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La fauna de los recreativos

Recuerdos de los 80's.

La primera vez que eché una partida a un videojuego fue un domingo por la mañana. Hace ya mucho tiempo de eso, pero lo recuerdo con la claridad de los acontecimientos importantes. Yo debía rondar los diez años y los domingos por la mañana eran fantásticos. Solía acompañar a mi padre a comprar el pan y el periódico, y, antes de regresar a casa para comer la paella que siempre cocinaba mi madre ese día, tomábamos el aperitivo en una bodega cercana. En su interior, presidiendo la entrada, a mano derecha, había una recreativa del Space Invaders que llamaba poderosamente mi atención. Una vez con la consumición en mi poder, abandonaba a mi padre y su aburrida charla de barra con otros parroquianos, y me dirigía como una flecha hacia ella. Colocaba con sumo cuidado el refresco en una mesa cercana y me encaramaba en lo alto de una silla para contemplar fascinado cómo los marcianos intentaban invadir la Tierra.

Una de aquellas mañanas, cansado ya de mi papel de mero espectador, le comuniqué a mi padre mis deseos de salvar el mundo de la terrible invasión alienígena y él me respondió con una disyuntiva: o Coca-Cola o marcianitos. Mi inmediata respuesta marcó el último refresco que me tomé en aquella bodega de barrio y la primera moneda que deposité en el vientre de una recreativa. Luego vendrían otras muchas, pero la mayoría de ellas en un lugar muy diferente: en una sala de recreativos.

En realidad nunca se llamaron así. Siempre nos referíamos a ellos como los billares, los futbolines o, en jerga callejera, "los fubiolos", pese a que únicamente tocábamos las recreativas, y había tantos en el barrio que a menudo era necesario especificar en cual de ellos quedabas con los colegas. He visitado muchos locales de este tipo a lo largo de los años, ahora ya no tanto, y siempre me ha sorprendido el hecho de comprobar que cada uno de ellos albergaba, con ligeras variantes, los mismos tipos de personajes:

- El encargado: Se trataba de un hombre de mediana edad, pero a nuestros adolescentes ojos era ya un viejo. Consciente de tener poco en común con la chiquillería que constituía su clientela, solía mantener una postura discreta, vigilando desde en un rincón, con rostro serio y silencioso. Nunca conocí a uno que se interesara mínimamente por las fantásticas atracciones que le rodeaban y de su cintura siempre colgaba una especie de mandil que vendría a ser el antepasado remoto de la riñonera. En su interior guardaba una cantidad enorme de monedas para el cambio. Cuando pisé por primera vez unos recreativos, mis sueños infantiles de ser astronauta o policía se fueron rápidamente por el retrete y su lugar lo ocupó el de regentar unos billares.

- El enchufado: Normalmente se trataba del hijo del encargado. Solía hacer acto de presencia los fines de semana escoltado por un nutrido grupo de amiguetes, sonrientes todos ellos ante la perspectiva de una tarde matando marcianos por la patilla. Lo primero que hacían al entrar era elegir recreativa. A continuación el padre sacaba del mandil el juego de llaves al paraíso por el que uno hubiera vendido su alma al mismísimo Satanás, abría las tripas de la máquina y comenzaba a golpear con el índice el pequeño alambre en el que tropezaba la moneda al caer, mientras aumentaba en la pantalla el número de créditos hasta alcanzar una cifra que uno habría considerado imposible.

- El retard: He aquí uno de los primeros casos conocidos de esa patología tan común en la actualidad: el retardismo. Sin lugar a dudas esta terrible pandemia hizo su aparición en los años ochenta en un salón de recreativas. A partir de ahí se extendió hasta alcanzar la crítica situación hoy por todos conocida: varias generaciones de jóvenes perdidas para siempre y el sistema público de pensiones puesto en la picota. El retard era fácilmente detectable en una sala de recreativos y su identificación ni tan siquiera requería el uso de un test de inteligencia. Bastaba ver a alguien echando una partida sin que la máquina emitiese sonido alguno. Al acercarse uno podía comprobar cómo en la pantalla parpadeaba con tenacidad el mensaje "insert coin". Si el chaval en cuestión soltaba avergonzado los mandos al percatarse de que su engaño había sido descubierto, todavía existía alguna posibilidad de cura. Si, por el contrario, proseguía con su mascarada, adornándola, incluso, con sonidos guturales que pretendían simular disparos y explosiones, entonces ya no había duda: la enfermedad se había cebado en el pobre desgraciado y se trataba de un caso irrecuperable para la sociedad.

