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Avance de Kingdom Come Deliverance

De sol a sol.

No es demasiado común que un juego te obligue a esperar. Dejando de lado las gemas, los diamantes y las coloridas barritas que han convertido al mercado móvil en una constante negociación de rehenes, el diseño tradicional tiende a ahorrarnos esos momentos, ahogando cualquier posible foco de frustración bajo una tonelada de cosas que hacer, sean o no relevantes. La paciencia del jugador es un activo que cotiza a la baja, y por eso sorprende tanto que Kingdom Come no solo se atreva a tanto, sino que juguetee con conceptos como la rutina, el silencio, la observación, o el más espeluznante de todos: levantarse a las cinco de la mañana. Comprendo la repulsa que puede provocar semejante afirmación, pero antes de que nadie abandone la sala aclarar que todo tiene un por qué, y que esa es la vida que llevaban los monjes de un convento cualquiera en la Bohemia de principios del siglo XV. Que alguien se haya tomado todas estas molestias para plasmar un fragmento tan insignificante de su historia puede que sea su mejor carta de presentación.

Aun así, que esto sirva como aviso a navegantes: a Kingdom Come le importan bien poco conceptos como el ritmo o el espectáculo, y no duda en sacrificarlos si el guión exige infiltrarse en una institución eclesial y sus consultores sentencian que un muchacho de baja extracción social, el hijo de un herrero, jamás podría hacerlo sin verse forzado a tomar los hábitos. A Kingdom Come le importa el realismo, y por eso sus callejuelas son sencillas y los trayectos entre localización y localización no nos sorprenden con dragones y sí con molinos, barro y muchachas que regresan de lavar la ropa en el río. Es un Skyrim sin fantasía, un juego de espadas sin brujería que intenta reproducir de la manera más fidedigna posible como era ser un don nadie en una época como esta. Lo mismo sucede con sus entornos, con su arquitectura, y con la enfermiza recreación de una parcela de terreno tan real como las cuitas de nuestro protagonista. Nada más comenzar, por ejemplo, visitamos un pequeño asentamiento feudal gobernado por dos castillos, pero que nadie se emocione pensando en hermandades oscuras ni en cultos de signo contrario: simplemente estaban allí antes de que el juego llegara.

Pero volvamos al monasterio. Puede que no sea el mejor marco para sacar a relucir las mecánicas de base de un juego que, como tantos otros, permite medir el acero contra asesinos y bandoleros y hacerse por el camino con una sana colección de ganzúas, virotes y guanteletes rematados en cuero, pero creo que es estimulante precisamente por eso: que una misión titulada "Pobreza, Castidad y Obediencia" consiga pasar el corte de los chicos de marketing debería ser suficiente motivo de celebración. La premisa es tan simple como suena, aunque para darle algo de sabor a la mezcla también tenemos un asesino que desenmascarar y hasta cuatro novicios de pasado incierto que por cosas de la profesión tienden a ser reservados con los desconocidos. Así da comienzo una de las cerca de ochenta quests principales de un juego en el que sus responsables afirman que no habrá tiempo para ir a cazar cinco antílopes ni para entregar doce fardos de trigo al panadero local porque estaremos ocupando desempeñando tareas reales: en este caso, y despojados de cualquier tipo de pertenencia terrenal que vaya más allá de un hábito y unas sandalias roñosas, nuestro principal cometido será pasar desapercibidos. Mezclarnos con nuestros hermanos, acudir a rezar cuando toca, salir del camastro a horas escandalosas y en general seguir una estricta agenda que deja escasos pero jugosos huecos para encararnos con los cuatro sospechosos posibles, trabando amistad con algunos y metiendo cizaña sin miramientos en un doble juego constante de consecuencias difíciles de anticipar. No son los únicos actores en juego, y sobrevivir en arenas tan movedizas implicará también tomar buena nota de las tensiones internas que está generando la elección del nuevo abad o mostrar maña a la hora de evadir a los hermanos encargados de vigilar que cumplamos con nuestro cometido, algo que resulta complicado teniendo en cuenta que hay un montón de viejos tomos que traducir y se supone que sabemos latín. El resultado es una mezcla entre L.A. Noire, El Nombre de la Rosa y el The Great Escape de 1986, y un segmento que pese a su ritmo pausado sabe mantener la tensión y resulta una fenomenal declaración de intenciones: si el juego final convierte este tipo de misiones en una norma seremos afortunados.

