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Avance de la campaña de Homefront: The Revolution

Sin novedad en el frente.

Lo bonito de las ucronías (ya sabéis, esas historietas basadas en un pasado alternativo en el que ganaban los confederados, los nazis se ponían una rebequita para irse a invadir la URSS y Massiel quedaba segunda en Eurovisión) es que sirven para demostrar que, por mucho que se vuelvan a barajar las cartas, al final las mismas miserias siempre salen a relucir. Como en las películas postapocalípticas, los comics de zombis y en general toda obra de fantasía que merezca la pena, aquí el factor determinante es la propia condición humana, y en el caso del presente alternativo que plantea Homefront: The Revolution la única diferencia palpable es que en esto de oprimir los koreanos todavía nadan con manguitos. Porque sí, ahí están las tanquetas, los campos de trabajo y esas fuerzas de ocupación que te descerrajan dos tiros en mitad de la calle como te pongas un poquito tonto, pero no deja de tener su ironía que esta posición de predominancia mundial venga a raíz de haber levantado en un garaje el equivalente a la Apple de nuestros días. Lo que los malvados koreanos no supieron ver es que, puestos a gobernar con mano de hierro, es mucho más eficiente mantener el control de la población limitándose a sacar un teléfono nuevo cada seis meses, y obligándote a pagarlo a plazos. Contra eso es mucho más difícil rebelarse.

En las calles de Philadelphia no hay más cámaras de vigilancia que en mi barrio, pero su apariencia es amenazante, ominosa, acorde con esa manera old school de entender el totalitarismo que nadie se ha molestado en disimular. Un triunfo total en lo militar y un fracaso en las relaciones públicas ante el que el pueblo, sin un mal reality que echarse a la boca, no tarda en reaccionar: en estas entramos nosotros, aunque si hay un detalle que destaca en este Homefront es el de hacernos sentir que no estamos solos, y que las calles son un polvorín a punto de estallar. Es una opresión de trazo grueso dibujada con patrullas callejeras derribando puertas, pero también con prostitutas harapientas y puestos callejeros donde un señor vocifera que aun le queda algo de agua potable para vender; ese tipo de juego en el que hay una resistencia, pero la cosa está tan pelada que tenemos que comprar nuestras propias armas en un tenderete levantado con chapas y ruedas de camión, y el encargado parece salido del casting de Waterworld.

En el terreno de la ambientación, como digo, el éxito es rotundo, y uno de los principales pilares es la constante sensación de que tu vida no vale nada. Es una sensación que se hace especialmente evidente en lo que el juego conoce como Zonas Rojas, barrios en los que el conflicto es totalmente abierto y recorrer un par de calles a pecho descubierto implica jugarse el físico. Aunque el argumento se empeñe en decirnos lo contrario, no somos especiales: una bala perdida puede encontrarnos en cualquier momento, y en la calle hay muchos como nosotros, pequeñas células de resistencia que aguantan la posición como pueden o coordinan pequeños asaltos improvisados cuando una patrulla se aleja demasiado de su posición. Si la intención es recrear la guerrilla urbana, el juego lo consigue con creces, y no faltan escuelas derruidas, carreras desesperadas hasta el próximo punto de control ni una estructura de misiones dinámicas que constantemente nos verá tomando un pequeño desvío para ayudar a unos compañeros a asegurar los astilleros o la fábrica de jabón. Un escenario hostil donde el propio desplazamiento es un desafío, y en el que hacerse con una pequeña motocicleta o dominar la red de túneles subterráneos se convierte en algo más que una manera de ahorrar tiempo.

