bajo las ruedas a velocidad de vértigo despojándoles de cualquier significado individual. Como es costumbre en la saga, el Nordschleife de Gran Turismo Sport reproduce esta sensación de manera enfermiza, y todas esas botellas arrojadas al mar demasiado deprisa como para que nadie se pare a leer la nota que albergan en su interior producen el mismo efecto que en la realidad: por separado no significan nada, pero unidas conforman el verdadero alma del circuito. Son la señal de que estamos en casa.
He pensado mucho en este fenómeno mientras corría, porque como saga Gran Turismo obedece a unos patrones muy similares. Una vez a los mandos, buscar una explicación a ese torrente de sensaciones y a esa familiaridad que despide el control es exactamente igual de difícil, y la respuesta vuelve a estar en un sin fin de matices, de pequeños parámetros individuales y de detalles que podrían parecer insignificantes, y que probablemente lo sean examinados por separado. No hay muchos juegos de coches que se preocupen por ofrecer un espacio de color que pueda reproducir con exactitud el rojo Ferrari, quiero decir. Por eso creo que ponerse la bata de laboratorio y jugar a intentar descifrar los ingredientes clave de la Coca cola es en el fondo un error: como siempre, Gran Turismo Sport es un juego obsesionado por los detalles, por detalles como esas pintadas, y su experiencia al volante es un asunto de personalidad. No hace falta tener conocimientos de mecánica para que te salte a la cara.
Con los coches, en el fondo, sucede un poco lo mismo. Los más versados en asuntos técnicos vuelven a tener a su disposición complejísimas hojas de datos donde perderse recalibrando la altura de la suspensión trasera o el nivel de control de tracción, pero el carácter de cada uno de sus bólidos va mucho más allá de unos cuantos ajustes aerodinámicos. Esto es, en cierto modo, una espada de doble filo, y el mejor testimonio de ello es el sistema de equilibrio de rendimiento, que intenta unificar potencias y pesos en un intento de ofrecer competiciones equilibradas. Subrayo la palabra intento, porque solo hay que echar un vistazo a la predominancia de vehículos como el Nissan GT-R en los primeros puestos para darse cuenta de que, de nuevo, estas reproducciones no son solo cosa de números. Con esto no quiero decir que se trate de una experiencia monolítica, porque como de costumbre la diferencia entre jugar con ayudas y deshacerse por completo de ellas vuelve a ser escalofriante. En lo tocante a su modelo de conducción Gran Turismo Sport vuelve a ser profundamente escalable, y un simulador plenamente consciente de estar dirigido al gran público. Quizá demasiado, porque en las configuraciones más permisivas su esquema de ayudas tiende a trivializar el juego hasta extremos casi cómicos: con los manguitos puestos puede que no nos salgamos de la pista, pero buena suerte intentando arañar más de un segundo al crono en unos circuitos que prácticamente se recorren solos. Por fortuna hay soluciones intermedias, y si realmente queremos competir con garantías no quedará otra que amoldarse a ellas. Porque de eso va este Gran Turismo, y eso es prácticamente lo único que nos permite hacer en su estado actual: competir, competir de verdad.
Competir en un modo Sport que se toma las cosas tan en serio como para hacernos pasar por un aro que se antoja casi antinatural en los tiempos que vivimos: el de hacernos estar a una hora concreta en un lugar concreto, y respetar escrupulosamente un calendario de eventos que no va a alterarse porque solo tengamos media hora para jugar. En la era de Netflix, tener que hacer tiempo durante quince minutos porque la carrera empieza a las cuatro recuerda un poco a ver Indiana Jones por la tele, y es una sensación refrescante, porque transmite a las carreras un halo de oficialidad y un punto extra de tensión muy similar a un evento deportivo real. Quizá sea una sensación con fecha de caducidad, porque al menos durante esta beta los horarios son realmente estrictos y es importante no hacer planes el sábado por la tarde. Resuelta esta pequeña formalidad, lo que nos encontramos son series de carreras escalonadas en el tiempo y repartidas a lo largo de los tres circuitos disponibles hasta ahora, el citado Nordschleife, el británico Brands Hatch y un óvalo bautizado como Northern Isle Speedway del que hablaremos más adelante. El proceso es tan sencillo como solicitar la inscripción unos minutos antes de cada carrera, y amenizar la espera recorriendo los trazados en una ronda clasificatoria contrarreloj que podremos apurar hasta la hora de la verdad. No es obligatorio correrla, pero partir sin un tiempo de vuelta marcado en el crono nos situará en los últimos puestos de la parrilla, y aquí los adelantamientos no se regalan.
Es algo de lo que nos daremos cuenta en el primer par de curvas, cuando los clásicos recaditos por la espalda y las consecuentes salidas de pista comiencen a hacer acto de aparición. Gran Turismo Sport pone todo de su parte para evitarlo, y con la deportividad bien alto en su lista de prioridades impone un sistema clasificatorio basado en un par de parámetros de puntuación que miden por un lado nuestro desempeño en la pista y por el otro el juego limpio y la ausencia de incidentes dignos de mención. Así, nuestra ficha de corredor queda gobernada por un par de letras de la E a la A que supuestamente condenan a los maleducados a pegarse entre ellos en el barro de las categorías inferiores, aunque su implementación práctica todavía deja bastante a la imaginación. No solo por la división en sí misma, sino porque no resulta difícil ver a pilotos con una flamante B en deportividad dando un ejemplo pésimo para los niños. Toca ser salomónico, y en este caso la medida de emergencia plantea no pocos interrogantes: hablábamos antes de gnomos y de leyendas, y en este caso el capítulo de lo sobrenatural se completa con coches que repentinamente adquieren forma espectral para evitar las colisiones y con adelantamientos a través del contrario que vulneran todas las leyes del espacio tiempo. Por eso mencionaba el óvalo: podéis imaginaros el festival.
Es una solución efectiva, pero peligrosa, y da cierto vértigo que se apueste por algo así de manera deliberada en un juego como Gran Turismo. Un juego que tiene el realismo como santo y seña, o debería tenerlo, y que hace convivir estos coches fantasmales con ciertos problemas de lag que en sus peores momentos dinamitan la credibilidad de todo el conjunto. Aun así, es un problema de difícil solución, y a la espera de la versión definitiva es comprensible que se hayan tomado atajos. De alguna manera hay que lidiar con el factor humano, y con un mito que debería fundamentar toda la experiencia de Gran Turismo Sport y que resulta más complicado de ver que todos los gnomos, todos los fantasmas y todas las chicas de vestidos vaporosos que esperan a ser recogidas por conductores solitarios: el mito del jugador online con un mínimo de educación.