La espada y el horizonte
De dragones, mazmorras, y una épica ociosa.
Skyrim, la gélida región al norte de Tamriel que da nombre al último The Elder Scrolls, alberga, como muchos de vosotros ya habréis experimentado, una experiencia de proporciones colosales. La magnitud, en términos cuantitativos, de la última obra de Bethesda está fuera de toda duda. Yo misma soy un ferviente ejemplo, o quizá consentida víctima, de la titanez de un juego en el que, habiendo sobrepasado de largo el centenar de horas, aun tengo la sensación de no haber hecho "lo que se supone que debo hacer".
Se acepta, por tanto, el valor del título en cuanto a proporciones, en cuanto a la cantidad de elementos que despliega en relación al espacio en que se desenvuelve. Podría, de hecho, en un ejercicio de relativa osadía, afirmar que la esencia del título, el principal centro de disfrute se focaliza justo ahí, en ese concepto de ocio tan literal que ofrece y al mismo tiempo ejemplifica su casi total y absoluta libertad de acción, sus parajes nevados y espléndidos que apelan a la curiosidad viajera del jugador. Dicho de otro modo, Skyrim encuentra su principal virtud en el acto de viajar, de ver y descubrir, de deambular y recorrer un mapa que parece nunca agotar sus secretos, mucho más que en el mero hecho de completar misiones, una tras otra, en esa progresiva sucesión de acontecimientos que conducen al desenlace de la historia de nuestro dovhakin personal.
Sin embargo, esa ociosidad que ofrece y a la que muchos nos aferramos como animales famélicos posiblemente no sólo responda al simple deseo de evasión y contemplación, al mero placer de fundirnos pasivamente en un mundo fantástico sustentado en la capacidad de seducción de imágenes tan poderosas como la magia, la espada y el dragón. Un mundo que, aunque poco a poco empieza a dejar entrever sus flaquezas y vacíos, es lo suficientemente hábil como para espolear al jugador a insuflar esas carencias, esos huecos inertes, con el lápiz afilado de una imaginación dispuesta, construyendo así una mitología íntima y personal en torno a la figura de nuestro alter ego. No se trata sólo de una simple preferencia, de ejercer voluntariamente nuestro derecho a jugar sin rumbo ni objetivos, sino que una vez hemos agotado las sorpresas iniciales (sensaciones que, dadas las dimensiones del juego pueden extenderse perfectamente durante varias decenas de horas), y aplicamos un filtro crítico a un plano más cercano, a las mecánicas internas, a ese circuito cerrado de rutinas precisas y experiencias directas, al combate, la mazmorra y la misión, éstas salen mucho peor paradas en relación a la experiencia abierta. De hecho, la capacidad de inmersión y evasión que las montañas nevadas de Tamriel son capaces de ofrecer tiene su ligeramente decepcionante reverso en las sensaciones cuerpo a cuerpo, a la hora de recorrer una mazmorra, resolver un puzle o librar un combate. Skyrim se desinfla en las distancias cortas.
La sensación de inconsistencia es casi constante en los mecanismos internos del juego, en las tripas y circuitos que componen la experiencia más directa. Esta sensación puede palparse casi en cualquier recodo una vez hemos mirado de tú a tú al juego, a sus dinámicas, y nos hemos aprendido algunas reglas precisas; la superficialidad de unas mazmorras que no se preocupan en exceso por disimular sus intenciones - incluyendo todo tipo de trampas que no imponen el más mínimo respeto - una IA que responde de manera excesivamente peregrina incluso en momentos en que nuestro progreso en una misión depende de ella inevitablemente, y unas batallas que van perdiendo fuelle a pasos agigantados. A este último respecto resulta especialmente dolorosa la progresiva desnaturalización de las luchas contra los dragones, elemento sobre el cual debería recaer gran parte de la carga dramática de la acción, pero cuya intensidad se va viendo radicalmente disminuida mucho antes de lo que sería deseable. Una vez superadas las magníficas sensaciones que se desprenden de nuestros primeros encuentros con estas criaturas, nos damos cuenta de que resulta patéticamente sencillo acabar con ellas. Y qué demonios, no debería ser así. La descontextualización que esto provoca es brutal, terriblemente nociva para la coherencia interna de la experiencia de juego. Y sí, aun conscientes de la posibilidad de aumentar manualmente la dificultad, comprobamos cómo ello ocasiona una monstruosa desproporción en la dureza de ciertos bosses, echando definitivamente por tierra cualquier atisbo de equidad y equilibrio en el motor interno de la experiencia de juego.
