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Las falacias del videojuego: la importancia del ending

Séptima falacia: Para poder analizar un videojuego en profundidad es necesario finalizarlo.

Normalmente no soy muy de dejar las cosas a medias, y los videojuegos no son una excepción. Sin lugar a dudas, la interacción es un acto tan sumamente divertido y gratificante en sí mismo que constituye suficiente motivo como para completar un título e incluso desear rejugarlo, pero el hecho de que pueda contar con los dedos de una mano los créditos finales que se quedaron para siempre en el disco obedece también, en ocasiones, a una razón económica. El P.V.P. constituye, al menos en mi caso, un incentivo indudable a la hora de terminar un juego y amortizar en cierta medida el dinero invertido en él, aunque la experiencia no acabe de resultar del todo satisfactoria y siempre que su duración no sea desmesurada.

Si uno, además, tiene intención de escribir un análisis o artículo de opinión existe, aparte del monetario, un acicate moral o profesional que le empuja a finalizarlo con objeto de ser lo más justo y riguroso posible llegado el momento de emitir un veredicto acerca de él. Sin embargo, no es menos cierto que en la inmensa mayoría de los casos la opinión que extraigo de un videojuego una vez terminado no suele diferir demasiado de la que tenía mientras atravesaba su ecuador, o incluso de la que tenía cuando tan sólo habían transcurrido unas pocas horas desde su inicio.

Esta circunstancia me lleva a pensar que quizás, a la hora de tomarle las medidas a un título, no sea tan determinante el hecho de alcanzar el ending como el de poner a prueba su código para apreciar en qué medida es preciso. Si consigue lo que pretende sin fisuras o si, por el contrario, posee más agujeros que un colador.

Ya no quedan tontos, decía mi abuela, y la industria del videojuego no es una excepción, porque en ella todos nos conocemos más que de sobra. Un usuario medio-avanzado, aquél que juega con cierta asiduidad y permanece más o menos atento a la actualidad del sector, puede saber de forma bastante aproximada de qué pie cojea cada estudio o editora. Pero esta circunstancia se da igualmente a la inversa, de manera que las compañías también nos tienen más que calados.

Con esto quiero decir que un estudio de desarrollo lo suficientemente experimentado es capaz de prever de manera bastante certera cuáles serán las reacciones o el comportamiento del jugador a lo largo de la partida y puede, por tanto, hacer uso de esa información para colar auténticas chapuzas confiando que la mayor parte de ellas probablemente pasarán desapercibidas. Esto significa que el título brillará con solvencia a ojos del usuario en la medida en que éste actúe con arreglo al patrón que el estudio había previsto, cosa que suele ocurrir en la mayoría de los casos. Pero en el momento en que el jugador decida sacar los pies del tiesto puede suceder que aquello que funcionaba hasta entonces con precisión milimétrica deje al descubierto alguna que otra costura o, incluso, que se derrumbe como un castillo de naipes.

Recuerdo verme envuelto hace ya unos años en una intensa refriega en la campaña individual de un Call of Duty, probablemente el primer Black Ops (Treyarch, 2010). En estos juegos la mecánica básicamente consiste -o al menos consistía, ya que se trata de una saga que he abandonado- en tiroteos de medias distancias que has de ir solventando para progresar por el escenario hasta alcanzar, coberturas mediante, el lugar que pone fin al respawn de enemigos. Pues bien, en la citada refriega, cansado ya de que me volaran la tapa de los sesos, decidí liarme la manta a la cabeza y avanzar a toda velocidad sin efectuar un solo disparo. Lo sorprendente del caso fue que, a medida que progresaba, mi personaje parecía ir perdiendo entidad física y cuando alcancé las posiciones enemigas ya era el auténtico hombre sin sombra. Así, pese a encontrarme a escasos metros de mis oponentes, éstos no parecían reparar en mi presencia y continuaban apuntando calle abajo, al lugar en que se encontraban mis rezagados compañeros. Animado ante semejante dislate digital, decidí atravesar sus líneas y disfrutar de un prolongado paseo por su retaguardia, mientras ellos, de espaldas a mí, mantenían disciplinadamente sus posiciones, ajenos por completo a la inesperada visita. He de reconocer, con todo, que una vez abrí fuego sobre sus traseros, zona de la anatomía especialmente sensible hasta para un militar, dieron media vuelta para poner fin a mi periplo en cuestión de segundos.

