Análisis de Ion Fury
Ion Cobra.
Me gusta mucho la música. Muchísimo. No podría vivir sin ella. Y mi género favorito, con permiso del punk-rock, es el heavy metal. Es un género con muchísimas ramificaciones y tantas sub-categorías que da hasta risa a poco que seas relativamente crítico con las etiquetas que se emplean. Sin embargo, toda esa música tiene algo que la une bajo una misma bandera. Más allá de análisis técnicos y disecciones musicales, cuando escuchas una canción no sabes explicar por qué pero sabes que es heavy. Y en los videojuegos hay un género al que le pasa un poco lo mismo: pocas filosofías de diseño hay tan reconocibles como la del FPS de los noventa. En cuanto empieza el baile de los disparos y el movimiento, sabes que estás jugando a un shooter de los noventa.
En VoidPoint (y su editora, 3DRealms), debían de pensar que el panorama de hoy en día no era muy halagüeño para los jugadores de FPS tradicionales. Por todos es bien sabido que la experiencia jugable de antaño ha ido dejando paso a un tipo de desarrollo que, sin entrar en valoraciones y con sus correspondientes excepciones, podríamos llamar "más moderno y cinematográfico". Esta aproximación, que no tiene por qué conllevar nada negativo per se, se ha ido dando de la mano junto a otro tipo de acercamientos en lo jugable que han ido mutando la figura del FPS hasta convertirlo en un género que poco tiene que ver con sus antecesores. Movimientos más pausados, mapeados lineales, regeneración de la salud, armamento más centrado en el hitscan y otros elementos como la narrativa han conformado un panorama en el que las sensibilidades jugables y la relación del jugador con los FPS son muy diferentes a las de hace veinte años.
Con este panorama aparece Ion Fury, un título que no sólo pretende reverdecer una filosofía de diseño que parecía que dormía el sueño de los justos - y digo "parecía" porque no hace falta ser cien por cien old-school para destilar y aplicar las buenas enseñanzas de antaño; ahí está DOOM (2016) - , sino que tiene la osadía de hacerlo con el motor gráfico sobre el que, allá por 1996, se cimentó la construcción de uno de los mitos del FPS clásico: Duke Nukem 3D. Este hecho ya de por sí es suficiente declaración de intenciones sobre por dónde van a ir los tiros: motor de hace veinte años significa acercamiento gráfico de la época - con sus peros, pero ya llegaremos a ello -, jugabilidad constreñida a las limitaciones de la tecnología y guiños constantes a los detalles que hicieron de Duke Nukem uno de los grandes contendientes de la época, aun teniendo delante a un behemoth técnico y jugable como Quake.
Pero realmente, ¿qué es lo que plantea Ion Fury? Siguiendo la máxima de John Carmack de que la historia de un FPS tiene que ser igual de profunda que la de una película porno, el juego de VoidPoint nos plantea el contexto de las aventuras de la agente Shelly "Bombshell" Harrison en el Readme del menú del juego. El resto del título es, simple y llanamente, tirar para adelante masacrando a todos los enemigos que se interpongan en nuestro camino hasta llegar a la base de nuestra némesis. En algún lugar de América, Carmack lanza un cohete al cielo con una lágrima de orgullo recorriéndole la mejilla ante semejante maestría narrativa.
Visto que el storytelling no es el fuerte de este título - ni de la mayoría de los FPS a los que homenajea - quizá tengamos que poner la vista sobre otros apartados. Y la verdad es que en el ámbito artístico, Ion Fury destaca por tener un diseño bastante cuidado: mapas, enemigos y elementos del escenario lucen a la perfección, llenos de detalles y con toda la interactividad de la que el motor BUILD es capaz. Mención aparte merecen los sprites de las armas y los entornos de los escenarios, que poseen un nivel de detalle fantástico y elevan el conjunto varios enteros. La cosa no se queda ahí, puesto que VoidPoint ha tenido el suficiente margen de maniobra como para que algunos objetos y armas estén modelados mediante vóxeles en vez de sprites y se integren perfectamente en la estética del juego. Por otra parte, la música que nos acompaña durante toda la campaña es un elemento perfectamente cohesionado y que encaja a la perfección con el tono del juego y con el ritmo trepidante que el mismo quiere transmitir. De corte electrónico y haciendo uso de samples que se interconectan mediante el uso de un tracker - en el vídeo de Digital Foundry analizando este título tenéis más info al respecto -, es a la vez llamada al pasado por su técnica y, extrañamente, sonido que evoca escenarios futuristas.
Pero donde Ion Fury realmente pone toda la carne en el asador es en elementos como el diseño de niveles o el combate, aspectos que, a la postre, terminan yendo indisolublemente unidos. Los mapeados de este título sólo aceptan una palabra para definirlos: mastodónticos. Es indiferente que transcurran en interiores o en zonas exteriores; el espacio es tan grande, que la vertiginosa velocidad de desplazamiento de nuestra protagonista comienza a tener pleno sentido en cuanto las zonas empiezan a desplegarse ante nosotros con ramificaciones, secretos y zonas que se desbloquean con llaves que tendremos que localizar en otras ubicaciones. Un clásico heredado de los padres del género, pero que ayuda a configurar los mapeados de forma no lineal y nos obliga a recorrerlos y explorarlos de una forma que casi creíamos olvidada ya. No obstante, el hecho de que los niveles - o zonas sub-divididas en niveles, ya que es así como las categoriza el juego - sigan esta estructura, no les exime de cometer el pecado de la repetición y de colocarse, al llevar varias horas jugadas, en la frontera del tedio. Y es que el hecho de que la práctica totalidad del diseño de los mapas remita a la estructura "puerta-llave-puerta-llave" hace un flaco favor al ritmo de un juego que debería de entender que no sólo la creación de mapeados con puertas desbloqueables con tarjetas era lo que hacía memorable el diseño de aquella época a la que quiere homenajear.