Sin ánimo de hacer demagogia de todo a cien, pongamos de relieve y en una balanza a una franquicia actual que, pese a compartir (e inspirar) la misma fascinación por lo fantástico, se sitúa en un extremo diametralmente opuesto a los últimos TES, en este caso a Skyrim, y es ni más ni menos que la creada por los japoneses From Software (Demon's Souls, Dark Souls). Ésta quizá sea la mejor y más perfilada antítesis del espíritu lúdico que encierran las nevadas tierras de Skyrim, y es que la oposición de intenciones entre ambos títulos es total. La franquicia nipona, por un lado, se desenvuelve en el asfixiante hermetismo de un universo totalmente cercado, donde la apertura de cada nueva ruta lleva al jugador al límite de sus posibilidades, donde la precisión de su mecanismo interno lo es todo y la exigencia se mide a cada paso, detrás de cada esquina y en cada trozo de roca que encontramos y es necesaria para poder afilar una simple daga. En el otro extremo, la laxitud del funcionamiento interno de Skyrim se enmarca en una inmensa región abierta donde nieve, ventiscas, bosques, poblados y mazmorras conforman un decorado excepcional, presto a ser explorado y deglutido con calma, saboreando sin presiones la belleza única de sus parajes. Y ambas propuestas coronadas, como una sonrisa cruel, con la majestuosa silueta de un dragón. Apariencia similar, pero tan distintos en esencia.
Esta confrontación, con la que de ninguna manera pretendo medir la calidad de ambas franquicias ni ponerlas injustamente bajo el mismo yugo, me sirve para plantear un anhelo privado, un deseo que probablemente y por cuestiones técnicas (de las que soy casi totalmente ignorante) quizá sea imposible ejecutar con fortuna en los sistema actuales. Y no, no se trata de clonar las mecánicas internas de From Software bajo la inmensidad de una aventura como la que propone Bethesda, porque directamente tendríamos un producto lúdico inabarcable, pero bien podría la inmensidad de Skyrim intentar adherirse un poco a ese gusto por la precisión y la exigencia bien recompensada de D. Souls a la hora de desplegar sus mecánicas más concretas, de cohesionar un poco el funcionamiento interno para que sea igual de estimulante que la contemplación del envoltorio externo. Que el combate se depure, que los dragones inspiren respeto, que las mazmorras susciten, al menos, inquietud, y que cualquier sucia trampa pueda acabar con nuestra vida si damos un paso en falso. Es difícil, por supuesto, y seguramente algo tan ambicioso requiera de unos recursos y un tiempo de desarrollo demenciales, no factibles en el seno de una industria con unos ritmos de trabajo prefijados, pero si cada nueva secuela, o incluso una nueva generación, deben encaminarse hacia algún lugar debería ser precisamente éste. Más allá de la inevitable mejora gráfica, una mayor profundidad en la complejidad de los mecanismos y variables que conforman la experiencia a los mandos es tarea fundamental.
La crítica, lejos de ser desganada o, peor aun, malintencionada, es más bien una colleja fraternal que responde a la pura y simple fascinación que, pese a sus defectos, ejerce sobre mí la aventura del sangre de dragón, al cariño casi familiar que ha conseguido despertarme. Y es que la experiencia de juego, a menudo, tiene más de experiencia que de puro y simple juego, cuando intervienen factores tan subjetivos que en el fondo son los que terminan de completar al título. Y porque algún día, espero, pueda disfrutar de nuevas experiencias similares, donde la espada importe tanto como el horizonte.