- El listillo: Este espécimen era especialmente peligroso. Solía permanecer silencioso y agazapado, pero siempre vigilante y al acecho mientras uno echaba una partida. El momento en el que te mataban por segunda vez en la misma pantalla, era el elegido por el listillo para atacar con ferocidad: "¡Si quieres yo te lo paso!". Huelga decir que cederle los mandos y aparecer en pantalla la temida pregunta "Continue?" acompañada por la implacable cuenta atrás, era todo uno. Para terminar de arreglar las cosas el listillo solía balbucear torpemente alguna excusa del tipo: pues el otro día me lo pasé, es que el mando está jodido, etc. Si a tan lamentable panorama le añadías la circunstancia de que aquella era tu última moneda, entonces la tensión ya podía cortarse con un cuchillo y era probable que el listillo regresara a casa con alguna contusión adornándole el rostro.

- El especialista: He aquí la pesadilla de todo jugón. Todos teníamos una serie de recreativas favoritas, en las que invirtiamos todos nuestros cuartos, pero el especialista siempre jugaba a la misma, y eso le convertía en una terrible amenaza. Por un lado, dada su maestría, cada partida le duraba una eternidad y, por otro, si disponía de veinte monedas, echaba veinte partidas. Esto significaba que las colas que se montaban en la recreativa del especialista eran más largas que las del INEM. Pero existía otra circunstancia que hacía especialmente odioso a este personaje: su pericia a los mandos atraía a un gran número de mirones y dejaba el listón muy alto, de tal forma que si te tocaba jugar detrás de él te sentías como ese humorista que sale al escenario y se encuentra al público todavía muerto de risa por chiste del anterior cómico.

- Los mayores: En realidad no nos sacaban tanto, pero a esas edades cinco o seis años son un mundo. Se trataba de grupos de heavies que pululaban entre los recreativos y la tienda de frutos secos. Es curioso, pero allí donde hubiera un local de recreativas, había un frutos secos en el que poder comprar cerveza, vino para el calimocho, cigarrillos sueltos, papel de liar, etc. Los mayores nos miraban siempre por encima del hombro, casi como a insectos. Ellos ya fumaban, bebían litronas y, para sorpresa de uno, parecían estar más interesados en las chicas que en eso de matar marcianitos. Solían parar en la calle, destinando la mayor parte de su tiempo a oscuros trapicheos que uno sólo comprendería al cabo de los años. Cuando entraban lo hacían para echar un futbolín de dos contra dos y, en esas ocasiones, el nivel de decibelios en el interior del local se ponía por las nubes.

- Los manguis: Los manguis o chorizos no eran en realidad clientes de los recreativos, pero solían merodear por la zona en busca de sustento. Siempre iban en grupo y solían atracar navaja en mano a cualquier chaval que se dirigiera feliz y confiado con la paga del domingo hacia su recreativa favorita. Si ya te la habías gastado, entonces te quitaban el reloj o la cadena de la comunión. En aquella época preguntar la hora en una sala de recreativos era algo así como preguntar por el próximo gordo de Navidad: ni Dios llevaba reloj. En una ocasión me desapareció la bici que dejé imprudentemente aparcada en la puerta. Días después ví al Mole, uno de los chorizos más temibles del barrio, a lomos de ella haciendo todo tipo de cabriolas y piruetas. "Al menos le saca más partido que yo", pensé tratando de consolarme.

Hoy en día las cosas han cambiado una barbaridad. Los salones de este tipo prácticamente han desaparecido, y los pocos que sobreviven lo hacen confinados en las zonas recreativas de los grandes centros comerciales, entre McDonalds, Starbucks y gigantescas salas de cine. Por otro lado, las recreativas que ofrecen dejan, para mi gusto, bastante que desear. El otro día visité uno que no tenía ni un triste matamarcianos. En su lugar encontré aparatosas máquinas de baile, basket, fútbol y carreras. Pero tampoco debe uno dejarse llevar por la nostalgia. Al fin y al cabo existe internet y eso significa que puedo jugar al Space Invaders siempre que quiera, sin gastarme un duro y, sobre todo, tomándome una Coca-Cola.

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