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Impresiones del sexto y último episodio de Hitman, Hokkaido

El asesino Shogun.

Pese a que de un primer vistazo pueda parecer que su diseño contraviene un porcentaje bastante elevado de las normas definitorias del género, Hitman es un sandbox. Esto no lo digo yo, ni por supuesto el propio agente 47, porque se trata de un tipo parco en palabras y porque en su línea de trabajo compartir cualquier tipo de información con tu interlocutor sin rajarle la garganta con el envoltorio de unas gominolas nunca ha acabado de estar bien visto. Sin embargo, es una idea que sí obsesiona visiblemente a sus responsables: la libertad, las oportunidades, la manera de potenciar la creatividad del jugador y el como encajar todo esto en una estructura episódica que, por definición, debería apartar el foco de la simple experimentación mecánica y acercarse a una narrativa más convencional, una que maneje los tiempos y gestione los cabos sueltos de manera controlada y mantenga al espectador siempre un par de pasos por detrás de su equipo de guionistas. Por decirlo de otra manera, Hitman, o este Hitman en concreto, quiere parecerse a una serie de televisión, y eso por fuerza tiene que significar restarnos poder y administrar cuidadosamente la información: todos sabemos por experiencia que si uno quiere llegar vivo a una season finale no hay demasiado lugar para los experimentos. Como digo, si algo saqué en claro de la breve sesión de preguntas y respuestas que mantuve con sus responsables justo antes de comenzar a jugar a este episodio 6 es que lo saben, y creo que en sí mismo ya es una buena noticia. Mejor aun es, sin embargo, la manera en al que parecen haber decidido encarar el problema: fijarse un poquito menos en la propia televisión, y tomar un par de apuntes de un medio como es el teatro.

Porque de nuevo, pese a desarrollarse en entornos más o menos cerrados y no permitirnos irrumpir con un buggy en un salón de congresos, Hitman es un cajón de arena en el que los castillos son blancos humanos y el cubo y la pala son los cientos de maneras en los que se puede acabar con una persona. Es un campo de pruebas, un monumento al ensayo y error en el que la narración, de haberla, tiene que ir forzosamente ligada al entorno si es que no queremos cortar las alas del jugador mediante una aburrida sucesión de secuencias estrictamente orquestadas. Todo debe fluir de manera libre, y por eso Hokkaido, como cualquiera de los otros cinco escenarios que han servido de decorado a este Hitman, funciona como una representación: un escenario vivo en el que constantemente suceden cosas, en el que los actores entran y salen de escena y somos nosotros, y no la cámara o el director, los que decidimos qué es relevante. Puede que se trate de una conversación entre dos camareros, o de un rumor escuchado al pie de unas escaleras sobre lo cuesta arriba que se le hace a la abogada de los yakuzas que en esta clínica no se pueda fumar: la información es poder, y cada nuevo retazo nos abre una oportunidad, pero también ayuda a definir unos personajes que no necesitan de cinemáticas para perfilarse.

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También es cierto que no estamos hablando de Macbeth: en su episodio final, Hitman sigue siendo una historieta de espías, conspiraciones y agentes triples que si aporta frescura no es en las cosas que cuenta, sino en como decide contarlas. En la libertad con la que lo hace, y en convertir al agente 47 en nuestro punto de vista desde el patio de butacas. Es un planteamiento, creo, que funciona especialmente bien al administrarse mediante píldoras, con el tiempo para jugar y rejugar que no ofrecería una campaña completa al uso: en unas tres horas de partida tuve tiempo de sobra para experimentar, y acabé con los dos objetivos que marca el capítulo de un par de formas diferentes, pero no conseguí sacudirme la sensación de haberme perdido la mitad de la película. La mayor parte del mérito es del sistema de oportunidades, que vuelve a hacer su aparición y que constantemente deja cartas sin girar y asuntos sin resolver: es imposible estar en dos lugares al mismo tiempo, y constantemente nos preguntamos qué hubiera pasado si hubiéramos decidido suplantar a aquel hombre que acababa de reconstruirse la cara tras una educada paliza en los lavabos. Por eso, esas tres horas de las que hablo no deberían suponer el menor problema: aquí hay material para mucho más.

Y creo también que el juego intenta dejar clara esa vocación rejugable desde el principio, con esa mezcla de seriedad y mala leche tan característica de un juego sobre asesinos profesionales que lo mismo te dan matarile con un clip y un boli como se ponen un delantal y envenenan los aperitivos. Todas esas opciones siguen estando ahí, junto con un sinfín de dispositivos, puntos de partida y pipas escondidas en papeleras que podremos desbloquear tras unas cuantas partidas, pero que se nos niegan en un principio, situando al agente en batín en la soledad de su habitación. Así, con una mano delante y otra detrás, comenzamos nuestra andadura en un entorno que hace las veces de jefe final colocando otra piedra en nuestro camino: la avanzadísima inteligencia artificial de una clínica de diseño situada en las montañas japonesas, un lugar donde los brokers van a desintoxicarse y al que nuestro objetivo acude para someterse a una delicadísima operación. Una especie de Hal 9000 que lo controla todo, y que cuenta además con una red de dispositivos de localización ligados a los uniformes de cada trabajador: por explicarlo de manera sencilla, cada atuendo tiene su función, e intentar colarse en el ala de cirugía disfrazado de recepcionista enrollado ya no es una alternativa viable.

Podría parecer que tantas restricciones reducen el abanico de posibilidades, pero el efecto es radicalmente contrario, porque no hay nada que potencie tanto la creatividad como las condiciones desfavorables. Por eso, claro, y porque el diseño de niveles sigue siendo infalible: es perfectamente natural preguntarse por qué un juego que nos planta en la acción en pelotas nos exige un dispositivo de encriptación para abrir la mayor parte de las puertas, pero los balcones están conectados por algo. Hay cosas que en un primer momento no podremos hacer, desde luego, pero la sensación general es la de un Hitman más clásico, un juego de ocultación, de señuelos y de estatuillas lanzadas a la cabeza desde un armario que devuelve las cosas a su cauce y a la vez deja entrever todo lo que vendrá después. Y sobre todo, la de un juego que sigue invitando como pocos a jugarse bonito: sigue siendo posible entrar en la habitación partiéndole la cara a dos guardias, descerrajarle dos tiros a quemarropa a la víctima y colgarse de una ventana hasta que las cosas se calmen, pero somos unos profesionales y hay ciertas chapuzas que no somos capaces de tolerar. Es una suerte que aun haya estudios que piensen exactamente lo mismo, porque un Hitman por episodios tenía todas las papeletas para acabar siendo una de ellas.

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