Quizá el secreto resida en esa propia simplicidad, y en una negativa a utilizar la violencia que juega en su favor precisamente porque la violencia, cuando finalmente aparece, es muy mejorable. Hablábamos de intenciones, y como todo en Kingdom Come en este sentido son encomiables: de vuelta al mundo exterior y a los zapatos de Henry pronto queda claro por qué el juego comienza en una camilla improvisada con palos y ramas. Nuestro padre ha muerto, hemos perdido su espada, alguien nos ha dado una paliza fenomenal e intentar regresar al lugar de los hechos para enterrar el cadáver solo ha empeorado las cosas. Es relativamente común comenzar estos juegos siendo un perfecto inútil pero en pocos se hace tan evidente, y la primera sesión de entrenamiento frente al instructor es invariablemente un desastre. No es necesariamente culpa del sistema, un remedo de For Honor y el propio Skyrim que sitúa la vista en primera persona y lo apuesta todo a un esquema de ataques y guardias direccionales en forma de estrella de cinco puntas y exige prestar la misma atención a nuestro acero que al que enfrentamos. Podemos atacar desde arriba, en diagonal alta o baja, por la izquierda, por la derecha o intentar clavar la punta en el bajo vientre del agresor, pero dejar cualquiera de esos flancos desprotegidos tiene consecuencias funestas, y lo mismo sucede con una barra de stamina que castiga con dureza el exceso de entusiasmo. También hay fintas y contraataques, y todo funciona bien mientras el paciente hombrecillo encargado de convertirnos en un espadachín competente anuncia sus tajos a cámara lenta, pero hacer frente a semejante galimatías sin una espada de madera en las manos es otro cantar: Kingdom Come es suficientemente despiadado como para demostrarlo a los pocos minutos, en un enfrentamiento real contra un niño de papá criado al calor de un castillo que no ve con buenos ojos que un plebeyo juegue a los caballeros.

Puede que sea cosa de acostumbrarse, aunque en las largas distancias nuestras oportunidades no mejoran: pronto probamos suerte en un improvisado concurso de tiro con arco, para descubrir con consternación que el punto de mira ha desaparecido y nuestro pulso se asemeja más al de un heroinómano que al de un señor acostumbrado a forjar alabardas para ganarse el sustento. De nuevo el realismo es ley, y si como afirman sus responsables la intención del estudio es hacernos meditar muy bien si queremos meternos en una pelea los resultados son excelentes. Al menos hasta que el curso de los acontecimientos nos obliga a hacerlo, caso de una tercera misión titulada "Nido de Víboras" que nos transportaba un buen puñado de horas más adelante para servir un aperitivo de lo que será el combate multitudinario, las grandes batallas, y el inicio de los verdaderos problemas. Problemas para nuestro personaje, por descontado, porque planificar la incursión al detalle para acabar mordiendo el polvo con una flecha alojada en la nuca a las primeras de cambio es una posibilidad muy real, pero también para esas inmejorables intenciones que chocan frontalmente contra una implementación caótica y desordenada. En condiciones de fuego real y con más de dos o tres espadachines en juego todo ese estudiado esquema de contras, ataques encadenados y ángulos muertos se convierte en un sálvese quien pueda que por buscar referentes cercanos podría recordar a los asedios de un Mount & Blade: la ambición está ahí, pero también una alarmante falta de pulido que convierte las escaramuzas en un festival de estocadas al aire y puñaladas traperas demasiado dependiente del factor suerte.

Ni siquiera estoy hablando de bugs, aunque vive Dios que no faltan. En su estado actual Kingdom Come es relativamente robusto cuando toca pasear por sus murallas o plantarle cara a los guardias en un enardecido debate dialéctico, pero con las espadas desenvainadas y el motor de colisiones a pleno rendimiento las cosas tienden a descontrolarse un par de pasitos más allá de lo razonable. Hay cadáveres temblorosos, enemigos que desaparecen, impactos más que discutibles y por encima de todo una sensación de caos que si duele es precisamente porque echa por tierra el principal credo de este monasterio: el realismo, la calma, la sensación de que todo esto pudo ocurrir. Calzarse un casco con visor frontal que aumenta nuestro índice de defensa pero reduce drásticamente la visibilidad para cruzar un puente al abrigo de una lluvia de flechas y que al otro extremo todo se convierta en una redifusión de Humor Amarillo tiene algo de agridulce, y aunque sin duda el estudio va sobrado de motivación febrero está demasiado cerca como para esperar cambios radicales en este sentido.

Ojalá lleguen, porque ante propuestas así uno tiende a ser permisivo y porque sospecho que en el fondo todo se reduce a lo de siempre: al entusiasmo contra el presupuesto, a los juegos levantados a golpe de madrugones y corazón, y al hijo de un herrero que sueña con vivir grandes aventuras y hacerse un hueco en la mesa de los señores. Sus ropajes no son tan caros y suele comer con las manos, pero yo al menos me pongo de su lado: quiero ver el final de su historia, ni que sea para descubrir quién era el maldito asesino.

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