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Hotline Miami

El discurso de la violencia.

Hotline Miami no necesita demasiados preámbulos para explicarse a sí mismo, basta con iniciar una partida y empezar a reventar cabezas contra la moqueta para percatarse de que lo único que hay que entender aquí es que la violencia, cuanto más rápida, descarnada y brutalmente se ejecute, mejor. Machacar el cráneo de un desgraciado con un bate de béisbol o rebanar el pescuezo a un grupo de matones antes de que se den cuenta siquiera de que hemos entrado en la habitación será lo único que, de entrada, debemos comprender.

A la hora de adjetivar Hotline Miami, sería demasiado simplista, además de inexacto, catalogarlo como un juego violento, entendido como aquel en que la violencia adereza o facilita los objetivos a cumplir - violencia como instrumento -. Tampoco se ajustaría demasiado a la realidad etiquetarlo como un simulador de asesino a sueldo, o cualquier otra definición similar que se os pase por la cabeza. Más bien, Hotline Miami ejecuta la violencia como concepto, una violencia desnuda que prescinde del arropo de cualquier justificación con que suavizar su naturaleza, su origen, o los posibles atenuantes que la rodean en tanto que se trata de un comportamiento humano reprobable. Aquí no hay nada de eso. Nada. Tan solo una mera reproducción de la violencia en su forma más pura. La mecánica, tres o cuatro preceptos sencillos y firmes como estacas, se urde a base de patrones geométricos que se apuntalan en el cerebro a golpe de graves y agudos desgarradores de una banda sonora magistral, mimetizándose poco a poco con el jugador a niveles casi sensoriales.

En pocas palabras, jugar a Hotline Miami consiste simplemente en arrasar con todo cristo viviente en las distintas localizaciones que nos irán indicando mediante escuetos mensajes en clave en el contestador de nuestro apartamento. Para ello contaremos con varios elementos a tener en cuenta: las armas, un arsenal bastante variadito de armas blancas, cuerpo a cuerpo y de fuego; las máscaras, que iremos desbloqueando con nuestro progreso y que aportarán, cada una, habilidades particulares extra; y lo más importante, nuestra precisión a la hora de manejar todos estos recursos. Y es que esa mencionada brutalidad como eje central no puede existir, en este caso, fuera de los fríos límites de un cálculo milimetrado. En Hotline Miami no hay margen para el descontrol. Traspasar una puerta o cruzar una esquina sin haber trazado una estrategia previa supondrá, casi con total seguridad, nuestra muerte antes incluso de haber visto por qué orificio nos han metido las balas.

Entre matanza y matanza nos aguardan algunas pinceladas argumentales, treguas interactivas que de un pellizco en la nalga nos extraen de la carnicería para depositarnos en otra realidad no mucho más tranquilizadora. Un apartamento sucio, con cintas VHS y trozos de pizza rancia esparcidos sobre una moqueta raída, y esas ensoñaciones narcóticas de neones moribundos y mandíbulas rotas que atormentan el descanso del asesino a sueldo. Un ochenterismo condesando en unas pocas líneas de diálogo y en esas migajas cinematográficas que se sirven del pixel de brocha gorda para retratarse con una exactitud y una clarividencia pasmosas. La rectitud y la concreción de la mecánica a la hora de masacrar enemigos encuentran su contrapunto en estas breves secuencias: la acción/contención inmisericorde de la masacre se diluye en estas bocanadas de un aire ligeramente enrarecido, la univocidad del discurso asesino se alinea frente a la atmósfera febril de la vida de un hombre totalmente fuera de tiesto.

Hotline Miami es un triunfo absoluto en el campo de las buenas ideas bien ejecutadas. Una apuesta clara y directa, tan implacable con los errores del jugador como reconfortante con sus aciertos, y en la que ni siquiera las pequeñas impurezas técnicas que presenta - determinadas respuestas de la IA un tanto peregrinas - logran arrebatar ni un ápice de protagonismo a uno de los juegos - independientemente de su catalogación o no como indie - más importantes del año. Como mínimo.

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