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La violencia y la estupidez

Manual de supervivencia.

Entre un adolescente que sonríe mientras revienta la cabeza de un zombie y otro que irrumpe con una recortada en un aula dispuesto a descargar un odio profundo y auténtico, existe un mundo que muchos pretenden ignorar. Un abismo insondable que algunos son capaces de salvar con la facilidad con que puedes pasar sobre un pequeño charco en un día de lluvia.

El hombre se distingue del resto en la necesidad de encontrar respuestas. Se trata de la urgencia genética que impulsó a Miguel Ángel a pintar los frescos de la Capilla Sixtina, a Einstein a formular su teoría de la relatividad o a Nietzsche a escribir “Así Habló Zaratustra”. Esta necesidad ancestral posee una intensidad de tal magnitud que, impresa en un cerebro privilegiado, es capaz de elevar al ser humano a alturas maravillosas, pero encerrada en un mono que se resiste a abandonar el árbol para caminar erguido, puede condenarle a la oscuridad más profunda.

El día que ese simio cogió una piedra del suelo para abrirle el cráneo a otro, tuvo la certeza de que empuñando el arma apropiada cualquiera puede convertirse en el amo del cotarro. Esta convicción se adueñó de él mucho antes de la invención de la rueda y jamás le ha abandonado. Cada año, la industria armamentística mueve alrededor de 150.000 millones de dólares. Responsabilizar de un crimen a otras que sólo venden entretenimiento parece, desde luego, una ligereza realizada con las tripas, pero quizás sólo esconda el pánico de quién no puede contemplar el rostro de una atrocidad incomprensible sin derrumbarse. Un miedo infantil e insoportable que empuja a su portador a trivializar en un videojuego la sangre no derramada en nombre de dios, la patria o un puñado de barriles Brent.

En realidad es indiferente. Hoy el hombre ha averiguado que entre su ADN y el de una rata existen más semejanzas que diferencias. Probablemente se trate del descubrimiento científico más esclarecedor efectuado nunca. Cuando los informativos se inundan con una tragedia brutal e inexplicable protagonizada por un chaval que guarda en su habitación una consola, ese orangután que habita con elegancia en el interior de un traje gris se retuerce con ferocidad y lucha con el ensañamiento de un salvaje por recuperar el trono que una vez ocupó en la historia. Por reclamar ese lugar que el pensamiento de Platón, la novena de Beethoven o cualquier fotograma de Billy Wilder le arrebataron para siempre.

En la era de las telecomunicaciones y la fibra óptica, los satélites que revolotean alrededor de la tierra otorgan a esas alimañas la posibilidad de vomitar su bilis en tiempo real y sobre cualquier lugar del planeta. Si por un instante percibes que un rincón de tu cerebro siente la necesidad imperiosa de sacar a pasear a ese gorila que todos fuimos una vez, es el momento de decir basta. Para ello tan sólo has de desenchufar la televisión, apagar el ordenador o plegar el portátil. No se trata de una claudicación, sino de una victoria antológica. Tan sólo has de cocinar una tortilla de patatas con pimientos del padrón, descorchar una botella de vino y llamar a alguien especial con quien compartirlos. Al momento comprobarás que los gruñidos ensordecedores de aquel simio se han perdido para siempre en la lejanía. Habrás abandonado ese pozo de inmundicia al que una rata quería arrastrarte y te diriges veloz hacia un cielo puro y cristalino.

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