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Análisis de Just Dance 2017

If I can't dance, this is not my Revolution.

Pese a los prejuicios, Just Dance sigue convenciendo en lo suyo: animar fiestas, derribar complejos y hacernos mover el culo.

Por unos cuantos motivos bastante ridículos, los juegos de baile se han considerado siempre productos enfocados a gente que no juega a juegos de verdad. Es un cajón de sastre (el de los jugadores casuales; sobre el concepto "juegos de verdad" se podría escribir otro libro bien gordo) que suele manejarse con un desdén apenas disimulado, englobando bajo el mismo paraguas a toda esa gente que todavía no se ha enterado que el videojuego es la única forma de entretenimiento digna y osa divertirse con banalidades: padres, madres, cuñados borrachos y compañeros de trabajo que no saben lo que vale un peine. Por supuesto, el género femenino tampoco se libra, y no es raro escuchar que este tipo de propuestas son ideales para "jugar con la novia", o incluso para justificar la adquisición de una nueva máquina con la que realmente pretendemos seguir jugando al Fifa mientras nos damos golpecitos en el pecho orgullosos por el éxito de nuestra estratagema. Esto es doblemente ofensivo, porque contribuye a reforzar dos estereotipos especialmente perniciosos: el del club de machotes que no admite chicas en su casita del árbol, y el del miembro de ese club, el jugador federado y con carné, que sonríe con nerviosismo y da pequeños sorbitos a su copa desde una esquina cuando toca salir a la pista en la discoteca. Porque bailar, se conoce, es una cosa de chicas, un concepto que causa bastante ternura cuando uno hace memoria y recuerda el no tan lejano auge de los juegos musicales; por alguna razón, colgarse del cuello una guitarra de plástico es una receta infalible para reafirmar la propia masculinidad.

No voy a negar mi parte de culpa. Yo mismo he sorbido muchos gin tonics desde esa esquina, y mi técnica sobre la pista suele reducirse a imitar con mayor o menor fortuna el paso del hombre orgulloso. Es algo que quiero cambiar: si algo nos enseñó La La Land es que un hombre que se respete a sí mismo debería bailar al menos la mitad de lo que baila Ryan Gosling. Por eso, desde el punto de vista de un profano, Just Dance 2017 es algo así como una revelación. Porque puede jugarse con desgana, limitándose a imitar los movimientos de la mano que lleva la voz cantante de cualquier manera, y por supuesto puede jugarse también de la forma contraria, esa que todos estamos imaginando. Pero justo en el punto medio se encuentra la opción que realmente interesa: Just Dance 2017 también puede utilizarse para aprender, y se me ocurren pocas enseñanzas más útiles que esta.

Como digo, una vez en la pista no hace falta ser especialmente sagaz para sacarle las cosquillas a una tecnología que, por evidentes limitaciones de hardware, se limita a seguir las evoluciones de la extremidad con la que sujetamos el mando. Por eso, como en todo proceso de aprendizaje, si realmente queremos sacar algo en claro de todo esto el primer paso será la constancia, la disciplina, y el no poner palos en nuestras propias ruedas ojeando los apuntes cuando el profesor no mira. Forzarnos a bailar bien, a hacerlo bonito, y a clavar los pasos con cintura, brazos y piernas aunque el sistema no tenga manera de averiguar si estamos siguiendo el ritmo con los pies. ¿Realmente no la tiene?. Como descubriremos a los pocos minutos, y pese a la ausencia (hay quien diría que bienvenida) de un dispositivo de detección corporal, todo el sistema está regido por algo muy parecido a la justicia poética: si hacemos trampas podemos arañar unos cuantos puntos, pero bailando como es debido los contadores se multiplican, porque uno mueve mejor las manos cuando forman parte de un todo. Primera lección aprendida.

Y apetece hacerlo, ni que sea para devolverle el favor a ese instructor disfrazado de zanahoria que se deja los cuernos para hacerle entender los movimientos más simples a un botarate como tú al otro lado de la pantalla. Ese es sin duda el gran valor de la saga, y de esta entrega en concreto: una colección de videoclips que aúnan legibilidad y sentido práctico con un torrente de creatividad ante el que solo cabe aplaudir. Donde Guitar Hero o Rock Band se contentan con traducir las notas al mástil y rellenar el fondo con unos cuantos extras haciendo headbanging, Just Dance ataca los temas con una selección de montajes alternativos que por sí solos justifican el precio, y se asegura de que sus protagonistas transmitan la información de la manera más clara posible. Con información me refiero al baile, y cómo bailan, los malnacidos. Pese a moverse de manera espectacular, cada paso está tremendamente marcado, con una cadencia que convierte a cada canción en una pauta clara a seguir y en una serie de patrones fácilmente reconocibles: al final, el proceso de dominar Bad Romance no está muy lejos de tocar Through the Fire and Flames en experto.

