Análisis de Laser League
Liga ultralaser.
Siempre me ha gustado más el fútbol que el baloncesto. Quizá sea una afirmación osada, porque en según qué círculos está mal visto reconocer lo primero y porque el baloncesto, como casi cualquier cosa que sea popular mas allá de nuestras fronteras, siempre ha llevado consigo cierto aire de sofisticación. No quiero decir con esto que sea un mal deporte porque ningún juego que haya puesto sobre la cancha a Allen Iverson podría serlo jamás, pero en una comparación directa y alejándonos de los flashes, del glamour, de los concursos de mates y los videos de gangsta rap, creo que el basket sale perdiendo porque, simplemente, hay demasiadas reglas. Hay zonas, hay cronómetros, hay movimientos prohibidos y muy frecuentemente el espectador casual se sorprende viendo interrumpido el flujo del juego por razones que no conoce del todo: quizá el defensor haya permanecido en la zona demasiado tiempo, quizá este año hayan cambiado las normas sobre la posesión, quizá estemos jugando en Europa y lo de los dieciocho pasos para tomar carrerilla no se vea con buenos ojos. La simplicidad de sus objetivos e incluso diría que la capacidad de sus jugadores para expresarse con libertad queda asfixiada bajo una avalancha de normas que buscan matizar, dirigir, equilibrar, dar mayor o menor relevancia a distintos aspectos del juego, y creo que esa es precisamente la belleza del fútbol, la elegancia de su diseño: un balón, tres palos, intenta no tocarla con la mano ni agredir a nadie por el camino. Salvando asuntos como el fuera de juego (una norma que siempre me ha parecido antinatural, ya que sacamos el tema), el fútbol plantea un océano de profundidad en base a preceptos realmente simples y a un solo objetivo inmutable, sin tiros especiales que modifiquen la puntuación ni momentos en los que no se puede botar la pelota. Por eso creo que es elegante, y por eso creo que, puestos a diseñar deportes ficticios, debería ser el espejo sobre el que mirarse: uno puede inventar aberraciones como el Quidditch, o simplemente plantear un juego basado en que no te toquen los lásers.
Laser League no aprovecha nada, no reinterpreta nada, y es precisamente esa carencia de referentes la que convierte una ronda cualquiera en un absurdo galimatías de cara al espectador novato.
Ese y no otro es el potencial que encierra Laser League. El de saber limitarse, el de entender que el videojuego es una tabula rasa colmada de fabulosas posibilidades en la que aun así prevalecen los mismos principios y solo triunfa de verdad quien sabe hacer mucho con poco. Por eso no hay estadísticas, ni absurdas rondas de bonificación, ni aparatosos blindajes intercambiables que le den un toque futurista al asunto pero a cambio arrojen el equilibrio por la ventana. Tarde o temprano tenía que llegar la comparación, así que allá vamos: es un principio que en su día también entendió Rocket League, aunque me permitirá el lector que le otorgue más mérito a un dibujo totalmente nuevo que a ese ejercicio de literalidad chusca que fue mezclar el fútbol con coches. Laser League no aprovecha nada, no reinterpreta nada, y es precisamente esa carencia de referentes la que convierte una ronda cualquiera en un absurdo galimatías de cara al espectador novato. Es otro de sus triunfos más contundentes, porque solo hace falta una segunda ronda, una nueva partida, un par de minutos más para que el diseño haga click y todo cobre sentido; para apreciar las sutilezas de un juego que se juega a velocidad suicida y para que las preguntas den paso a las manos en la cabeza y los chillidos de asombro ante una doble eliminación. Es un proceso de aprendizaje realmente dulce de experimentar de primera mano, pero antes de que nadie ponga en duda nuestra vocación de servicio público puede que lo suyo sea explicar las reglas, porque es en ellas donde recae todo el mérito del conjunto.
