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Análisis de Hard West: Scars of Freedom

El jovencito Frankenstein.

Como episodio alternativo, Scars of Freedom no aporta demasiado a una fórmula de por sí irregular.

Llamadme impresionable, pero se me ocurren pocas maneras más contundentes de establecer un tono que recibir al jugador con la cabeza de su madre metida en una caja de cartón. Así comenzaba Hard West, el pequeño experimento a cargo de CreativeForge que vio la luz a finales del año pasado y que desde su mismo título dejaba las cosas bien claras: porque está ambientado en el oeste (es un XCOM de vaqueros, dejémonos de rodeos) y porque es duro. Realmente duro. Lo es por un nivel de exigencia que podría entenderse como otra herencia directa de la saga de Microprose y Firaxis, pero aun más por su ambientación. Una ambientación que tira del viejo truco de maridar la estética fronteriza con varias toneladas de cinismo, y que podría recordar a un Predicador far west. Ambas obras gravitan en torno a unos códigos comunes, y sobre todo a una idea fundamental: utilizar la fantasía como un contrapunto para acentuar aun más lo miserable de la condición humana: en un mundo con vampiros, zombies y oscuros rituales vudú, el verdadero diablo está en los demás.

Como decía, el propio título del juego es un prodigio de concreción, y tanto es así que nos sirve para obtener otra pista fundamental: su gusto por mezclar conceptos prácticamente al cincuenta por ciento. Porque pese a copiar sin ningún reparo la hoja de ruta de turnos, coberturas y puntos de acción que vertebra el sistema de combate táctico de XCOM, estamos hablando de un molde demasiado aséptico para llevar a cabo una propuesta que si tiene vocación de algo es de ser un puñetazo constante en la boca del estómago. Aquí los modificadores y los porcentajes de éxito se quedan claramente cortos, y aunque el juego gusta de salpimentar las misiones con eventos y escenas scriptadas, la mayor parte del peso narrativo cae en un overworld que se separa radicalmente del apartado táctico para fusilar sin rubor otro caso de éxito, esta vez el de The Banner Saga. Así, las misiones de campo se engarzan en un collar de localizaciones independientes y encuentros resueltos a base de texto, pequeñas aventuras conversacionales construidas en base a un único ladrillo fundamental: la decisión. Decidir si huimos apresuradamente de una emboscada o perdemos un tiempo precioso disimulando nuestras huellas, o si entregar a un forajido al sheriff o dejarlo ir y quedarnos con su revolver como pago por las molestias. Decidir, y apechugar con las consecuencias, que acorde al tono del juego transitan una estrecha horquilla entre malas y absolutamente catastróficas.

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Tanto en la campaña original como en este capítulo alternativo, se trata de un sistema que en un primer contacto consigue entusiasmar. Porque ya lo hemos visto todo antes, pero el texto está escrito con brío, las situaciones son inteligentes, todo es deliciosamente malsano y aunque es una cuestión de gustos, sustituir a los alienígenas por cuatreros no resta un ápice de interés a un sistema basado en aprovechar con cabeza las habilidades especiales y cruzar los dedos con un porcentaje del 39% esperando que suene la flauta. Y porque el juego hace sus aportaciones, intentando siempre respetar el nuevo marco argumental: hay espacio para cosas más esotéricas, pero habilidades como el fanning (disparar tres balas seguidas amartillando el revolver con la palma de la mano) o la posibilidad de trazar carambolas disparando a una tinaja metálica para alcanzar a un enemigo resguardado consiguen sacar una sonrisa a cualquiera. Es una senda por la que transitaba quizá el mayor acierto del original, un sistema de talentos basado en equipar cartas de poker que permitía obtener beneficios extra encadenando manos con sentido, y que en esta ocasión se ha sustituido por un equivalente considerablemente menos sutil: sustituir el as de corazones por el corazón de un toro muerto, y el cuatro de picas por la caja torácica de un señor de Wyoming. Más allá de lo sanguinolento, se trata de un cambio meramente cosmético pensado para adecuarse al nuevo marco narrativo: el de las personas hechas con pedazos de otras personas.

Y quizá en ese terreno sea donde más hemos perdido. Porque el original, con sus licencias y al menos en un principio, era una historia clásica sobre padres, hijos y taberneras que nos ponen ojitos y son secuestradas por mexicanos, y funcionaba por saber ver en la fantasía ese pequeño aderezo con el que subrayar nuestras propias vergüenzas. La nueva ambientación olvida todo eso, y se suelta la melena al ponernos en la piel de Libertee, una esclava emancipada por las bravas que recorre el oeste junto a un mayordomo zombie buscando al científico loco que decidió instalarle un páncreas de repuesto. Y el resultado, claro, es como el de esas recetas basadas en echarle a todo medio kilo de queso Cheddar que inundan últimamente las redes sociales: apetitoso al principio, estomagante al segundo bocado. Y uno entiende que pedirle mesura a la industria del videojuego es un contrasentido, y que el exceso y el gore de derribo venden un montón, pero Scars of Freedom vuelve a demostrar que frecuentemente menos es mucho más.

Con todo, los cimientos siguen siendo fuertes, y quienes sean un poco menos puntillosos que un servidor con la obsesión de la industria por transformarlo todo en un festival de espíritus incas y orbes de magia cósmica probablemente encuentren en este añadido una experiencia razonablemente disfrutable. Prueba de ello es su duración (cercana a unos dos capítulos de la aventura original), un contenido más que razonable para su ajustadísimo precio y que aun así termina haciéndose corto, y por los mejores motivos. Desgraciadamente, tanto la entrega base como este episodio comparten una preocupante tendencia a desinflarse, a deslumbrar al principio y terminar dejando ver unas cuantas limitaciones que demuestran que, pese al inquietante parecido, XCOM no está donde está por casualidad. Y supongo que es normal, y que es lo que tiene construir un monstrenco imponente tomando prestados pedazos de aquí y de allá: impacta mucho al principio, pero es difícil no terminar viéndole las costuras.

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