Lo que me lleva, de forma inexorable, al combate, al que hay que acercarse por dos flancos. El primero de ellos es el de nuestro arsenal. Nuestra protagonista, en la mejor tradición de los FPS clásicos, no sabe qué es eso de llevar sólo dos armas y cuenta con una cantidad nada desdeñable de armamento que sirve para triturar a nuestros enemigos. Casi todas ellas tienen funciones secundarias y, lo que es mucho más importante, se mantienen relevantes durante toda la experiencia de juego. Nada de dejar el revólver cogiendo polvo desde la segunda pantalla: todas las armas tienen un diseño y un feel excelentes y da gusto ir haciéndose a ellas para después ir rotando por toda la panoplia de instrumentos de la muerte según vamos analizando la situación en cada momento. Y es que el otro flanco en el que tenemos que poner el punto de mira son los enemigos, que serán los que se van a poner en frente del lado divertido de nuestras armas. Por un lado, digamos que hay cierta intención de que haya variedad en la carne de cañón que nos vayamos pelando por el camino. En un principio, serán los cultistas, la soldadesca y los pequeños cyborgs - por no llamarles calaveras robóticas saltarinas - los tipos más habituales de enfrentamientos a los que tendremos que hacer frente y, conforme vayamos abriéndonos paso, el roster de aberraciones a las que tendremos que llenar de plomo irá ganando adeptos en sus filas. Visto así todo parece correcto, pero el problema surge cuando analizamos más de cerca el rol que cumplen cada uno de los esbirros en el combate y, posteriormente, el uso de los mismos dentro de las dinámicas de juego.
Como ya hemos señalado anteriormente, pocas cosas hay más reconocibles en el mundo del videojuego que el FPS de los noventa y, dentro de ellos, aún más reconocible es DOOM. Sin querer convertir este texto en un tratado sobre el padre de los juegos de tiros, hay que señalar que varios de los elementos pivotales de DOOM eran el cuidadoso diseño de sus enemigos, la función que estos cumplían según su movilidad y su estilo de ataque y el emplazamiento de estos en el mapeado. Pues bien, cuando nos acercamos a Ion Fury, y por contraposición, todos estos elementos están tremendamente desbalanceados. Gran parte de los enemigos hacen uso y abuso de armamento basado en hitscans en un juego en el que la salud no se regenera, su emplazamiento viene determinado en muchas ocasiones por nuestras propias acciones - activar una puerta, recoger una tarjeta, etc. - y sus ataques, cuando son claramente visibles, son difícilmente esquivables salvo que hagamos gala de una movilidad constante al margen de si nos atacan o no. Pero es que la cosa no se queda ahí: conforme vamos avanzando en los niveles, vemos como la densidad de población va incrementándose cada vez más, llegando a unos niveles espeluznantes en los últimos compases del juego.
Mención aparte merecen los jefes finales del juego, unas bestias pardas de primerísimo orden que atacan con la fuerza de un tren de mercancías y el arsenal de un conflicto armado y que, por si fuera poco, cuando hemos sido capaces de arrebatarles un tercio de energía aproximadamente, tienen a bien llamar a más refuerzos para que se unan a la fiesta. Ni que decir tiene que cuando somos capaces de despacharnos a estos agentes disuasorios de nuestro avance, se unen a la alineación titular del mal, para alegría del público y desdicha nuestra. Menudo panorama. A todo esto hay que sumarle una velocidad brutal - incluso para los estándares del género - a la que nos desplazamos por el escenario y se termina conformando un desarrollo en el que jamás he visto un juego que requiera de un uso tan intensivo - por no llamarlo directamente exploit - del quicksave para avanzar con cierta soltura. De lo contrario es una fiesta constante de embotellamientos con enemigos que te abrasan con su armamento al doblar una esquina mientras otros te arrojan una andanada de misiles y una calavera saltarina te está mordiendo el tobillo sin que te des cuenta. ¿Resultado? Fallecimiento en una décima de segundo. Y esto en una dificultad relativamente asequible; en la más alta, los combates no deben de dejarle al jugador ni un milisegundo de tregua.
Aunque cuando todas las piezas de Ion Fury encajan como es debido, funciona muy bien. Hay tramos en los que el diseño de niveles, el emplazamiento de los enemigos, el carácter macarra de su protagonista y el arsenal que llevamos encima ponen todo de su parte y te encuentras explorando sus niveles, matando esbirros y escuchando one-liners mientras toqueteas todas las partes del escenario en una especie de estado de flujo que cuando termina te deja pensando en por qué no todo el juego es así. Pero esos ratos no son los suficientes como para aupar este título a los altares del género a los que aspira; las intenciones están ahí, pero entender un género y extraer las lecciones del mismo no pasa por repetir ad nauseam una fórmula concreta ni por bombardear al jugador con los mismos tipos de enfrentamientos constantemente.
En última instancia, Ion Fury es un título que pone los pies en la actualidad con los ojos mirando casi en exclusiva al pasado, y esto le pasa factura. Porque aunque tiene momentos en los que cumple lo que promete, esas promesas son cantos a fórmulas de hace veinticinco años en un presente en el que las sensibilidades y el diseño han evolucionado y, si no se sufre de altísimas dosis de nostalgia, lo prometido caerá en saco roto. Para hacer un llamamiento al pasado desde el presente no es necesario dar pasos hacia atrás, sino simplemente estudiar detenidamente qué se hizo bien y qué no en aquella época. Así, terminaremos llegando a juegos como DOOM (2016), título al que juegas y sabe a la vieja escuela. Igual que cuando escuchas una canción y no puedes explicar por qué, pero sabes que es heavy.