Sin embargo, su mayor triunfo en términos de ambientación es no haberse detenido ahí, y plantear otros dos tipos de zonas que aportan variedad mecánica pero principalmente sirven como recurso para poner cara al enemigo y contextualizar la propia ocupación. Así, en las llamadas Zonas Amarillas la hostilidad abierta deja paso al control y la vigilancia (parece que van aprendiendo), y la jugabilidad se convierte en algo más reposado: como miembro de la resistencia hay un precio por nuestra cabeza, y nuestra labor aquí será, principalmente, no llamar la atención. Las patrullas nos dispararán al primer vistazo, así que tocará patear callejones y evitar cámaras de vigilancia mientras llevamos a cabo nuestra misión: ganarse, literalmente, las mentes y los corazones de los ciudadanos, representados aquí por un marcador porcentual que, una vez completado, nos permitirá prender la llama de la revolución y sustituir la propaganda gubernamental por nuestros propios panfletos. Y no nos van a faltar ocasiones para hacerlo, porque en cada esquina hay entuertos por desfacer: es una mecánica estructurada alrededor de clásico papel del justiciero urbano al que si acaso se le podría achacar esa obsesión tan propia del videojuego de convertir en algo discreto y medible un concepto tan difuso como la rebelión popular; por eso se dan situaciones absurdas, como que el dar dinero a un mendigo caliente las cosas un 13%, aunque supongo que hay pocas maneras más contundentes de gritar "sí se puede" que interrumpir una detención aleatoria con un lanzagranadas. En cuanto a las Zonas Verdes, los reductos donde koreanos y colaboracionistas viven a cuerpo de rey, os podéis imaginar: oposición encarnizada, vigilancia total, y un despliegue de medios a la altura del pedigrí de sus habitantes; todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros.

En lo jugable, y más allá de estas pequeñas incursiones en el terreno de la sutileza y la infiltración, el juego no camufla en ningún momento su vocación de shooter, e invariablemente la gran mayoría de situaciones se acaban resolviendo a tiros. En este sentido se ha hablado mucho de su gunplay, y de unas sensaciones con el gatillo en los dedos que no acababan de resultar mínimamente satisfactorias. Sinceramente, me esperaba algo mucho peor. Es evidente que no estamos hablando de Call of Duty, y que quedan cosas por pulir, pero en su estado actual Homefront es una experiencia correcta, con una selección de armas competente y un sistema de instalación de upgrades en caliente muy a la Crysis que no enamora, pero consigue mantener el interés. Además, y lo que al menos en el plano personal considero más importante, las armas transmiten peso, y el propio acto de disparar se siente contundente y lo suficientemente peliagudo como para no romper la inmersión. Es, creo, la base adecuada sobre la que construir todo lo demás, y que en este caso concreto incorpora un detalle esperanzador: el pequeño efecto de sonido sordo, como de golpe amortiguado, al conectar el impacto definitivo. Qué queréis que os diga, estas cosas dan mucho gustito.

Lo que no convence tanto es la IA, que al menos en su estado actual deja algo que desear. No en su comportamiento independiente, porque como digo da cierta seguridad ver como los chavales se organizan solos para darle lo suyo a los malos, pero cuando toca reclutar aliados (pensad en un Assassin's Creed Syndicate pero con toneladas de roña) la cosa hace aguas rápidamente: las rutinas de seguimiento son paupérrimas, y en cuestión de un par de intentos acabas ignorando por completo esta posibilidad, porque las cosas ya están suficientemente peludas como para tener que ejercer de niñera. Desde el estudio aseguran que se está trabajando en ello, y por eso prefiero ser cauto aquí: si algo funciona podemos darlo por definitivo, pero en el caso contrario siempre queda un resquicio para la esperanza.

Homefront: the Revolution podía ser un desastre, pero aunque a todos nos guste hacer leña del árbol caído creo que ya tenemos suficientes juegos malos como para no alegrarse de manera sincera al ver que se va enderezando. Sin embargo, y al menos en su estado actual, tampoco hay nada que apunte a una experiencia realmente memorable. Si se queda corto es por la atención al detalle, y por esos pequeños momentos que diferencian a los juegos correctos de los que importan de verdad: esas cinemáticas en las que un miembro de la resistencia te confunde con un espía, amenaza con cortarte un pezón, y tu personaje no abre la boca porque esto es un videojuego, y hay convenciones que estamos acostumbrados a respetar. Si falta algo es ese pasito más, esa diferencia que no tiene que ver con los gráficos y sí con la comodidad, o con atreverse a hacer las cosas de otra manera. Por eso, parece, Homefront se conforma con ser un Far Cry de extrarradio, o un Fallout sin humor. No son malos referentes, pero sabe a poco cuando un juego te habla de hacer la revolución.

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