Dos equipos, dos colores, un número variable de jugadores que recorre toda la horquilla entre el enfrentamiento singular y el alborotado 4 vs 4. El objetivo final es eliminar al contrario, hacer que todos los jugadores que van vestidos de azul o de rojo muerdan el polvo y no quede nadie en pie para levantarlos, y las únicas herramientas son las barreras láser que dan nombre al juego. Buscando referentes donde no los hay, de nuevo, podríamos hablar de la famosa escena de las motos de Tron, aunque en esta ocasión las barreras no siguen la estela del jugador, sino que emanan de diferentes nodos móviles que el equipo de diseño ha situado sobre cada escenario, y aquí viene la verdadera madre del cordero: reclamar uno de ellas para nuestro equipo, conseguir que emita rojo y no azul, solo implica pasar por encima, y los efectos son absurdamente variados. Hay barreras que son solo eso, barreras, grandes tiras de color que separan el terreno de juego en horizontal o lo barren en un ángulo determinado, pero también hay cuñas, o cruces giratorias, o estrellas de varias puntas que comienzan siendo pequeñas y acaban abarcando todo el campo de juego. Como sucediera en Ikaruga atravesar una barrera de nuestro color no produce el más mínimo daño, y como también sucediera en Ikaruga transcurre muy poco tiempo hasta que la actividad frenética de todos los jugadores convierte la arena en un laberinto mortal o en un violento caleidoscopio de color amigo que muta y evoluciona y asfixia a los oponentes. Con el tiempo cada uno de estos emisores se desactiva y toca volver a activarlo, y realmente no hay mucho más. Que no te toquen los lásers.
Pero en el fútbol también hay porteros, defensas centrales y mediapuntas, y en general un sistema de roles que matiza el cometido de cada jugador sobre el campo y que Laser League reproduce en hasta seis clases reconocibles por un único poder, una habilidad exclusiva que activar mediante el botón R1. No hay más controles que ese y el stick analógico izquierdo, y como canto a la simplicidad el detalle de que los cuatro botones frontales solo sirvan para dejar caer emoticonos de agradecimiento o venganza sobre el escenario es de eso que deberían arrancar aplausos. Pero a lo que vamos, las clases: igual que el portero puede tocar el balón con la mano, aquí lo que vamos a ver son tipos que pueden empujar al contrario, que gozan de unos breves segundos de invulnerabilidad de cuando en cuando o que emiten algo parecido a un pulso electromagnético que deja al rival fuera de combate unos preciosos segundos. Hay ladrones que pueden alterar el color de los nodos, o especialistas en teleportación, e incluso papeles aún más literales en el sentido ofensivo, porque el especialista en Filo puede matar al contacto pero necesita calcular bien la trayectoria de sus acometidas y también es un especialista en quedar con los pantalones por las rodillas. Siempre hay un equilibrio, siempre hay una doble lectura, y sobre todo siempre hay una combinación: pese a su aparente aleatoriedad Laser League es un juego de equipo, un deporte fuertemente estratégico en el que los reflejos cuentan tanto como saber leer los mapas y la configuración del rival, como saber identificar a tiempo los puntos flacos de ese dúo de ladrones que te está amargando la vida y saltar al campo en el segundo set (el sistema de puntuación es así de simple: cada set implica hacerse con tres rondas ganadas, el partido se juega al mejor de tres sets, y por supuesto hay bolas de partido) con una pareja de Shock y Filo que permita inmovilizar al contrario el tiempo justo para una ejecución coordinada. Como entender que los empujones de la clase asalto son especialmente dañinos en mapas atestados de láseres verticales, y que también sirven para dejar un par de cuerpos en el camino de una mortífera línea de teleportación. Hacer muchísimo con muy poco, ya sabéis.
Pese a su aparente aleatoriedad Laser League es un juego de equipo, un deporte fuertemente estratégico en el que los reflejos cuentan tanto como saber leer los mapas y la configuración del rival.