En Resident Evil 6 (Capcom, 2012), un título especialmente prolífico en este tipo de situaciones, recuerdo un escenario infestado de enemigos al que llegué tieso de recursos. Se trataba de una zona generosa en cajas de suministros, pero dada la ingente cantidad de mutantes que allí había y la mermada salud del protagonista, resultaba harto complicado echarles el guante. El caso es que, tras varios intentos infructuosos, decidí rehuir el combate y correr calle abajo como alma que lleva el diablo, con la esperanza de alcanzar la salida que daba acceso a la siguiente fase del juego. Para mi desgracia las sedientas criaturas de Capcom resultaron ser de mayores entendederas que la milicia de Activision, por lo que comenzaron a perseguirme como auténticas posesas. Tras varias fintas, sofocos y, por qué negarlo, algún que otro guantazo, conseguí atravesar la puerta salvadora, momento en que la estruendosa música cesó y mis perseguidores se volatilizaron por completo. La peligrosa avenida que acababa de atravesar sorteando mutantes a lo Urdangarin en los juzgados era ahora un lugar desierto en el que podía escucharse el canto de un grillo. Como estos trenes sólo pasan una vez en la vida -aunque, ciertamente, Resident Evil 6 parece en ocasiones la Estación de Atocha en hora punta- decidí volver sobre mis pasos para recolectar con total tranquilidad las ingentes cantidades de munición y botiquines con que los generosos chicos de Capcom habían tenido a bien adornar cada esquina, sin que mutante o infectado alguno viniera a interrumpir las tareas de reabastecimiento.

Otro caso bastante reciente y de cierta repercusión es The Walking Dead (Telltale Games, 2012). Título que se ofreció al gran público como un "elige tu propia aventura" -opinión compartida aún a día de hoy por un gran número de usuarios- y que en este sentido funciona de manera sólo aparente y en la medida en que tomes las decisiones que se supone que has de adoptar. En el momento en que tus actos se alejen de lo que el estudio consideró como "correcto", el propio juego reconducirá la situación, dando lugar así a situaciones bastante cómicas. Recuerdo con especial cariño una de ellas porque se erige de manera involuntaria en axioma de la propuesta real del juego. A continuación paso a relatar el suceso en cuestión, por lo que si aún no has jugado a The Walking Dead y pretendes hacerlo, te recomiendo obviar los siguientes tres párrafos.

El protagonista y sus compañeros han hallado refugio en el motel Travelier. Pese a encontrarse a salvo de los caminantes, la situación no pinta demasiado bien para ellos, ya que llevan acampados allí varias semanas y los alimentos comienzan a escasear. Un buen día aparecen un par de individuos que afirman proceder de una granja que se encuentra a pocas millas de distancia. Se trata de un lugar seguro y en el que hay comida en abundancia, por lo que invitan generosamente a los hambrientos huéspedes del Travelier a que les acompañen a cambio de combustible para el generador. La oferta parece, sin duda, interesante sobre el papel, pero es recibida con disparidad de opiniones por el grupo, que ante la falta de consenso termina pidiendo a Lee Everett que tome él la decisión.

Llegados a este punto tengo la certeza de que, ya sea por curiosidad, por la dramática situación de los protagonistas o por el simple deseo de amortizar el dinero invertido en la adquisición del título, el 99% de los jugadores decidirá visitar la granja St. John. Ahora bien, si decides ofrecer la negativa por respuesta, tus hasta entonces indecisos compañeros -es decir, el software-, reaccionarán unánimemente poniendo en tela de juicio la legitimidad de Lee Everet -el jugador- para decidir cuestión alguna en lo tocante a su destino -el desarrollo del juego-, por lo que acordarán, víctimas de un conmovedor arrebato democrático, someter el espinoso asunto a sufragio.

Huelga decir que obrará entonces el milagro y aquellos que hacía tan sólo unos segundos discutían acaloradamente acerca de la conveniencia o no de visitar la granja de marras, verán disipadas de forma súbita todas sus dudas en favor de la excursión, por lo que el sí ganará por aplastante mayoría mientras el atónito jugador trata de digerir la repentina moción de censura que acaba de colarle Telltale Games.

Con estas anécdotas que acabo de relatarles vengo a decir, ya para ir concluyendo, que la calidad de un título viene dada, bajo mi punto de vista, por múltiples factores, pero sobre todo por la calidad de su código; y en este sentido quizás no sea tan importante el hecho de recorrerlo en su totalidad como el de detenerse en momentos puntuales para someterlo a la prueba del algodón. Sin duda pueden citarse ejemplos para los que esta regla no es válida, como aquellos juegos en los que la historia es parte fundamental de la experiencia y, por tanto, es requisito ineludible seguirla con atención y asistir a su desenlace. En otros títulos, incluso, una única vuelta no basta para apreciar la propuesta lúdica en toda su magnitud, por lo que se hace necesario pulsar de nuevo el botón start tras el fundido a negro -véase, como ejemplo, el catálogo de Platinum Games-.

En cualquier caso creo que estos supuestos no dejan de ser minoritarios y que constituyen excepción antes que regla, por lo que siempre que juego un título procuro disfrutarlo al máximo, pero también, en momentos determinados, prescindir de lo que dicta el guión para comprobar si aquello que deslumbraba con intensidad mientras me mostraba sumiso sigue conservando ese brillo cuando he decidido hacer de la anarquía mi bandera. Al fin y al cabo la desobediencia sigue siendo a día de hoy, por mucho que se empeñen algunos, el auténtico motor de la evolución. Pregúntenle, sino, a Trevor Phillips.

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