Análisis de Katamari Damacy Reroll
Don't worry, do your best.
Lo primero que pienso tras jugar a Katamari Damacy es idéntico a lo que me planteé la primera vez que probé un juego de la franquicia: no tengo ni idea de cómo se las apañó Keita Takahashi para convencer a Namco de que esto era una buena idea. Me gustaría haber estado presente en esa reunión en la que un estudiante de artes sin apenas experiencia previa en el mundo del videojuego se presentó con un colorido prototipo que trataba de rodar sobre cosas y consiguió convencer a un grupo de ejecutivos de la compañía de que eso podía funcionar económicamente. No sé qué palabras o qué imágenes fueron las que llevó a la gente que tenía que aprobar ese título a darle luz verde, pero jugándolo 14 años después de su lanzamiento queda claro que tomaron la decisión correcta al apostar por él.
Katamari Damacy Reroll remasteriza el juego original diseñado por Takahashi, lanzado en el año 2004 en Japón y Estados Unidos pero hasta ahora inédito en Europa. El Rey del Cosmos derriba algunas estrellas del firmamento durante una borrachera y le toca arreglar el desaguisado a su hijo, el diminuto Príncipe. Para restablecer las estrellas tiene que viajar a la Tierra y usar un Katamari, una bola capaz de capturar objetos de menor tamaño al arrollarlos, para crear nuevos orbes celestiales.
Una partida ideal comienza exigiendo mucha atención y dejando paso al caos absoluto. El Katamari empieza siendo pequeño, de modo que debemos fijarnos bien en los objetos sobre los que pasamos por encima para evitar chocarnos por intentar arrollar algo demasiado grande. Poco a poco vamos ganando tamaño y los animales (y personas) que antes nos miraban con curiosidad o directamente nos golpeaban ahora huyen despavoridos al ver que pueden pasar a formar parte de la bola que no deja de crecer. Llegado un punto, con el cronómetro apremiando y un crecimiento exponencial que nos acerca cada vez más al destino, es simplemente cuestión de pasar por encima de los restos que quedan sobre un mapeado donde solo quedan las huellas de los edificios que hace pocos minutos cortaban y redirigían nuestro avance.
La escala y los objetos son los que diferencian las pantallas entre sí: en la práctica estamos jugando en todo momento a los tres mismos niveles que se reformulan desde diferentes escalas, puntos de partida, inventarios y objetivos. En la historia principal solo tenemos que preocuparnos de crecer hasta un determinado tamaño, mientras que al recuperar las constelaciones tenemos que fijarnos en un solo tipo de objeto, buscar cosas que encajen con un adjetivo o incluso rodar sobre el elemento más grande de un tipo.
Es una propuesta tan sencilla como parece: arrolla objetos para ser más grande y así poder arrollar más objetos. Nuestra tarea se convierte de inmediato en un delirante paseo por un disparatado universo low-poly donde se acumulan por igual objetos básicos como alimentos, utensilios de cocina o suministros de papelería con elementos idiosincráticos de Japón como máscaras kitsune, kotatsus o darumas. Gran parte del éxito de Katamari está en la propia selección de objetos, que consigue convertir en extraño lo cotidiano y viceversa. La acumulación, ordenada en situación pero descontrolada en número, saca lo ordinario de su escala natural para crear una situación en la que una habitación plagada de chinchetas en hilera tiene el mismo sentido que una sirena o un superhéroe luchando contra un kaiju: ninguno.
El particular estilo de Katamari otorga la misma importancia a todos los enseres, reduciendo hasta las figuras más complejas a modelados simples pero de una enorme potencia visual. Gran parte de la culpa es de la vibrante paleta de colores empleada, en la que encontramos colores más llamativos que en todos los AAA de la siguiente generación juntos, con unos tonos pastel que años después siguen siendo elegantes; no es difícil trazar el origen de títulos actuales como Donut County, Lovely Planet o Ooblets en el particular estilo desarrollado por Takahashi.
Más allá de las lecturas serias que se puedan sacar del juego -no hace falta rascar mucho para encontrar un comentario acerca de la acumulación desproporcionada de objetos inútiles en nuestros hogares- las animadas canciones que van del J-Pop a la bossanova pasando por el jazz animan en sus letras a pasárnoslo bien, a intentar hacerlo lo mejor posible y a amar a todo el mundo... mientras el Rey del Cosmos nos machaca sin piedad con sus ácidos comentarios si no alcanzamos la excelencia en nuestro propósito.
Aunque ya había jugado a muchos de estos niveles en otros lanzamientos como Katamari Forever, lo que más me ha impactado de esta primera partida completa a Katamari Damacy es su vigencia. No parece un título de hace 14 años: comparte sintonías con títulos actuales como el gameplay que esquiva la violencia, su foco en una única idea que se va expandiendo o su particular estilo visual (al que le sienta genial el remozado HD).
Katamari Damacy Reroll pone por fin a nuestra disposición un título que sigue siendo tan reivindicable en 2018 como lo era en 2004. El gameplay, sencillo pero con unas intenciones claras, se asienta sobre toneladas de carisma y humor que siguen sacando sonrisas sin apenas esfuerzo. A pesar del tiempo que ha transcurrido sigue derrochando creatividad, abriéndonos una ventana al particular mundo de Keita Takahashi. Uno que sigue resonando cuando abandonamos la partida.