Donde Guitar Hero o Rock Band se contentan con traducir las notas al mástil y rellenar el fondo con unos cuantos extras haciendo headbanging, Just Dance ataca los temas con una selección de montajes alternativos que por sí solos justifican el precio.

Cada uno de los bailarines, además, puede ser marcado como objetivo por cada jugador, algo especialmente jugoso en las partidas grupales; la propia selección de temas deja espacio para dúos, tríos o cuartetos, y saca provecho de ello complicando las coreografías y haciendo que dichos objetivos interactúen. De nuevo, si dos de los bailarines de apoyo de Justin Bieber giran sobre si mismos e intercambian su posición nadie nos obliga a hacerlo, pero quien querría boicotear así su propia diversión. También hay espacio para el juego cooperativo o el tradicional cara a cara, e incluso para concentrar el fuego seleccionando todos el mismo objetivo y dirimiendo de paso quien en la sala es capaz de mantener el ritmo de la mismísima Hatsune Miku. En cuanto al catálogo hay opciones para todos los gustos, y a priori nadie tendría por qué quedar fuera: evidentemente el pop comercial americano es el foco principal, pero el juego es lo suficientemente consciente de que va a ser jugado en fiestas y reuniones familiares como para incluir éxitos de otras épocas y temas claramente enfocados a la gente mayor. Hay una canción de Queen, quiero decir.

Sin embargo, es en esa selección de temas donde encontramos su gran talón de Aquiles. Su nombre es Just Dance Unlimited, un servicio de suscripción que trae bajo el brazo lo que todos los servicios de suscripción: una vez lo has probado, resulta difícil contentarse con la selección cerrada que viene en la caja. Sin Unlimited, la oferta de Just Dance 2017 es algo corta; con él, se convierte en un recorrido por temas de todas las ediciones, y añade puntualmente nuevos éxitos cada mes. Evidentemente el desembolso (29.99€ por una suscripción anual) es una cuestión que tocará consultar con la almohada, pero los tres meses de prueba que incluyen todas sus ediciones desequilibran demasiado la balanza: la diferencia es dramática, y cuesta no sentir ese contador como el que marca la durabilidad de toda la experiencia. Por fortuna, también existe la opción de acceder de manera puntual cuando la situación lo requiera, haciendo un pequeño bote antes de la fiesta para financiar los cerca de cuatro euros que cuesta un pase de 24 horas. A fin de cuentas, es lo que llevamos haciendo toda la vida con la cerveza.

Sin Unlimited, la oferta de Just Dance 2017 es algo corta; con él, se convierte en un recorrido por temas de todas las ediciones, y añade puntualmente nuevos éxitos cada mes.

Sin embargo, tomar esa opción implicaría de nuevo condenar al juego a un mero dispositivo de animación de fiestas. Es una tarea que asume con orgullo, pero contra la que intenta luchar mediante un puñado de modos de juego alternativos que buscan aportar una cierta estructura al hecho de bailar por bailar. Hay packs de canciones que actúan como episodios independientes, una modalidad online que funciona de manera similar a un leaderboard en tiempo real y permite competir en directo contra el resto de la comunidad, e incluso una pequeña historieta de alienígenas marchosos que absorben nuestra energía de baile mediante sencillas pruebas desbloqueables: sesiones de air guitar, katas de karate... ya os imagináis. Sin embargo, puede que la alternativa más interesante sea su función de entrenador personal, que nos anima a mover el culo configurando playlists personalizadas para quemar un poquito de grasa todos los días. En mi caso personal no termino de fiarme del contador de calorías, pero como placebo funciona estupendamente bien, y puedes aprovechar el tiempo aprendiéndote las coreografías. Como decían en los ochenta, la fama cuesta, y aquí es donde vais a empezar a pagar.

Puede que visto desde la óptica de El Videojuego, con mayúsculas, Just Dance sea un producto menor; desde luego es un producto, y en ese sentido es más que solvente. Sin embargo, por todo lo expuesto al principio, tengo mis dudas con lo de menor. Al fin y al cabo, en un medio acostumbrado a traducir el mundo a mecánicas y a hacernos fingir que hacemos, es de los pocos ejemplos que se me ocurren que nos permiten expresarnos de verdad: en Just Dance solo bailamos, pero nadie lo hace por nosotros. Es una ambición sencilla, y puede que parezca difícil hacerla casar con las de ese nuevo gran medio con potencial para transmitir, para narrar y quien sabe si para cambiar las cosas. Sin duda esas son las metas, pero intentemos no perder el norte: como decía Emma Goldman, si eso va a significar cubrirnos de complejos y seguir sentados en una esquina oscura, no quiero saber nada de esa revolución.

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