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Análisis de Kona

Dans la montagne.

Kona quiere replantear las convenciones del FPE y fusionar géneros para contar una historia intrigante, pero termina desorientado.

En agosto de 2015 Thechineseroom, famosos por dar el pistoletazo de salida al first person explorer o, como la mayoría conoce al género, los walking simulator, lanzó Everybody's Gone to the Rapture, una obra narrativamente ambiciosa que buscaba tomar todo lo construido en Dear Esther y llevarlo al siguiente nivel. Dan Pinchbeck hablaba sobre apropiarse del término walking simulator y lucirlo como una medalla, y su creación, envuelta en la mística, llegó con la intención de reventar cráneos y grabar su nombre a fuego en los anales de la Historia videolúdica.

El resultado fue otro.

Everybody's Gone to the Rapture era un videojuego espléndido como obra plástica, y aunque su uso del CryEngine no renderizase un universo plenamente interactivo y basado en la simulación física, dotaba a su mundo de atardeceres arrebatadores, juegos de luces místicos y escenas de una belleza estética incontestable. Fuera de ese campo no es más que otra muesca en la lista cada vez más larga de first person explorers que van y vienen cada año, cada mes y cada día. Kona, igualmente, es una obra de grandes ambiciones que navega entre dos mundos: tiene la mirada puesta en su guión, como los grandes first person explorers, pero también bebe de la sensación de un clima inclemente y verse sometido a los feroces embates de la naturaleza de la ola de sandbox survival inspiradas por Rust, Minecraft y ARK: Survival Evolved. Y al igual que Everybody's Gone to the Rapture, sus intenciones e intentos por alcanzar la trascendencia distan de lo que realmente esté a su alcance.

Carl Faubert es un detective privado que viaja a la Arizona de los años 70 con la intención de resolver un crimen menor, las acciones vandálicas de Dios sabe quién en un pueblo minúsculo de las montañas. La mala suerte y el mal tiempo dictan que acabe encerrado en semejante paraje y, como subiendo la apuesta, resulta que el hombre que le ha contratado está muerto. Un asesinato. Su cadáver está en la tienda que da la bienvenida a los turistas, pero no parece que haya nadie cerca para decir qué ha ocurrido. Y quizá esa sea la menor de sus preocupaciones, ya que Carl empieza a ver rastros que apuntan a un peligro sobrenatural, con víctimas congeladas y rastros de hielo azul que llevan a visiones crípticas.

La historia sobre errores pasados, conflictos entre pudientes y no pudientes y correcciones a posteriori que no logran solucionar nada que presenta Kona tiene poco o nada que ver con su acercamiento mecánico, que baila a un compás extraño con la supervivencia a través de medidores de calor, salud y estrés. El juego, igual que Everybody's Gone to the Rapture, es una búsqueda espectral en la que se abandona el calor del refugio para encontrar a la siguiente víctima del enigmático frío y, a través de una visión que tampoco explica mucho, contemplar sus últimos segundos en esa tierra fría y alejada de la mano de Dios, pero el peligro de quedarse sin nada a la mitad del camino y tener que dar la vuelta para coger mecheros, un encendedor y un tronco por si acaso hay alguna hoguera de camino al siguiente punto de control no parece servir a otro propósito que el de limitar. Limitar y ocultar patrones. La rutina de entrar, registrar cada casa sin miedo a las consecuencias, encender la chimenea para no morir ateridos y, una vez visto y hecho todo, pasar a la siguiente en la seguridad de nuestro cuatro por cuatro, es una que se establece de inmediato y los recursos nunca faltan como para que uno deba plantearse ahorrar para el siguiente trecho o temer que se haya metido la pata hasta el fondo. Siempre hay troncos y siempre hay cerillas y encendedores y chimeneas y hogueras, pero pocos lobos por el camino que puedan hacernos frente. Es un libro que obliga a llevar a cabo un rito cada vez que quieras pasar una página y escoge disfrazarse de montaña a escalar para que todo sea más llevadero.

No negaré que funcione.

Los intentos de Kona por sacudir convenciones son respetables: tener un first person explorer donde se haga algo más que sólo caminar es una adición agradecida, más aún si nos permite conducir un coche en medio de una ventisca sin fin. La atmósfera está ahí y uno se siente a merced de lo que dicten las nubes, más parte de un escenario que testigo de una secuencia de eventos, como ocurre en otros casos menos agraciados, pero la necesidad en última instancia de tener que completar una historia e ir a determinados sitios, de asegurarse primero de que el jugador esté cómodo y no se sienta frustrado y, después, de que realmente tema al viento y la nieve, hace que todos estos elementos aparezcan como algo que debía estar ahí porque, sin ellos, Kona no tiene mucho más que dar.

Sus ideas con buenas intenciones y ejecución a medias se ven reproducidas en una trama que recuerda demasiado a las formas de aquella de Thechineseroom: un mosaico formado por las partes de unos pocos personajes, cada uno con su drama, conflictos y paranoias, todos ellos con un destino fatídico pero sin mucho sabor o gracia como individuos. La repetición de todas aquellas visiones, siempre del mismo estilo y dejando al respetable igual al principio que al final, imprime un sabor amargo y una sensación de mecanismo en marcha y guiado por la artificialidad de sus engranajes. Carl, a través de un narrador, se hace preguntas y apunta a ideas con cavilaciones impregnadas de un aura sarcástica, como de film noir pero venido a menos, y por un instante parece que los autores de Kona se creyeran demasiado listos. Es un juego disperso con una historia sin un nudo convincente, atada por los hilos débiles de sus personajes pero sin una columna vertebral sólida, y el último trecho desemboca en un anticlímax que cierra la obra en una nota baja.

Kona es el resultado de buenas ideas y un intento de renovación puestas en práctica sin la visión necesaria para que realmente cuajen. Las piezas no conectan y el resultado es un videojuego diluido, olvidable, que pudo pero no fue, con sus temas de conversación sepultados por la misma nieve que amenaza con congelarnos. No es un desastre, ni de lejos, y sus aspiraciones están ahí y nadie puede negarlo, pero como Everybody's Gone to the Rapture, se queda en el intento por haber apuntado demasiado alto, ignorante de cómo podrá alcanzar ese punto. Se ha perdido al mirar a las estrellas. No puedo culparlo por ser ambicioso.

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