Y hablaba de la configuración de los mapas porque es ahí donde radica el otro gran golpe de genio del concepto que ha puesto en funcionamiento Roll7, y también la mayor parte de las lecciones de diseño que sin duda encierra. De nuevo, la simpleza y las apariencias: absolutamente todas las arenas parecen iguales, simples rectángulos que recuerdan al fútbol sala o al hockey sobre hielo y que si encierran algún secreto es la posibilidad, crucial en la práctica, de tratar sus límites como un continuo que recuerda a Asteroids, desapareciendo por la margen izquierda para aparecer en la derecha a salvo de los lásers que se cerraban sobre nosotros y haciendo lo propio en el eje vertical. Y eso es todo: donde otros hubieran sucumbido a la tentación de sacar pecho de su condición de videojuego planteando escenarios circulares, o fosos, rampas y demás pamplinas Laser League decide ser un deporte serio, y plantea esa profundidad exclusivamente con los patrones que vamos a encontrarnos sobre el terreno. Con la configuración de los lásers, el timing de su aparición, los espacios que barren, convirtiendo cada nivel en un desafío radicalmente diferente que implica tomar decisiones para sobrevivir. Pronto surgirán favoritos, porque no se juega igual un mapa basado en cuadriláteros que se cierran sobre sí mismos que uno gobernado por una mortífera rueda central, pero la clave está en que cada uno de estos ejemplos derrocha exactamente el tipo de mimo e inteligencia que exhiben sus reglas básicas. Por eso es comprensible que vengan contados, algo quizá inesperado teniendo en cuenta que trabajamos con un género tan barato como son los timings y los patrones: el estudio podría haber apretado a tope el pedal de lo procedural, pero prefiere contentarse con una cifra que ronda la veintena y que realmente cambia las cosas. Tanto como para absorber sin problemas el portentoso impacto de los potenciadores, un elemento que no habíamos tratado hasta ahora y que por resumir vuelve a alterar las reglas del juego dejando caer de cuando en cuando diferentes iconos sobre el terreno: algunos aceleran el movimiento de las barreras, otros lo ralentizan, otros permiten refrescar de golpe el cooldown de nuestras habilidades y otros permiten abrir huecos en un laberinto que amenaza con devorarnos. Hay un montón, todos tienen sentido y, más importante aún, todos dan pie a remontadas épicas y finales de infarto si se usan con inteligencia. Una inteligencia de la que el juego va insultantemente sobrado.
Por eso, y en el terreno de los pequeños tirones de orejas, quizá resulta especialmente amargo que un juego que pone sobre la mesa tantos motivos para engancharse de manera enfermiza reserve sin embargo tan pocas facilidades para quien quiera hacerlo en solitario. No hablo de fichajes ni de ligas fantásticas que permitieran hacerse con el Asalto estrella de los Washington Dinamos a golpe de talonario (quizá sí lo haga un poco, porque soñar siempre ha sido gratis), pero puestos a fijarnos en el deporte real quizá no hubiera estado de más una mayor estructura, una secuencia de ligas, campeonatos o eliminatorias intergalácticas que aportaran progresión al conjunto y trataran ese otro deporte que sucede fuera de los estadios. El juego, al menos en su estado actual, ignora todo esto por completo, y aunque creo que es un acierto que la progresión se limite a asuntos cosméticos (los patrones que permite imprimir a los lásers son una preciosidad, ya que sacamos el tema) y que los niveles estén para hacer bonito, la limitación a jugar partidas aleatorias contra bots que ni siquiera se pagan con experiencia convierte el juego en solitario en algo bastante desangelado. Entiendo que no es su función, y que cualquier título con vocación de deporte electrónico debe apostarlo todo a la vertiente online, pero por algo he comenzado hablando de fútbol: si todo va bien y el juego consigue calar como sin duda merece no dudo que pronto veremos grandes estrellas, pero una de las cosas bonitas que nos han dado los videojuegos es que los simples mortales también podemos sentir lo que es ganar una Champions.